La quietud
Es verdad que “la quietud” de un lugar puede ser engañosa y esconder, bajo apariencias apacibles, aspectos de la vida que no son agradables en lo espiritual. La de los cementerios es precisamente una tranquilidad que a todos nos llega luego de la muerte, pero a la que ningún mortal aspira, a menos que su existencia se le haya tornado insoportable. La señorial estancia que lleva ese nombre en la nueva película de Pablo Trapero, el prolífico realizador de títulos como Familia rodante (2004), Leonera (2008), Carancho (2010), Elefante blanco (2012) y El clan (2015), es también, en contraste con la paz del paisaje rural en el que se halla ubicado ese inmueble y sus habitantes, un espacio mentiroso, donde lo que prima no es la armonía sino la disonancia de los sentimientos tormentosos y el ocultamiento de conductas que, aunque se sospecha se producen, no se quieren revelar.
El film se inicia cuando, una de las dos hijas de un matrimonio –la menor, Mía- acompaña a su padre, un hombre ya de edad o al menos muy gastado, a un interrogatorio al que lo cita un fiscal de la justicia en una investigación que trata de echar luz a un caso de falsa venta de una propiedad. El convocado es escribano y ha realizado en el tiempo de la dictadura algunas operaciones inmobiliarias al parecer irregulares, como surge de los registros de un libro de notario en que ése profesional daba fe de las compraventas que se hacían bajo su control. Según se sabe, en aquella época, muchos dueños de bienes o propiedades, perseguidos por razones políticas, eran obligados, bajo amenazas o torturas, a entregarlos y todo eso se disfrazaba como una adquisición que parecía legal. Mientras es interrogado, el hombre sufre un ACV y es internado en coma, primero en un sanatorio y luego en su estancia, cuando ya el pronóstico médico de sobrevida es nulo. Consecuencia de esto, la otra hermana de la pareja –Eugenia, que vive en Francia con su marido, Vincent- vuela hacia Buenos Aires a ver a su padre y se aloja en la estancia con Mía y su madre, la señora Esmeralda, una mujer también avanzada en años, pero activa y autoritaria, en especial con su hija menor, y verdadero motor del lugar.
A partir de allí, y luego de mostrar la punta de un ovillo que llevará sobre el final al desenmascaramiento de uno de los muchos casos de ese mecanismo de apropiación criminal y de muerte que operó durante la dictadura, Trapero se lanza de lleno al desarrollo de un tortuoso melodrama de frustración sentimental, entre endogámico, incestuoso y fuertemente erótico, entre las dos hermanas, que comparten a sus hombres con plena conciencia y sin mucha culpa –salvo en los instantes postreros- y que culmina en una maternidad conjunta en la que una ofrece su óvulo y la otra su vientre para tener un hijo común. No es que la historia sea osada ni chocante –a esta altura de la libertad sexual que han adquirido las sociedades contemporáneas ningún tema lo parece si está asumido con plena conciencia y autonomía de la voluntad-, pero sí su despliegue, que a menudo suena artificioso y demasiado forzado en la búsqueda de puntas de conflicto que atrapen al espectador. Es como si el guion tuviera un goloso e incontenible deseo de no dejar pasar nada de las oscuridades de esa familia –ni siquiera se priva de contar que la madre le confiesa a sus hijas que la menor fue concebida en un episodio de violación a que la sometió su marido y que es por eso que la quiere menos- y entonces todo se vuelve excesivo, falto de una síntesis que podría, con menos datos y apelando más a la inteligencia del espectador, haber descrito una situación igual de agobiante y dolorosa.
Es como si Trapero, que tan bien se desenvolvía en las problemáticas que lo acercaban más al mundo de los despojados o marginados, al hurgar en ámbitos como éste, que es el de una familia de la oligarquía rural, no hiciera pie con la misma firmeza con que lo logra en sus primeras películas. De todas maneras, el largometraje tiene la marca de un rodaje cuidado, en el que no faltan imágenes de excelente factura, y pasajes de intensa tensión, a los que, sobre todo Graciela Borges, en esa madre implacable que compone, aprovecha al máximo. Bérénice Bejo y Martina Gusmán, ésta última actriz fetiche del director y ahora también productora ejecutiva de sus películas, han demostrado a lo largo de sus carreras su calidad. Y tienen en este trabajo momentos muy convincentes y otros en los que brillan menos. Las labores de Edgar Ramírez y Joaquín Furriel acompañan con idoneidad los otros dos roles importantes del elenco.