Neruda
Director chileno cuyo prestigio creció en forma notable en los últimos años, Pablo Larraín dio a conocer la mayor parte de su filmografía en la más reciente década. Como un creador preocupado de exponer aspectos de la identidad histórica de su país, luego de su ópera prima, Fuga (2006), este realizador fue mostrando, a un ritmo de casi una película cada dos años, cinco largometrajes más: Tony Manero (2008), que trata el clima de temor y violencia durante el régimen dictatorial de Augusto Pinochet; Post Mortem (2010), sobre el golpe de Estado de 1973; No (2012), acerca del plebiscito que selló la derrota del pinochetismo en las urnas en 1988; y El club (2015), un retrato que refleja la pérfida protección que la Iglesia Católica brinda a un grupo de sacerdotes que han cometido distintos crímenes, entre los que se incluyen los de pedofilia.
Neruda (2016) es su sexto largometraje, cuya muy buena repercusión en algunos festivales, entre ellos el de Cannes, el cineasta saborea mientras espera que su séptima película, Jackie (2016), la primera que filmó para Hollywood, compita y saque algún premio en la famosa ronda de los Oscar. Lejos de ser una biografía tradicional, o lo que se conoce como biopic, el film que lleva por título el apellido artístico de uno de los más grandes poetas de todos los tiempos y Premio Nobel de Literatura de 1971, Pablo Neruda (aunque su verdadero nombre era Ricardo Neftalí Reyes), es un trabajo que, tomando un hecho real de 1948, se sirve de él para moverse con libertad dentro de un amplio lienzo de variantes que exceden esa referencia y le permiten reflexionar sobre temas que, obviamente, forman parte de las obsesiones artísticas del realizador y su guionista: la construcción de la verdad y sus lazos con la ficción, la meditación sobre lo que es la propia construcción narrativa, los misterios de la identidad, el compromiso intelectual con un ideal y sus fisuras en la conducta diaria, los mitos fuera de sus pedestales de bronce.
Es evidente que Larraín quiere presentar a un Neruda de carne y hueso, humanizado, a marcada distancia de la leyenda. Y con este propósito muestra a un hombre que, junto a su fuerte adhesión a la causa comunista, nunca abandonó cierta vanidad o “espíritu burgués” que lo hacían insoportable para sus enemigos de clase alta que no veían como un advenedizo llegado de la pobreza, ni tampoco las prácticas de un hedonismo militante, que la película, tal vez con regodeada insistencia, muestra en sus visitas a los burdeles donde disfruta tanto el champagne como de la atención privilegiada de las putas. Pero, nada de esto es una novedad para quien haya leído biografías o trabajos sobre de su vida, que no faltan por cierto y que el film presenta como un rasgo preponderante de su vida. Y ese rasgo es, por otra parte, una marca –esa y varias otras- de muchísimos artistas de esa época y de ésta. Y cuyo conocimiento permite juzgarlos con más profundidad, más integralmente. Y ver lo que es ya un hecho reconocido y extendido: que la mayoría de las grandes las grandes obras de arte surgen, con frecuencia, de personalidades contradictorias, cruzadas por incoherencias y egoísmos. Y que esos rasgos muchas veces, como era el caso de Neruda, marchaban al lado de otras virtudes muy rescatables y que no se circunscribían solo en el plano estético. Por eso, en ese punto la película no agrega nada que no se sepa y por momentos, tal vez en el afán de mostrarse hechizados con el personaje –cosa que no siempre logra-, se permite algunos sarcasmos de perdonavidas. Tal vez una mayor intento de investigar en su pasado le hubiera dado al personaje otra hondura, pero, claro, hubiera sido ya otra película, no la que quería Larraín.
El hecho histórico que la película adopta como pretexto para desarrollar la trama con sus distintos puntos de vista, es la declaración del desafuero de Neruda como senador y la orden de detención ordenada contra él por el presidente de Chile de aquel entonces, el radical Gabriel González Videla (1946-1952), quien había subido al poder con el apoyo de una coalición de los radicales, liberales y los propios comunistas. Éstos últimos, y como producto del comienzo de la Guerra Fría y ante las presiones de Estados Unidos, son puestos fuera de la ley en 1948. Neruda escribe entonces su “Carta íntima para millones de hombres” en el diario El Nacional, de Caracas, denunciando las medidas del mandatario. Como respuesta, González Videla decreta su desafuero y ordena iniciar su persecución, encabezada por Oscar Peluchonneau Bustamante, un oscuro prefecto de la Dirección General de Investigaciones o policía de civil, que solo en el último mes del gobierno de González Videla llegó a ser titular de esa repartición.
O sea que el personaje es real, pero la historia que desarrolla el guion, escrito por el excelente dramaturgo chileno Guillermo Calderón (que también hizo el libro de El club), es totalmente inventado. Neruda vivió en la clandestinidad en Chile entre febrero de 1948 y febrero de 1949, que es cuando, cruzando a caballo la cordillera por el sur y acompañado por otros compañeros, llega a San Martín de los Andes en Argentina, donde inicia un exilio que seguirá en México y Francia. El guion opera con la idea de que Neruda se fascina con su nuevo estado de clandestinidad y juega con el policía perseguidor a una suerte de disputa entre gato y ratón, siendo él quien encarna el papel del felino que deja libros policiales y otras señales en distintos lugares para indicarle al policía que estuvo allí antes que él. Situación que incluso se prolonga hasta la huida de Neruda a través de la cordillera.
Y del mismo modo que el guionista, Larraín también se encandila con esa idea, que metaforiza con la posibilidad de que esa persecución tal vez haya sido casi ficticia y el policía un personaje secundario inventado por la imaginación del propio poeta, alguien que quiere rivalizar con él e intenta robarle protagonismo (en la existencia y en la propia película) pero queda una y otra vez desairado y en posiciones patéticas. Es como un juego de espejos e ilusionismos, donde la ficción va en búsqueda de resultados que no se pueden contentar con la simple realidad y juega con asociaciones que van más allá de ella y la dispara hacia planos surreales. Pero estas son decisiones estéticas plenas de legitimidad que podrán defraudar a aquellos que busquen el biopic o al Neruda que tienen en su cabeza, pero no al espectador que acepta jugar a la imaginación y la sorpresa del vuelo artístico. Y en relación a este enfoque Larrain ha sido claro: su película no habla de Neruda, sino del nerudismo, un concepto que incorpora la poesía del vate y su figura, vista desde una óptica que busca siempre para humanizarlo la paradoja, la grieta en la conducta, aun al precio de construir una criatura a veces demasiado exagerada en sus defectos o sus potencias, según cada uno quiera mirarlo.
Por lo demás, la película está muy bien filmada, con un gran trabajo de cámara, con una excelente fotografía y una luminosidad que lograr tonalidades asombrosas. El guion es, por otra parte, de imaginativa factura, aunque a veces parecería que toma las riendas del film, y ese traslado en el uso de la batuta fatiga la fluidez del relato cinematográfico con exceso de palabras, con una densidad que no es siempre bienvenida. Pero bueno, de palabras está hecha la obra de Neruda. Y para estar a la par de su protagonista había que hacer un guion de nivel, apoyado en una concepción audiovisual que en Larraín está siempre próxima al virtuosismo. Las actuaciones son también de mucha envergadura. Luis Gnecco, compone un Neruda pleno de detalles, Gael García Bernal como el policía perseguidor hace uno de sus mejores trabajos de los últimos tiempos, y Mercedes Morán no desentona dentro de ese marco de calidad, aunque su edad no refleje los veinte años de diferencia que le llevaba a Neruda, otra pequeña licencia de esta ficción.