La guerra silenciosa
Film de fuerte tono realista y potente actualidad, La guerra silenciosa, del realizador francés Stéphane Brizé, agrega un nuevo e interesante título a una determinada producción del cine galo preocupada, desde principios del milenio, por un cine de intención social, de denuncia de las injusticias de la sociedad de su país. Entre otras películas que han aportado a esta orientación están: Recursos humanos (1999) y El empleo del tiempo (2001), de Laurent Cantet; La corporación (2005), de Costa Gavras, Dos días y una noche (2014), de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, e incluso de El precio de un hombre(2015), la anterior película de Brizé. Acaso menos sutil que ésta última y que algunas de las mencionadas, La guerra silenciosa no es por eso menos eficaz y contundente que aquellas producciones a la hora de estigmatizar las perversiones de un sistema social que ha perdido hasta el más mínimo rastro de humanidad, si es que alguna vez lo tuvo.
Desde un principio y casi con un espíritu documentalista, la historia se afinca en el conflicto de un grupo de 1100 obreros de una fábrica de autopartes alemanas que tiene una sucursal en Agen, comuna del departamento de Loto y Garona, perteneciente a la región de Aquitania, en el oeste de Francia. El pueblo vive prácticamente de los ingresos que genera la ocupación en esa fábrica, cuyos dueños quieren cerrarla para trasladarse a Rumania, donde los sueldos más bajos permiten mayores ganancias a los capitalistas. Los propietarios, dos años antes, habían llegado a un acuerdo con los obreros para que les rebajaran los salarios y no le pagaran unos bonos compensatorios con tal de no perder su fuente de trabajo. Pero los dueños de la fábrica, presionados por sus accionistas, que no creen que la rentabilidad sea suficiente, deciden cerrar el establecimiento e incumplen las promesas que había protocolizado en el acuerdo.
La toma del establecimiento es inmediata y la difusión pública del conflicto mediante importantes movilizaciones que son registradas por la prensa. Los obreros apelan al gobierno francés que les da apoyo moral, pero admite que la fábrica tiene por ley el derecho de desprenderse de su personal. A pesar de todas estas dificultades, los trabajadores siguen presionando al gobierno y a la opinión pública para conseguir un contacto directo para negociar con el dueño alemán de la empresa. Entretanto, la patronal intenta dividir a los huelguistas ofreciéndole a alguno de ellos una indemnización especial. La intentona de la empresa falla, porque a través de otras estrategias, los que están en lucha, liderados por el líder Laurent Amédéo (Vicent Lindon), consiguen finalmente que el dueño de la empresa acceda a negociar directamente con ellos. Lo que ocurre luego de eso -donde incluso hay una propuesta de un autopartista francés de comprar la fábrica, con el apoyo del gobierno de ese país, que los alemanes rechazab- es un brote de desesperación y el término del diálogo destinado a encontrar una solución al pleito. Y más tarde un epílogo escalofriante.
Tal vez la virtud mayor de la película sean sus diálogos, aunque a veces sean demasiado extensos, pero exudan autenticidad y revelan las verdaderas razones por las que el conflicto entre trabajadores y patrones se produce, porque una parte importante de las secuencias en que los intercambios verbales acaecen, transcurren durante las distintas negociaciones que el sector perjudicado por los despidos hace ante diversas instancias institucionales y privadas para evitar que la cesantía se torne irreversible. La trama se desarrolla satisfactoriamente, aunque a veces con cierta sobreabundancia, pero es evidente el fin didáctico de este tratamiento. Queda siempre muy claro que lo que los empresarios llaman imposiciones del mercado -o sea que los despidos se producen porque los obreros producen a un costo que no es competitivo- es solo una máscara, una mentira detras de la cual se esconde el deseo desenfrenado de aumentar de forma sideral las ganancias, sobre todo por presión de los accionistas de la compañía.
En ese sentido, el film es clarísimo, aunque la historia tenga matices propios del país donde se hace. Hay rasgos específicos de cómo se ejerce el sindicalismo en Francia, que tienen que ver con una larga tradición de lucha del proletariado y una fuerte propensión a defender sus derechos a capa y espada. No hay para comprobarlo más que observar el actual caso de los chalecos amarillos y su gran persistencia. Eso a pesar de todas las contradicciones que les pueda achacar al movimiento. Pero, en su detallada visión de los hechos la película refleja lo que ciertamente hoy constituye una tendencia universal del capitalismo globalizado: priorizar sobre todo la rentabilidad, incluyendo como una variable clara de ajuste de ese propósito la precarización cada vez más ostensible de los trabajadores e incluso el despido del obrero que en la mayoría de los casos significa la desocupación por el resto de sus días. Eso en la Argentina de hoy se ve con mucha claridad. Este tratamiento vale tanto para un país periférico como para uno hegemónico como es Francia. Los obreros y los pobres son un sector para el cual los poderosos han apagado cualquier indicio de sensibilidad en estos días. La única diferencia en su comportamiento tal vez sea que el Estado francés y sus políticos muestran una cierta disposición a escucharlos -aunque sin pelearse nunca con los empresarios alemanes e incluso aceptando su derecho a cerrar la fábrica-, conducta con seguridad que no exhibirían si actuasen en otro país. Y eso es simplemente porque tienen que convivir todos los días con ellos y necesitan sus votos. La misma Alemania acepta en su territorio derechos que no convalidaría en un lugar donde están sus empresas.
Acaso el fragmento más débil de la historia sea su final. En su intento de reflejar hasta dónde puede llevar la desesperación a un hombre que se queda sin trabajo -y en el caso del personaje de Laurent con su integridad moral herida debido a que algunos de sus compañeros acusan de haberlos llevado a la derrota con su intransigencia-, el film apela a un desenlace terrible que no por impactante deja de ser algo forzado, injertado como un gran golpe de efecto. Más allá de esto, hay que rescatar de este trabajo por su poderosa ilustración de lo que es el egoísmo de cierto modelo de hombre que encarna el neoliberalismo, capaz en su ceguera de arrasar con todo con tal de cumplir sus fines. En contraposición a ese arquetipo, la figura de Laurent, el líder sindical que encabeza la rebelión, es la de un hombre totalmente entregado a su deber ético, que es el defender a sus compañeros a ultranza. Su lucidez y nobleza hacen recordar a dirigentes como Agustín Tosco y otros representantes destacados del sindicalismo de este país, que hoy, si bien existen, no abundan. Otra virtud de la película es el rubro de las actuaciones. La de Vincent Lindon es descollante, posiblemente la mejor de todas las que le hemos visto por la profundidad de su composición psicológica y emocional. El elenco que lo acompaña expone también mucha convicción.