Paterson
Poema filmado bajo una forma cinematográfica o cine concebido en clave poética, tanto una como otra definición se acomodan a lo realizado por Jim Jarmusch en su última película, aunque el director norteamericano supone que la última es la más acertada. Y es así, sobre todo, porque la presencia del universo de la poesía como tema central de esta obra, no le impide a Jarmusch seguir haciendo un cine que despliega muchos de los mejores recursos de ese género, varios de los cuales el realizador viene utilizando desde hace años en su filmografía, una de las más originales y atractivas de su país. Recursos todos puestos aquí al servicio de esa visión, de esa historia que tiene por protagonista a un poeta.
No un poeta famoso, sino un joven conductor de ómnibus que dedica parte de su día a escribir versos. Ese chofer, protagonista de la película, se llama Paterson, igual que la ciudad donde vive, en Nueva Jersey, y que fue cuna del gran poeta norteamericano William Carlos Williams, autor de un poema editado en cinco volúmenes que lleva precisamente por título Paterson. Ninguna de esas duplicaciones ni otras que se ven en la película son casualidad. A través de un dispositivo, que en parte imita al de la poesía (parir desde la materialidad concreta de las palabras, o sea desde lo que se denomina significantes, distintos contenidos posibles, latentes o virtuales en ellas y que la imaginación irá configurando), Jarmusch describe la plácida vida de un pueblo cuya rutina parece siempre idéntica a sí misma, pero que, sin embargo, una y otra vea muestra pequeñas novedades, diferencias, expansiones insólitas o inesperadas.
Paterson, el conductor se levanta cada día muy temprano, alrededor de las seis, y luego de desayunar unos cereales con leche, se dirige a la terminal de autobuses donde iniciará el recorrido por la ciudad que realiza todos los días. Ahí al ubicarse en su asiento comenzará las primeras estrofas de un verso que escribe en un simple anotador en blanco. Ese poema seguirá creciendo a lo largo de la jornada durante la hora de su almuerzo, que transcurre en una plaza de la ciudad, o en otros momentos en los que Paterson recoge no solo lo que le dictan su imaginación o sus recuerdos, sino también las reverberaciones de los hechos que surgen durante la travesía: las conversaciones entre distintos pasajeros, la alusión a dos gemelos parecidos pero disímiles, los saludos de las mañanas de sus compañeros de trabajo, que arrancan siempre con las mismas frases, pero dando lugar a distintos relatos, como si fuera el agua de una cascada que cada día provoca una reacción dispar en la piel.
A través de esa pintura y de la que se hace de muchos otros episodios (como los diálogos con su mujer, las prendas de vestir que ella confecciona o las decoraciones que fabrica para la casa; los paseos en los que sale a pasear a su perro, un bulldog malhumorado; sus visitas nocturnas a un bar de su barrio), Jarmusch va construyendo una mirada sensible de esa vida lugareña, de ese ámbito humano que, como las horas de la naturaleza, nos provee de manera constante formas que se parecen mucho a las previas, pero conllevan también el sello de lo que las distingue. Admirador confeso de muchos poetas (Rimbaud, Baudelaire, Walt Whitman o Emily Dickinson) y él mismo creador de poemas que dice no mostrar salvo a su maestro, David Shapiro, el cineasta norteamericano replica a su manera esa elegía escrita por William Carlos Williams en su libro Paterson, pero de una manera menos abstracta.
De ahí que los versos del conductor estén escritos de una manera sencilla, pero nunca superficial, de una forma que nunca renuncian a ese propósito de la buena poesía de alcanzar horizontes de significación distintos a los del contenido corriente. Los siete poemas que el chofer Paterson escribe para la ficción pertenecen al ensayista y poeta Ron Padget. Con una excepción, los versos que una niña de once años lee a Paterson, que imitan los ritmos y formas de Williams. Para el papel principal de la película, Jarmusch ha elegido a un actor de rasgos fuertes y especial encanto, que condensa en su espíritu el de todo ese lugar, pero llevado a un nivel mucho más lírico y casi bucólico, como si estuviera en un sitio del planeta extirpado de la violencia de estos días y de su propio país. A su lado, como Laura, su esposa, no tiene menos calidez y gracia la actriz iraní Golshifteh Farahani, a quien los seguidores de Abbas Kiarostami han visto ya en la película Shirin. En cuanto a Jarmusch (Bajo el peso de la ley, Extraños en el paraíso, Solo los amantes sobreveviven, El camino de samurái y otras) ratifica su extraordinario talento, en este caso por un camino donde la poesía es dueña y soberana, donde su lenguaje creador dibuja las utopías, los universos que el hombre ha soñado a lo largo del tiempo y que, por una y otra razón, su propio accionar ha traicionado en el planeta, aunque pueda sostenerlos en ese minúsculo territorio real o ficticio ideado por Jarmusch.