Dolor y gloria
Dolor y gloria. España, 2018. Guion y dirección: Pedro Almodovar. Intérpretes: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Cecilia Roth, Raúl Arévalo y otros. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. Dirección de arte: María Clara Notari. Diseño: Juan Gatti. Duración: 113 minutos.
Con 45 años de carrera a cuestas y una filmografía que supera los 20 largometrajes, el español Pedro Almodóvar es desde hace mucho tiempo un director consagrado y admirado por la audiencia de infinidad de países. Habrá que consignar que en Francia -donde, en el conocido Festival de Cine de Cannes, Antonio Banderas recibió el premio a la mejor actuación por su papel en la película- el film superó en espectadores por varios días a Avengers: Endgame, la última de las entregas sobre el universo Marvel, una de esas superproducciones taquilleras y plenas de efectos tecnológicos destinadas a captar al público masivo. Lo interesante de Almodóvar es que, además de éxito que obtiene, tiene talento, una capacidad de filmar que a lo largo del tiempo se fue refinando cada vez más y ha generado películas más maduras y profundas, sin traicionar nunca su estilo, que ha sido y es muy personal.
Después de su anterior éxito, Julieta, su nueva película, Dolor y gloria, nos propone la historia de un director de cine que se encuentra en el ocaso de una carrera que tuvo momentos de mucho suceso y hoy se encuentra frente a un bloqueo creativo que se extiende a una crisis afectiva y física. Todo lo cual le produce tanto depresión como intensos dolores en el cuerpo debido a los trastornos que la edad le han provocado en su columna. No hay duda que ese director, Salvador Mallo en la ficción, es un alter ego de Almodóvar, pero como ocurre siempre en cine y en la literatura lo autobiográfico es un punto de partida que luego se diluye en el vuelo que la imaginación va provocando en el proceso de invención de la historia. Por eso, el mismo manchego ha dicho que el personaje tiene cosas de él pero que no debe ser identificado literalmente con su propia persona. Dicho esto, y descontando que la obra de este creador tiene siempre elementos autobiograficos, muchos coinciden en que es una de las más personales y también de las mejores entre sus múltiples títulos, tal vez la mejor.
La trama muestra al director en una etapa en que su falta de actividad filmográfica -ha abandonado los sets hace algunos años- y sus afecciones tanto físicas como psicológicas lo sumen en una virtual parálisis de acción. Es así que, mientras realiza algunas sesiones de natación para relajarse o toma medicamentos para paliar sus dolores, se introduce en largas evocaciones, sobre todo de su infancia con la madre (Penélope Cruz en la juventud, Julieta Serrano en la vejez) en el pueblo valenciano de Paterna allá por los años sesenta, que fueron los más felices de su vida y donde conoció por primera vez la aparición del deseo. Mientras pasa así sus horas, un día su amiga y asistente (Nora Navas) le comenta que la Filmoteca de Madrid ha decidido presentar una nueva copia de su película Sabor, que hizo 32 años atrás y que le costó la separación de una pareja que tenía en ese entonces, el actor Alberto Crespo (Asier Etxeandia). La ocasión es una buena oportunidad, como lo propone la Filmoteca para el día en que se proyecte la película, de juntar al director y su ex amante para que dialoguen con el público.
Lo restante no lo comentaremos porque es adelantar toda la trama de una película que debe ser vista y disfrutada paso a paso a través del viaje que propone. Pero es claro que la película constituye un ajuste de cuentas de Almodóvar con varios de los temas que en su madurez lo obsesionan como persona y creador: el paso del tiempo, los amores perdidos, la nostalgia sobre tiempos que se considera fueron mejores -al respecto Almodóvar ha expresado que el personaje comparte con la época actual cierta cualidad degenerativa que entristece y no da motivos para ser muy optimista-, una relectura en fin de lo que ha sido la vida de un creador, con sus aciertos y fallas, y la posibilidad de resignificar lo vivido a través del reencuentro con los viejos amores y las personas que se ha querido para de ese modo reintroducirlos serenamente en el alma y gozar de lo que tuvieron de bueno para uno. En ese aspecto, la película tiene algunos pasajes antológicos por el sincero desnudamiento del alma del protagonista, de sus errores, pero también de su conmovedora necesidad de reconciliarse con lo que amó y perdió. Una de esas escenas es con la madre en su vejez, poco antes de su muerte, cuando ambos se reprochan amorosamente lo que han considerado defectos del otro. El dolor que deja en el protagonista la pérdida de su madre es algo que ningún hijo que haya amado con esa intensidad a su progenitora dejará de sentir como propio.
La otra escena parecida es el encuentro con Federico (Leonardo Sbaraglia), una relación que Mallo tuvo en los años ochenta, tiempo de la movida en España, y que se desbarató, entre otros motivos, por efecto de la droga. Ese personaje, que consumía sin parar heroína (caballo la denominan en el guion), siente la necesidad de escaparse en un momento de Madrid para salvarse de ese flagelo y rompe el vínculo. Después viaja a Buenos Aires, donde reconstruye su vida. Ese pasaje, como otros de la película, muestran los peligros del consumo de ese producto, que según dijo Almodóvar en un reportaje nunca consumió, pero que fue para muchos en su generación como un verdadero Vietnam, una guerra que aniquiló la existencia de muchos de sus amigos y seres queridos. En ese sentido, el guion del film, a pesar de su aparente sencillez, tiene una fina complejidad y sutileza que le impide caer en los golpes bajos o los fuertes subrayados. Almodóvar filma hoy mejor que nunca y no se priva incluso de hacer homenajes a sus realizadores preferidos tomando aspectos de su enseñanza y aplicándolos a su propia poética.
La luz, los efectos sobre la pantalla (esos efectos de los colores en la presentación que parecen un hervidero de lava multicromática a punto de estallar), ayudan en toda instancia a fortalecer lo que el director quiere expresar. Y, como en muchas otras ocasiones, las actuaciones son realmente memorables. La de Banderas, en su octava intervención en un largometraje de Almodóvar, es de una profunda calidad emotiva, una demostración virtuosa de contención para darle más fuerza al retrato de un hombre que sufre un gran dolor pero que lucha con su pudor para que no se note demasiado. Muy merecido el premio de Cannes. La Serrano y la Cruz, en las dos versiones de la madre, maravillosas. Pero muy bien también Leonardo Sbaraglia, que da mucha hondura a su corto pero recordado papel, y lo mismo Asier Etxeandia como Alberto Crespo. Hasta Cecilia Roth se luce en una aparición episódica. Un trabajo para ver, de potente carnadura humana.