La chica sin nombre
Después de haber pasado por el Festival de Cannes sin despertar mucho entusiasmo, La chica sin nombre, película de los ya consagrados hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, ha comenzado con mayor suerte su camino por distintos países del mundo donde se le reconocen suficientes méritos como para recibir un apoyo sin sombras. Los festivales suelen cambiar de jurados y, por lo tanto de opinión, y como se sabe hasta al más diestro cazador se le escapa una liebre. Por lo demás, hay que recordar que los Dardenne recibieron ya otros premios importantes en aquel festival: la Palma de Oro por Rosetta en 2005; el premio al mejor guion por El silencio de Lorna en 2008 y el Premio del Gran Jurado en 2010 por El niño de la bicicleta en 2011. No se le puede imputar a ese encuentro tener alguna clase de animadversión por estos creadores.
La historia repara en el conflicto que se le suscita a una médica clínica general que atiende en un consultorio de obra social, con pacientes en su mayoría pobres, de la ciudad de Lieja. Jenny Davin es, a pesar de su juventud, una profesional brillante y segura que, al comenzar la película, está entrenando a un residente (un estudiante avanzado de medicina) para que la reemplace en su función porque ha sido elegida, debido a su capacidad, para trabajar en un sanatorio donde ganará más, tendrá más prestigio profesional y lo hará junto a otros médicos. Pero la noche que en que prepara al residente, pasada ya la hora de atención, alguien toca el timbre del consultorio y ella le dice al joven estudiante –como una indicación ya casi pedagógica- que no responda el llamado porque ya ha pasado el horario correspondiente y un médico cansado puede incurrir en el error de hacer malos diagnósticos. Y este hecho, por lo se verá en el film, cambia su vida.
Ya en el comienzo, los Dardenne describen con minucia el perfil psicológico de Jenny Davin, dato que luego tendrá importancia en la justificación de la trama posterior. Es una joven talentosa y segura en su práctica, con un ojo agudo para detectar dolencias, y de una sólida moralidad en el trato con la gente, pero algo obsesiva en su actividad y que se rige por un orden a menudo rígido y de una fuerte exigencia que quiere transmitir al estudiante residente y a los demás. El asunto es que, poco después de aquel hecho, dos policías que visitan el consultorio le revelan a la médica que la persona a la que no había atendido la noche del timbrazo era una joven africana que se sentía perseguida y buscaba auxilio. Y que, más tarde, fue encontrada muerta en un muelle de la ciudad. Su rostro, como lo comprueban los policías al solicitar ver el portero-visor del consultorio, había quedado grabado allí por unos segundos.
Sin tener responsabilidad directa en el desenlace de esa situación, la médica se siente profundamente conmovida por su omisión de haber atendido a la víctima, hecho que opera como un factor que pone en crisis su, hasta ese momento, sólido conjunto de certezas. Al punto que, resistiéndose a la idea de que la joven muerta pueda ser enterrada sin un nombre –nadie conoce sus datos de filiación ni lo que hacía-, comienza ella misma, en paralelo con la policía, pero sin avisarle a ésta, una investigación por averiguar quién era aquella muchacha que, de haberle abierto la puerta del consultorio, estaría viva como ella. Es entonces que, mientras se vuelca a esta exploración, decide seguir trabajando en el puesto en el que está y rechazar la oferta de mejorar su condición profesional.
La pesquisa que hace, guiada más que nada por sus intuiciones y las señales que le dan otros cuerpos, es como un camino ético hacia la expiación de su culpa, pero a la vez, y en forma más profunda, un recorrido que la humaniza, que la vuelve más consciente del contenido moral de su propia labor de sostén de la salud de los otros, un acto que no puede prescindir de los afectos ni hacerse, como si fuera una tarea mecánica, despojada de sentimientos. Algunos comentaristas han señalado como una debilidad de la película esta decisión de la médica de ponerse a investigar por su cuenta. Sin embargo, es esta decisión la que le permite al relato alcanzar su verdadero desarrollo dramático, ese mecanismo que hace que una persona en una ficción comience siendo de una determinada forma y al terminar sea ya otra, haya cambiado.
A través de ese itinerario hacia la propia iluminación personal, los Dardenne no pierden oportunidad de mostrar, como en otras películas de su autoría, algunas de las realidades que se vive en su país que, como parte de Europa, no se salva de albergar crudas y parecidas inequidades a las del resto del viejo continente. Lieja, una ciudad belga situada en la parte francófona del país, cerca de la frontera de Alemania y los Países Bajos, es también una zona de inmigrantes que llegan del África y otros lugares para salvarse de las guerras o hambrunas de sus países de origen pero a menudo al alto precio de trabajar bajo las peores condiciones o de prostituir sus vidas en las nuevas geografías. Muchas de esas existencias transcurren en la en la clandestinidad o el ocultamiento para evitar la deportación y bajo ese estigma esos seres deben aceptar cualquier trato para no ser denunciados. Duro estigma de un mundo que ha perdido el alma.
Un dato inusual aporta una herramienta más para valorar la inteligencia de los hermanos Dardenne: después de Cannes, y aceptando las objeciones de algunos críticos a quienes respetan, practicaron treinta y dos pequeños cortes al film (siete minutos y medio de duración en el total), lo que, sin duda, redundó en la mejora de su calidad, que es mucha. El elenco, como ocurre siempre en los largometrajes de este par de creadores, es de una gran consistencia, destacándose en especial la labor de la protagonista Adele Haenel, en una composición algo hierática, pero que está en clara consonancia con la sequedad, precisión y rigor del relato.