María Callas: en sus propias palabras
Casi siempre queda algo más que decir de los grandes artistas. No porque aparezcan nuevas interpretaciones o visiones sobre sus obras o sus trabajos, que a veces se producen también, sino porque, más a menudo, sobre todo entre los contemporáneos, se descubren testimonios o archivos que agregan novedades a lo que ya se sabía de ellos. Acerca de la cantante María Callas (cuyo verdadero nombre era Cecilia Sofía María Kalogeropoulos) parecía que ya se había escrito, filmado o grabado todo en torno a su vida tanto artística como personal. Hay más de una biografía de ella, alguna bien documentada, infinidad de registros de sus recitales y óperas grabadas, e incluso películas dedicadas a ella, como Callas forever, de Franco Zeffirelli, que tuvo como protagonista a la magnífica Fanny Ardant, acompañada por Jerome Irons. Pero Tom Volf se encargó de demostrar que no y durante cuatro años buscó y recopiló por distintos países del mundo materiales relacionados con la diva: entrevistas televisivas extraviadas, grabaciones perdidas, filmaciones caseras en Super-8 y 16 mm, cartas personales, presentaciones tomadas por cámaras piratas y otras evidencias.
El resultado de toda esa investigación (40 horas de películas, 200 horas de grabaciones, 400 cartas y cientos de fotos) es lo que, a través de un trabajo de selección rigurosa, que incluyó la digitalización y restauración de todos los materiales, desembocó en la realización de este documental, realmente excelente. Es interesante ver cómo el actor, fotógrafo y director parisino Tom Volf, autor también del libro Callas confidencial y de otros que pronto se darán a conocer, trabajó en este su primer film con una idea esencial: desprenderse del mito engañoso y de las visiones superficiales que han predominado sobre la cantante y que le adjudicaban haber sido, sobre todo, una artista caprichosa y arbitraria. Su labor consigue dar una imagen más completa de ella, que exhibe tanto sus grandezas como debilidades, sus múltiples virtudes y sus inseguridades. Y en especial la enorme carencia afectiva que la acompañó y que no la ayudó, desde el lado de la intimidad, a lograr que su corazón tuviera la suficiente tranquilidad para dedicarse a su carrera.
La película, tanto a través de los testimonios de la cantante en distintos reportajes, como de lo que van deslizando las imágenes, expone que, antes que una caprichosa que siempre quería salirse con la suya –y esto sin negar que, como cualquier artista con ese poder de cautivar y enamorar a multitud de espectadores, haya tenido una cuota importante narcisismo-, era una cantante con un alto nivel de exigencia sobre su arte, que no se permitía los facilismos o las concesiones que impone el negocio, y que luchaba con rigor por mostrar la más alta calidad en lo que ofrecía, más allá de la mayor o menor fortuna con que lo lograra en cada ocasión. Callas fue la más grande soprano del siglo XX en el terreno de la ópera. Se opina con ligereza sobre los “caprichos” de los cantantes, pero pocos saben el tamaño del desafío emocional que impone lograr que todos los planetas se junten la noche de un estreno para que vocalmente un cantante logre estar a la altura de los requerimientos del público y la crítica, de lo que le piden para no defraudarlos y para que les entregue lo que esperan de él, sin la más mínima falla. Esa es la tragedia de los divos: el imperativo de estar siempre en el cénit, en el punto más elevado de la cima y no defraudar nunca. La imposibilidad de alcanzar sin desmayos esa proeza les ha roto el sistema nervioso a muchísimos grandes artistas.
Y eso se nota en particular en la ópera, donde el público es muy caníbal y cuando no le cae bien un cantante disfruta al verlo fracasar. Y los artistas, como todos los mortales, sufren los desaires. María Callas los sufrió, pero supo reponerse a varios de ellos. Y dio mucho, ofreció interpretaciones que quienes las hayan oído difícilmente se olvide de ellas, cantó realmente para la eternidad, favorecida sin duda por una época donde las grabaciones habían alcanzado un alto grado de fidelidad. Su carrera fue corta, a los 40 años ya estaba ya casi terminada –aunque haría todavía algunos conciertos-, pero en sus dos décadas de actuación había revolucionado el arte de la interpretación femenina en ese género, transmitiéndoles a los personajes que encarnaba una expresividad emotiva que conmovió a los fanáticos del campo lírico como ninguna otra cantante. Y había abundantes y buenas sopranos en su tiempo. Esa expresividad, que en los personajes dramáticos parecía venir de las zonas más profundas de su cuerpo, estaba apoyada por una voz excepcional, que circuló por todos los registros (desde soprano ligera o dramática hasta mezzosoprano) y se prodigó con una devoción, entrega y exigencia a sus cuerdas vocales que seguramente influyeron en la brevedad de su carrera.
Todo esto último que decimos ya se sabía. Pero la película, en el entrañable retrato humano que el director logra de la cantante, permite ver su vida desde una perspectiva más clara y de mayor hondura. Como ella misma afirma en una entrevista, se sentía dividida en dos figuras: por un lado, la María de sus años de niñez persiguiendo con desesperación el amor y la dicha de una vida más normal que, una formación rigurosa en su oficio impuesto por la madre, le habían negado; y por el otro, la artista célebre, la diva que debía estar siempre atenta a los reclamos de la prensa y el público, rol que ella construyó con mucha seducción y conciencia de lo que hacía –a pesar de los embates que sufrió-, pero que nunca la colmó totalmente y que le hizo pagar a su espíritu un alto costo. Le encantaba ver cómo podía hechizar al público, pero al mismo tiempo ese trabajo la degastaba muchísimo en lo anímico. Como confesaba en alguna de las entrevistas del film, le hubiera gustado hacer una carrera con menos sobresaltos y tener a su lado una familia que la contuviera. O un amor al que pudiera entregar todo su ardor, que es lo que creyó encontrar en Aristóteles Onassis, equivocadamente porque éste, más atento a los posibles beneficios que le podían rendir un casamiento de fulgurante irradiación mundial, la defraudó ni bien pudo casándose, sin siquiera avisarle, con la insulsa Jacqueline Kennedy. Esas dos figuras, la María demandante tenaz de un amor verdadero e intenso por un lado, y la Callas fascinada pero a la vez esclava de la fama por el otro, raramente se juntaron del todo, como ella hubiera querido, según lo dijo.
Y aunque suene bobamente romántico lo que decimos: María Callas, además de sus excepcionales dotes de soprano, no hubiera podido cantar como cantó de no haber portado en su pecho un corazón invadido por la pasión y las emociones profundas, las mismas que transmitía en cada frase de sus arias. Su voz fue como la crepitación de un fuego anhelante y lejano, que mientras acariciaba a los demás con su calidez y les permitía soñar con la belleza, les pedía con avidez atención y cariño para seguir manteniendo el milagro su función. Y eso el público lo sintió. Finalmente, esa fue su gran felicidad, la de dar emoción a los otros, a quienes la seguían, sentimiento, claro está, que fue insuficiente y efímero para ella, porque el público se retira y el artista que no experimenta el amor en su propia piel, vuelve a su soledad, esa paradójica situación en la que murió a los 53 años, como una diosa olvidada que, desde las salas de teatro, había sido una de las mujeres más amadas del mundo y fuera de ellas alguien que apenas rozó la felicidad personal con una pareja. Fue su destino, dijo, algo que, como buena griega que era, creía que estaba escrito en un secreto código al que los seres humanos no pueden acceder.