Proyecto Florida
Considerado entre los realizadores norteamericanos más talentosos entre los que frisan entre los cuarenta y cincuenta años y asociado habitualmente al cine indie (que se podría traducir como independiente, aunque a menudo se subraya que entre ambas denominaciones además de muchas similitudes hay diferencias), Sean Baker, nacido en Nueva Jersey, educado en Nueva York y radicado por trabajo en Los Ángeles, es un creador de los que ha aportado una mirada original a la filmografía de aquella nación, como lo demuestran películas como Startlet, The Prince of Broadway, Tangerine y ahora Proyecto Florida. Una filmografía que explora con profundidad en las zonas más marginales de la vida norteamericana, pero sin apelar nunca a los golpes bajos ni a una ética de la denuncia explícita, si bien aquello que narra siempre deja en claro la intensa soledad de las criaturas que sobreviven en ese mundo.
Proyecto Florida cuenta la historia de una nena y su joven mamá, que se alojan en un hotel económico de la zona conocida como Kissmmes, a escasa distancia de Orlando, Florida, y su feérico centro turístico de parques temáticos. A pesar de esa proximidad nadie nos contará un cuento de Disney, sino todo lo contrario: el desamparado retazo de vida de distintos personajes que se parecen más a sobrevivientes que a seres de vida tranquila. Personas que desafían la posibilidad subsistir cada día buscando sustento en las más variadas actividades, con frecuencia sin lograrlo. De algún modo, y como lo ha confesado él mismo, el director está contando, en la cotidianeidad de algunas de esas historias individuales que ocurren en ese hotel, irónicamente denominado Magic Castle, cómo funciona la realidad de un sector cada vez mayor de la sociedad norteamericana al que el sistema expulsa regularmente del sistema. Los hidden homeless (los sin techo ocultos), son un botón de muestra de ese sector, cuyos miembros viven mudándose de hotel en hotel con todas sus pertenencias a cuestas, porque en determinado momento no pueden pagar más su estadía y deben trasladarse a otro lugar.
Halley, una chica que apenas ha traspuesto los veinte años, y Moonee, su avispada hija de seis años, visibilizan de algún modo ese fenómeno. La joven logra apenas el dinero necesario –y en ocasiones no- para pagar el alquiler y conseguir que la echen. Vende perfumes falsos a los turistas y a veces hasta se prostituye o perpetra algún acto ilegal. Siempre está en el borde la ley, a la más de una vez ha infringido. Su hija, que atraviesa una edad en la que se supone todo debería ser inocencia, es una niña totalmente informada de las reglas del ambiente y sabe adaptarse a ellas y aplicarlas con una facilidad asombrosa, mucho más a los seis años. La calle es para ella una verdadera escuela para desarrollar su astucia. Como líder de un grupo de niños del complejo se dedican además a cometer toda clase de travesuras, algunas realmente peligrosas como es el incendio de un edificio abandonado. Pero la madre no asume, tal vez por ignorancia o por convicción de que ella debe ser formada así, que esa niña debe ser más protegida, incluso de sus propias diabluras. Esta última hipótesis parecería ser confirmada por la escena en que ambas se presentan al buffet de un hotel –en el que no son huéspedes- y se gratifican con un banquete de platos deliciosos y luego se retiran sin pagar.
Además de tener un muy buen nivel técnico y ser narrada incluso en un borde donde hay siempre como una leve tensión, la espera de que algo grave ocurrirá, la película tiene un rubro particularmente fuerte en las actuaciones. Es extraño, se diría, porque solo hay una figura estelar en el elenco, que es Willem Dafoe, que encarna a Bobby, el cuidador del edificio y un tipo afable que trata de ayudar a todos, y el resto son casi todos actores con poca o ninguna relación profesional frente a una cámara de cine, empezando por Bria Viniate (Halley) y la niña Brooklynn Prince (Moonee), que realizan en ambos casos trabajos extraordinarios. Y esta decisión de hacer un casting con personas de estas características no fue una impuesta por la falta de presupuesto financiero, sino una elección estética de Baker, que creía favorecería el clima y la verosimilitud de la película. Una apuesta fuerte, que aun teniendo a un actor de la talla de Dafoe, podría haber salido mal. Pero por fortuna no fue así. Una película realmente para ver, aunque deja, sin duda, un sabor amargo. Más o menos como la realidad diaria, acá pero también en muchísimos lugares del mundo.