Somos una familia
Con pocas semanas de diferencia con Nuestra hermana menor, que era de 2015 pero se estrenó aquí a fines de 2018, Buenos Aires vuelve a disfrutar una nueva película del muy talentoso director de cine japonés Hirozaku Koreeda (algunos escriben Kore-eda), nada menos que el largometraje que recibió la Palma de Oro a la Mejor Película en el Festival de Cannes de 2018: Somos una familia, título que en otras versiones en castellano se ha designado como Asuntos de familia y que para la distribución comercial llevó en nombre de Shoplifters (“ladrones de tienda”). Los lazos familiares son para el realizador nipón un tema central en su larga saga creativa, como lo prueban Nadie sabe (2004), Un día en familia (2008), De tal padre, tal hijo (2013) o Después de la tormenta (2016). Por lo general, sus historias giran en torno a familias de clase media y clase media baja. En la nota anterior de esta revista comentando Nuestra hermana menor hay una buena cantidad de información sobre este prolífico director que no repetiremos y que puede consultarse si se quiere ahondar en su itinerario como creador e incluso sus próximos proyectos.
La novedad de este film es que su peripecia transcurre en el interior de una familia pobre. Una familia muy particular cuyos integrantes, además de no tener lazos sanguíneos seguros, sino adoptivos, se ocupan en empleos bastante precarios e inestables y ayudan a la economía del grupo robando en los supermercados o tiendas de mercaderías. A veces lo hacen por puro deporte, pero en la mayoría de los casos por necesidad porque, como lo ha manifestado el director en una entrevista, el nivel de pobreza en Japón creció varios puntos y el número de gente que necesita asistencia social aumentó drásticamente, un fenómeno que no es exclusivo de las naciones castigadas por el subdesarrollo sino que se ve incluso, y cada vez más como resultado de las políticas neoliberales, en sociedades más poderosas como es el caso de este país. En ese sentido, es claro el propósito de Koreeda de visibilizar esta situación y mostrar los factores que han conducido a los pobres a estar cada vez peor, a fin de que el espectador pueda tener una visión completa de esa realidad.
Lo inteligente del director es que va presentando todas las situaciones relacionadas con esta familia con una mirada que ofrece al público la posibilidad de analizarlas desde puntos de vista doble, ambiguos, que le exigen sacar sus propias conclusiones. Nunca hay un discurso unidireccional ni simple. Esta familia, formada por una abuela, una madre, una hermana de ésta, un padre y un hijo, se amplía el día en que todos, después de ciertas dudas, deciden adoptar una niña cuyos padres han dejado abandonada en medio del frío invernal y con riesgo de muerte. Sumada como sexto integrante, esta niña de cinco años, Yuri, flaca, tímida y con signos de haber sido maltratada, muy pronto encuentra en este núcleo extraño de ladronzuelos y personajes afectuosos un ambiente reconfortante, a pesar de lo minúsculo que resulta el lugar, y estimulante para su recuperación física y emocional. Sin embargo, Koreeda no construye a esos personajes con una visión angelical: son seres generosos, comprensivos y altruistas en ocasiones, pero en otros muy interesados e inclusos decididos si es necesario a llegar al crimen si sus necesidades lo requieren o a mirar hacia otro lado si una emergencia los pone en riesgo.
Koreeda evita siempre la compasión o el exhibicionismo voyeurista en la descripción de la vida de esa familia, pero también el esquematismo en sus enfoques, con el propósito de que la vasta paleta de colores en el dibujo de caracteres y conductas de los personajes ayude al espectador a hacerse preguntas y dudar ante cada situación. Y si es posible sacar también conclusiones más profundas que las ofrecidas por los prejuicios o los clichés. Respecto de los lazos de sangre o de adopción, por ejemplo, preguntarse si es mejor ese hogar transgresor e inseguro para Yuri o el más estable pero maltratador de la madre y el padre que no han querido tenerla, como se les escucha decir. O, en el caso de la abuela, con Aki, una de las dos hermanas de la película, interrogarse si esa ternura que le dispensa es verdadera o un mero interés por una beneficio que saca por tenerla. O ambas cosas conviviendo. Lo mismo respecto a Nobuyo, el padre supuesto de Shota (el chico de trece años de la familia) si cumple realmente su rol cuando dice hacerlo o lo lleva a cabo en el momento en que decide romper con él. Somos una familia no dejará de hacer pensar ni un minuto al espectador, ni de emocionarlo con su extraordinario humanismo, con su planteo inteligente y nunca distante respecto a sus criaturas, pero tampoco complaciente.
La filmografía japonesa clásica y actual ha entregado al séptimo arte infinidad de joyas que están entre lo mejor de la producción universal. Y respecto de Koreeda hay que decir que es el responsable de uno de los mejores cine de autor de la actualidad, de una sensibilidad superior, agudo, que no hace concesiones en la pintura de la realidad, pero que no cae como muchos otros realizadores en el nihilismo o el discurso pesimista. Siempre hay en él, cierta luminosidad, que parece abrir un espacio respirador hacia el futuro, tal vez por efecto de pertenecer a una cultura que, como la japonesa ha apostado, siempre al esfuerzo y la obstinación, y se ha levantado cuando lo necesitó sobre las cenizas de sus errores, desgracias o catástrofes. O por pura convicción de que no sirve vivir sin esperanza.