Una pastelería en Tokio
No todos los alfajores, pero sí algunos, podrían demostrar, una vez degustados por sus destinatarios, lo que puede incidir el procesamiento amoroso del que los crea, el trato que les dé a sus componentes culinarios, en la aceptación o rechazo que provoquen en quienes lo consumen. Prueba de reposteros en la que, de algún modo, podríamos encontrar también una metáfora para aplicar a la vida humana, puesto que todos los seres de este mundo somos, en gran parte, consecuencia de la manera en que fuimos tratados en nuestra formación, primero por nuestro ámbito familiar y luego por la sociedad en la que vivimos. Y de ese tratamiento suele surgir el mayor o menor espesor cualitativo con que fue construida la persona que somos y que exponemos frente a nuestros semejantes. Y también el efecto de empatía, indiferencia o repulsa que provoquemos en ellos.
Con este núcleo de base, tomado de la novela homónima de Durian Sukegawa, al parecer no traducida al español, la directora Naomi Kawase encaró su octavo largometraje de ficción, que llegó a Buenos Aires con tres años de retraso, pues la obra fue exhibida ya en 2015 en el concurso de Un Certain Regard, sección especial del Festival de Cannes en el que también ya se estrenó en 2017 la que es hasta ahora la última película de la creadora, Hacia la luz. Valía la pena la espera, porque tras su simpleza narrativa y su transparente intención de llevar al espectador a una experiencia emocional, La pastelería de Tokio, encierra un universo poético de intenso lirismo y el retrato de unas figuras que, como casi siempre en los films de esta autora, conmueven por su profunda humanidad.
Naomí Kawase es una realizadora nacida en 1969 en Nara, antigua capital de Japón y una de sus ciudades más viejas, tal vez la más pretérita. Egresada en Osaka de la Universidad de Artes Audiovisuales, se dedicó en sus comienzos a los documentales, destacándose por algunos de ellos destinados a captar escenas de sus familiares: su padre, su madre, el nacimiento de su hijo. A su madre la capturó en Tarachine, un trabajo de honda intimidad y belleza. En ficción, su primer premio lo recibió en Cannes por Susaku (1997), que le valió ser la mujer más joven en ganar la Cámara de Oro que se entrega a la ópera prima de un realizador. A esas obras le siguieron Hotaru (2000), Shara (2003), El bosque de luto (2007), Aguas tranquilas (2014), entre otras, varias de las cuales fueron igualmente distinguidas. En un reciente Festival de Cine de Guanajuato, entrevistada por la prensa, la directora expresó que el gran propósito en sus films es lograr detener el paso del tiempo, que le resulta desolador.
Algo de ese intento por fijar en imágenes el carácter fugaz de los días se ve en La pastelería de Tokio, en sus constantes reflejos del cambio de las estaciones y la variedad del paisaje que cada una de ellas trae. Pero también en la exploración de la memoria de esos seres anónimos que, de pronto, alcanzan a través de los relatos de Kawase una dimensión distinta a la que hoy la sociedad les da, olvidándolos y marginándolos hacia zonas donde su existencia deja de tener importancia para los otros. Aquí, hay tres personajes centrales que viven esa situación: Tokue, una anciana septuagenaria, que ha sido recluida por un hermano en un leprosario desde los trece años ante la duda de que estuviera contagiada por el entonces estigmatizante mal de Hansen. Hoy la lepra, desde 1987, tiene cura y es de nula transmisibilidad cuando está bien tratada.
Los otros dos personajes son: Sentaro, un hombre de unos cuarenta años que trabaja en una pastelería haciendo los famosos “dorayakis”, o sea una masa o alfajor en cuyo interior tiene como condimento una pasta dulce de porotos o frijoles rojos. Sentaro, que atiende también el local y sirve su producto a los comensales al paso que circulan por allí durante el día, especialmente estudiantes, trabaja en parte para pagar una deuda que ha contraído con el dueño del espacio. Y no se le ve en su dedicación a ese oficio un entusiasmo especial. En otra época fue mozo en un bar, pero debió abandonar abruptamente esa ocupación debido a una pelea que lo arrojó por tres años a la cárcel. El tercer personaje relevante en este triángulo es una adolescente, que no está conforme con la vida que lleva junto a su madre, que le presta escasa atención, y tampoco con la idea de ir al colegio todo el tiempo sin tener una motivación fuerte en su deseo.
Como el trabajo de Sentaro es arduo necesitará una ayudante. Y un día aparece Tokue, quien le propone que la emplee como colaboradora. A pesar de las resistencias iniciales del hombre, ella finalmente se ganará el puesto cuando le haga probar una pasta dulce de porotos que cambiará radicalmente el sabor, textura y calidad de los “dorayakis” que se venden al público. En los días subsiguientes a la fabricación de la nueva pasta dulce, el incremento de la clientela será notable. El método para alcanzar esta nobleza del producto, según le dice Tokue a Sentaro, es oír con paciencia y amor “lo que los porotos quieren decir.” Tanta felicidad será teñida, sin embargo, por una situación difícil que obligará a Tokue a no seguir en el lugar, desencadenando una será historia que no hay que narrar porque es parte del atractivo de la película y de lo que ella quiere significar. Contada en un estilo realista, pero insistimos muy poético y rebosante de calidez humana, la película tiene en los tres personajes centrales uno de sus ejes más sólidos. Kirin Kiki como la septuagenaria es uno de esos seres deliciosos que a veces uno piensa, sin mucho fundamento, que están solo en el cine japonés. Magnífica. Lo mismo puede decirse del Sentaro de Mashatoshi Nagase, que llega a conmover realmente en sus pasajes más comprometidos. Y la joven Kyara Uchida cumple con mucha dulzura su rol dentro de este triángulo difícil de olvidar.