Sieranevada
Sieranevada. (Rumania/Francia, 2016). Guion y dirección: Cristi Puiu. Fotografía: Barbu Balasoiu. Diseño de producción: Cristina Barbu. Edición: Ciprian Campoi y Letitia Stefänescu. Música: Bojan Gagic. Intérpretes: Mimi Branescu, Bogdan Dumitrache, Catalina Moga, Judith State, Diana Dogaru y otros. Duración: 173 minutos.
Conocido sobre todo por La noche del señor Lazarescu y Aurora, dos películas que tuvieron muy buena repercusión en el consagratorio Festival Internacional de Cine de Cannes, Sieranevada es el quinto largometraje del excelente director rumano Cristi Puiu. Este film, como los dos anteriormente mencionados, participó también con mucho éxito en 2016 en el referido festival en 2016, esta vez sin embargo en su competencia oficial, a diferencia de los otros que lo habían hecho en la muestra paralela denominada Un Certain Regard. Puiu es considerado por muchos, y precisamente por La noche del señor Lazarescu, como el inaugurador de una nueva etapa del cine de su país, un período realmente productivo y rico en realizaciones de mucho valor artístico. Y, en verdad, no hay exageración alguna cuando se alaban las cualidades cinematográficas de las obras de este director, que recién tiene cincuenta años y un camino auspicioso para seguir creando en el futuro, aunque él haya dicho que si no filma no se hace muchos problemas pues vuelve a la pintura, que es su amor originario y al que no ha renunciado.
Sieranevada (que en realidad es la manera en que se pronuncia Sierra Nevada en rumano) describe la reunión de un clan familiar para rendir homenaje a su jefe que ha fallecido hace pocas semanas. En Rumania es costumbre este tipo de honores que deben realizarse unos cuarenta días después del fallecimiento de la persona, tomando como base la creencia cristiana de que el alma de los muertos permanece libre durante ese tiempo y los vivos pueden aún decirle adiós. El film comienza un sábado con la llegada al departamento de su madre de Lary, un médico de unos cuarenta años algo descreído ya de las bondades del mundo, junto a su esposa. Y es ahí que asiste a todos los sucesos que la película expone del día en que se realiza el homenaje al difunto. Lary parecería expresar más que otros personajes el punto de vista del director, pero debe tomarse en cuenta que Puii, como lo ha dicho en una entrevista, ha intentado que la cámara trabajara como si fuera mirada por el muerto reciente, como si fuera él quien está observando los eventos de ese sábado.
A través de esa historia, cuyo itinerario la cámara refleja siguiendo a los personajes y los acontecimientos sin trasladarse físicamente, apenas girando sobre su propio eje, Puiu compone un fresco excepcional de lo que es la sociedad rumana actual. Por medio de largos planos-secuencia, el ojo de la cámara se detiene y capta los largos y reveladores diálogos de la docena de seres que ese día concurren al homenaje y también de sus movimientos y estados de ánimo dentro de un departamento de escasas dimensiones, que incluyen un recibidor, una cocina, un living y dos dormitorios. En esos espacios se van produciendo todas las escenas y situaciones de este encuentro que incluye desde las discusiones más serias sobre la política del país e internacional, hasta los más triviales comentarios sobre aspectos de la vida cotidiana, entre los cuales no pueden dejar de estar los pases de factura por viejos rencores o la exposición de alguna que otra infidelidad de algunos de los concurrentes.
Todo tratado con una profunda ironía, que rocía de un humor de alto refinamiento a las distintas secuencias. Y eso mientras los concurrentes, con un hambre descomunal, esperan para poder lanzarse a comer la llegada del cura para bendecir la casa y los objetos que usaba el muerto, entre ellos un traje que debe ponerse uno de los invitados para simular que éste presencia el ritual que se hace en su memoria. Una a una las escenas son sumamente graciosas, algunas desopilantes, pero sin que el tono de comedia –a menudo dramática- pierda el sentido de lo entrañable (Puiu considera al humor como una expresión de amor) ni hondura. Algo como Esperando la carroza, pero con mucha mayor sutileza en sus observaciones, en sus apuntes psicológicos, en las pinturas de los rasgos de identidad. La puesta en escena del director moviendo a esos doce personajes como en una obra de teatro, pero en un espacio mínimo, es una proeza que no suele verse con frecuencia en el cine. Y el elenco es de una capacidad interpretativa superlativa. La mayor parte de ellos son actores teatrales muy reconocidos en Rumania.
Puiu prueba cómo puede hacerse cine de la vida cotidiana sin hacer costumbrismo superficial, pero sin caer tampoco en lo discursivo ni en el cine de tesis. Es verdad que para algunos espectadores –ya poco habituados a los largometrajes de duración mayor a lo común, salvo si tienen efectos especiales- el film puede resultar algo extenso, pero debemos decir en defensa del director que no hay ni un minuto de la película que sea no pensado y no obedezca a un propósito estético deliberado. Por otro lado, y a través de estrategias que pueden pensarse como de comedias, Puiu logra ofrecer un retrato formidable de la sociedad contemporánea, no solo la rumana (a la que describe con precisión) o la europea, sino la de todos los países en los que las prédicas de los discursos hegemónicos han logrado introducir en las conductas de los ciudadanos increíbles divisiones o dogmatismos que solo obedecen a factores emocionales o meramente irracionales y no al desarrollo de pensamientos críticos, como debería ser.
En una entrevista el realizador decía: “Juntar a dos personas y que hagan algo juntos ya es difícil. Ni siquiera hablo de una familia, sino de hacer películas.” Se trata de sociedades cuyos integrantes –al menos muchísimos de ellos- carecen del deseo de unirse en una identidad común altruista, aferrados como están a la fórmula del “cada uno para sí mismo”. Pero que, al mismo tiempo que ese egocentrismo empobrecedor, sufren la incapacidad de aceptar la incertidumbre de lo real y se apegan a distintos espejismos que venden los mercaderes de turno del poder. Por esa razón, los espectadores argentinos que vean Sieranevada de algún modo la sentirán extraordinariamente familiar.