Frantz
Hay quienes dicen que la mayor parte de los relatos, sean para la literatura o el cine, tienen como punto de partida un viaje o un crimen. Por pura coincidencia, en Frantz, de Francois Ozon (el versátil autor de En la casa, 8 mujeres, Bajo la arena, Potiche: las mujeres al poder, Refugio y varios otros títulos, pues en los últimos tiempos filma un promedio de un largometraje por año), hay un viaje y un crimen como factores esenciales del desarrollo de la trama. La historia transcurre en 1919, poco después de haber concluido la Primera Guerra Mundial. A un pequeño pueblo de Bavaria llega un misterioso joven a colocar flores en la tumba donde se supone descansan los restos de Frantz Hoffmeiister, un soldado alemán de algo más de 20 años que ha fallecido en aquella contienda, como varios de sus coterráneos del lugar. Allí lo descubre Anne, que había sido prometida del soldado muerto y que se dirige muy seguido al cementerio a renovar las flores de su tumba.
Adrien, el recién llegado, fue también soldado en la guerra pero del lado francés. Y ha viajado hasta allí para homenajear al contrincante desaparecido. ¿Cómo se conocieron? ¿Antes de la guerra? ¿Durante la propia confrontación? Alguna clase de vínculo lo unía a él, que se develará durante el desarrollo de la narración. Enterados de su presencia, los padres de Frantz, a través de Anna, lo invitan a visitar la casa para que les cuente que relación lo acercaba a su hijo y allí comienza a tejerse una nuevo nexo entre esos personajes que derivará en distintas alternativas. La película es claramente un melodrama, si se quiere intentar alguna definición de género, pero de esos realizados con extremo cuidado, de diría casi con preciosismo, por la belleza de sus imágenes y su propósito de no deslizarse nunca hacia las soluciones fáciles.
Filmada en blanco y negro –y apenas con algunas inserciones de color en ciertos pasajes-, ese rasgo le otorga un clima de marcada tristeza, pero a la vez un conmovedor dramatismo. El film es una versión libre de la película Remordimiento (1932), que había estrenado con mucho éxito en Hollywood el alemán Ernst Lubitsch, radicado ya en Estados Unidos, con John Barrymore en el papel central. Este director, que brilló en la meca del cine por sus formidables comedias, se sintió en esa oportunidad aguijoneado por la necesidad de reflexionar sobre los desastres de la guerra cuando la humanidad –todos los hechos señalaban que eso ya estaba pasando- se dirigía poco a poco a una segunda gran conflagración.
Sin desvirtuar para nada la historia y con un mensaje también claramente antibélico, Ozón, sin embargo, se toma una mayor libertad que Lubitsch para indagar en algunos planos dolorosos de la vida emocional de los seres humanos, como son los que producen la ausencia de los seres queridos o los desencuentros en el amor. Con menos economía en el relato, pero abriendo el espectro hacia otras esferas de la vida, incluso dando la impresión, pero sin decirlo nunca, que el joven francés pudo haber sido atraído por el alemán por una pulsión homosexual. En ese aspecto, las aproximaciones al dolor de esos seres alcanzan momentos de una delicadeza ejemplar, profunda, que tocan el corazón de cualquier persona sensible. Es como si uno pudiera repasar, en distintos instantes, algún momento similar de su existencia.
Anne, que de pronto se convierte en la poseedora del secreto que ha llevado a Adrien hasta Alemania, se convertirá, con su posterior búsqueda del muchacho en una travesía por París y otras localidades de Francia, en el verdadero y gran personaje de la película, en este caso servido por una extraordinaria actuación de Paula Beer, que en el último festival de Venecia fue galardonada con el primer premio a la interpretación. Pero todo el elenco, desde los padres de Frantz (los espléndidos Ernst Stötzner y Marie Gruber), hasta el joven Adrien, encarnado por Pierre Niney, un actor de moda en Francia con ojos de ardilla y siempre en el borde de la amable sorpresa, apoyan la historia con una enorme solvencia. Una suerte de visita privilegiada al mejor cine clásico, pero con una relectura que permite entrar en el pasado sin dejar de estar en el presente, aquí sólidamente unidos.