El cuento de las comadrejas
El cuento de las comadrejas. (Argentina-España, 2019). Director: Juan José Campanella. Con guion de Juan José Campanella y Daniel Kloomok, basado en el original de Augusto Giustozzi y José Martínez Suárez. Elenco: Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni, Marcos Mundstock, Nicolás Francela, Claro Lago y otros. Fotografía: Félix Monti. Música: Emilio Kauderer. Duración: 129 minutos.
Varias razones pueden impulsar a un director a concretar una remake en cine. Pensar en todas ellas es inviable, porque habría que rastrear en la cabeza de cada director que las ha hecho y esa es una misión imposible. Pero hay algunas de esas razones que, por lo que se sabe y han confesado ciertos, están casi siempre presentes. Una básica es suponer que nueva versión de una vieja y querida película del pasado puede volver a ser un éxito en la actualidad. En especial porque la historia, si bien sometida a un imprescindible remozamiento, es capaz de volver a plantearle al público de estos tiempos, incluido el que en una edad más temprana vio el film original, nuevas reflexiones y emociones frente a la pantalla. Tampoco hay que dejar de considerar que, en muchas ocasiones, estos emprendimientos tienen mucho de homenaje del director a un colega que en su juventud lo deslumbró con su arte o contribuyó a su formación.
El cuento de las comadrejas, de Juan José Campanella, como se ha difundido en distintos lugares, es una remake de Los muchachos de antes no usaban arsénico, del gran director argentino José Martínez Suárez, que a la sazón fue maestro y es amigo del creador de El secreto de sus ojos. Y, es claro que, en este caso, ese rasgo de homenaje a un artista al que se ha admirado tuvo un peso importante en la decisión de hacer la remake, sin que por ello Campanella haya renunciado, al abordar la historia, a su derecho a hacer sobre ella una lectura más ajustada a lo que él pensaba necesitaba en esta época (y que implicaban algunos cambios en el guion o en detalles de los personajes), y fílmicamente atravesada por su propio sello cinematográfico, por su impronta personal de artista. Y, si bien no se puede descartar que Campanella supusiera que El cuento de las comadrejas sería un éxito, como lo es, no fue porque no tuviera otras ideas para armar un proyecto distinto. Su nombre mismo es hoy, como se sabe, garantía de suceso de taquilla.
Ambas películas pueden ser definidas como claras comedias negras y están, por lo tanto, trasminadas por un humor ácido, a menudo casi vitriólico. La de Martínez Suárez, que como se recordará fue estrenada en marzo de 1976, el inicio de la última y tenebrosa dictadura y su secuela de muertes y desapariciones, era más sombría e inquietante, pero igualmente corrosiva. No tuvo mucha repercusión en su momento, pero luego se hizo una película de culto. Campanella despliega mayor humor, rayano, en algunos personajes, en un cinismo abierto y refractario a los escrúpulos o el sentimiento de culpa. La obra de Martínez Suárez había convocado en su momento a un elenco formidable: Mecha Ortiz, Bárbara Mujica, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici y Arturo García Buhr, que en su vejez (salvo Bárbara Mujica que era joven) estaban espléndidos, en la plenitud de su carrera profesional. Es muy claro que, Campanella, que le otorgó también mucha relevancia a la interpretación y eligió un staff que estuviera a la altura de aquellas figuras. Y, entre los veteranos, decidió convocar a cuatro intérpretes de lujo: Graciela Borges (en el papel de Mara Ordaz, una actriz famosa en el ocaso), Luis Brandoni (su esposo, un ex actor mediocre y que hoy condenado a su silla de ruedas se dedica a la pintura), Oscar Martínez (Norberto Imbert, que fue director de las películas más famosas de Mara) y Marcos Mundstock (Martín Saravia, guionista de esos films). A quienes luego se agregan Nicolás Francella y la española Clara Lago, ambos muy bien, como los factores perturbadores de la tranquilidad en que viven estos cuatro seres.
Este cuarteto de viejos artistas vive recluido en un antiguo castillo (está filmado en el castillo Guerrero, de la localidad de Domsetaar, en el partido de San Vicente, Buenos Aires) atados a sus recuerdos y volcados en la vida diaria a continuas esgrimas verbales y reyertas por conductas que se achacan, pero que no alteran en lo fundamental su convivencia. Se conocen y se aguantan desde hace mucho y fue decisión de ellos irse a vivir juntos, una vez terminada sus carreras. La actriz hundida en la remembranza de sus tiempos de gloria y su marido en sillas de rueda tratando de darle un sentido a su vida con la pintura. Los otros dos, cuyas mujeres vivieron allí con ellos pero ya no están (porque se han ido o han desaparecido, no se sabe bien, dato que en 1976 tenía mucha significación), cazan comadrejas o ratas que se introducen en distintos lugares a molestar a los habitantes de la casa. Y también a inventar o recordar frases ingeniosas, con frecuencia hirientes para los otros. Todo transcurre de ese modo hasta que llegan dos jóvenes, que al parecer se han perdido y buscan orientación para seguir su camino. En realidad, son dos agentes inmobiliarios que intentan convencer a los viejos a vender el castillo y así hacer un gran negocio. Y para eso comienzan su trabajo de seducción. Su blanco preferido es Mara, a quienes no dejan de ensalzar a Mara, de comentarle que el público no la olvida y que debería volver a los sets. Y le dicen que para eso debería mudarse y vender su propiedad. Los halagos surten efecto sobre el narcisismo de la mujer y aquel equilibrio que, aún con ciertas grietas, parecía inamovible, comienza a resquebrajarse. Ese hecho, constituye la primera señal de alerta para los hombres, sobre todo para Norberto y Martín, el ex director y el ex guionista, para comenzar una contraofensiva. Son viejos, pero tienen una astucia indudable y no están decididos a que los manden a un geriátrico.
De algún modo, la historia gira levemente el rumbo y convierte el conflicto original, que era sobre el abuso a las mujeres (una especie de guerras entre los sexos) en una batalla generacional, donde la inescrupulosidad de los jóvenes parece tener todas las de ganar, pero los que parecían apenas unos ancianos solo ocurrentes y ácidos, comienzan a mostrar que pueden ser bastante más que eso, que la lucha por la sobrevivencia permite traspasar límites que en situaciones normales nadie tiene necesidad de pasar. En este aspecto, la historia adquiere en algunos pasajes un clima demasiado moralizante o aleccionador, en especial en algunos diálogos donde abunda el subrayado y algo de pomposidad. No obstante, sin dañar el satisfactorio curso de la trama, que nunca deja de ser divertida e inteligente y muestra hasta qué punto la sociedad contemporánea favorece con su falta de ética una suerte de lucha darwiniana entre las personas para ver cuál de ellas es la más fuerte y puede subsistir. Las actuaciones son excelentes y gratifican a la platea. La fotografía de Monti es impecable y salvo un comienzo tal vez un poco discursivo, el resto de la película tiene ritmo y fluidez.