Paraíso

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Paraíso. (Ray. Rusia/Alemania, 2016). Dirección: Andréi Konchalovski. Guion: Andréi Konchalovski y Elena Kiseleva. Fotografía: Aleksandr Simonov. Música: Serguei Shustitski. Intérpretes: Julia Vysotskaya, Christian Clauss, Philippe Duquesne, Jakob Diehl, Peter Kurth. Duración: 130 minutos.

Tres personajes, que se van alternando uno después que otro, cuentan sus particulares historias en una entrevista que parece ser un interrogatorio. Los toma una cámara en blanco y negro en un formato antiguo, que parecería casero y que de tanto en tanto tiene saltos de imagen o sonido. Hablan con tranquilidad, a pesar de que las referencias a los sucesos que debieron enfrentar no son gratas, pero no están al parecer forzados. ¿Quién o quienes los interrogan? No se sabe, pero se sabrá. Ese relato se combina con distintos pasajes, que son los más extensos de la película, con el desarrollo de la historia que esos tres seres humanos exponen. Las personas son: Jules, un jefe de policía francés bajo la ocupación de los nazis; Olga, una princesa rusa que escapó de la revolución bolchevique y ahora se ha sumado a la resistencia francesa contra los invasores teutones; y Helmut, un joven alemán miembro de la nobleza ya en extinción en su país, que se suma como oficial de las SS a las tareas que ésta realiza en los campos de concentración. Todo ocurre en las postrimerías de la segunda guerra mundial y el eje alrededor del cual se va tejiendo la trama es Olga.

        El primer fragmento de esos hechos está dedicado a Jules. Como jefe de la policía en una zona de Francia recibe un día la información de que han sido detenidas dos mujeres que intentaban proteger a dos niños judíos. Al día siguiente, el funcionario convoca a su oficina a una de ellas que es Olga y le señala que debe denunciar a otros miembros de la resistencia a la que la acusan de pertenecer. Jules, que es un buen padre de una familia formada por su mujer y un hijo, se siente atraído por esa ex aristócrata, por sus maneras finas, pero le comenta que si no da información la van a torturar como a otros prisioneros. Y ella, para salvarse del dolor, le propone entregarse a él. Coordinan encontrarse en un almuerzo al día siguiente en esa oficina, pero se produce un hecho imprevisto que frustra la cita.

        El segundo fragmento, que es el más largo, muestra a Olga ya en un campo de concentración y viviendo en condiciones penosísimas. A él llega Helmut, a quien el propio Heinrich Himmler, uno de los máximos jerarcas del régimen nacionalsocialista, un poco embelesado por los aires nobles del joven, envía en misión a ese campo para terminar con una ola de corrupción que, según sus fuentes, acosa al centro de reclusión y exterminio. Resulta que Olga y Helmut se habían conocido en tiempos mejores disfrutando de unas vacaciones de ensueño en Italia y habían tenido un fugaz romance, que Helmut intentó reanudar a través de una larga serie de cartas que ella nunca contestó. En ese sórdido lugar reanudan su relación, él vuelve a enamorarse y ella acepta su protección como una manera de poder comer mejor y salvarse de a ratos de las inmundas condiciones de las barracas que habitan los prisioneros. Este es el núcleo principal de la historia de la que no es conveniente explicar más para no anular el interés del posible espectador. Es verdad también que, los huecos que deja ese relato central Konchalovski cuela otros hechos (el reencuentro de Helmut con un viejo amigo que ahora parece un fantasma de lo que fue; la aparición en el lager de los dos niños que Olga intentó salvar; la relación con una mujer que es la líder de la barraca en que viven con la que ella tendrá un gesto que la redime), que dan mayor interés a lo que se cuenta y evitan una concentración excesiva de la fábula en los personajes protagónicos.

        Konchalovski es un excelente director de cine del que conocemos ya películas como La casa de los engaños, El primer maestro, Las gallinas de los huevos de oro, Escape en tren, Los amantes de María y Siberiada, entre otras. Formado en la gran escuela de cine soviético y hermano nada menos que de Nikita Mijalkov, sabe filmar muy bien y en ocasiones con una gran exquisitez. Sobre los campos de concentración, sus víctimas, victimarios y atrocidades se han rodado decenas de películas. El cineasta ruso, como lo expresó en una entrevista, intentó ofrecer una visión del Holocausto que no fuese banal, una reflexión que profundizara la mirada sobre el mal, sin vulgarizarla con estereotipos, y, de modo particular, sobre las estrategias que suele desarrollar los seres humanos en las situaciones límites con tal de salvarse. Allí todo es posible en las víctimas para no perder la vida, desde las conductas indignas hasta otras donde asoman gestos de grandeza ética. Konchalovski, entre otros asuntos, quiso hacer un homenaje a muchos inmigrantes que arriesgaron sus vidas durante el nazismo para salvar a niños y otras personas del furor homicida de sus perseguidores. Esa fue y suele ser también, junto al ejercicio del mal, otra de las caras posibles de las guerras

      Del mismo modo que esa mirada, otro aspecto interesante en esta película es el retrato de dos de los represores: el jefe policial francés y el joven Helmut. El primero es un tierno padre de familia, al que sin embargo no le tiembla la mano –aunque no le caigan bien los alemanes- a la hora de cumplir sus órdenes con tal de sobrevivir. La vida está para él por encima de cualquier consideración ética. El oficial alemán repudia a sus pares corruptos y llenos de violencia, pero como ellos ama la fuerza de los poderosos, de los que mandan y triunfan, al punto que le dice a Olga, cuando la derrota está sellada para los alemanes, que Stalin es un genio. Y actúa con la convicción de que procede con bondad. Ha sido educado para estar del lado de los vencedores y no retrocede nunca frente a ese mandato, aunque en su existencia pueda mostrar cierta sensibilidad por la música de Brahms o los literatos como Chejov. Es como esos nazis que podían estremecerse con una sinfonía de Beethoven mientras a pocos metros en las cámaras de gas se exterminaban a miles y miles de seres humanos. Así es de compleja la naturaleza humana.

     La actuación de los intérpretes es, por otra parte, inobjetable. Y aunque la película en algún momento pueda resultar morosa –en especial por los relatos frente a cámara- merece ser vista, sin lugar a dudas. Bueno, no hay que olvidar tampoco que el cineasta ganó en el Festival de Cannes de 2016 fue el León de Plata al mejor director, galardón que no es poca cosa y que, además, se suma al que recibió como mejor película en el mismo encuentro en 2014 por el largometraje Las noches blancas del cartero  Alexéi Triapitsin.

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