El otro lado de la esperanza
Con Aki Kurismäki, director, productor y escritor nacido en 1957 y responsable ya de una importante producción de largometrajes, el cine finlandés ha llegado a uno de los niveles más altos de calidad en la filmografía propia y europea. Autor de unos veinte títulos de larga duración, entre los cuales se podrían mencionar Ariel (1988), La chica de la fábrica de fósforos (1990), La vie de bohéme (1992), Nubes pasajeras (1996), Luces del atardecer (2007), El hombre sin pasado (2002), El puerto (2011) y ahora El otro lado de la esperanza (2016), todo su cine respira un profundo humanismo y una enorme empatía por los desfavorecidos de la tierra. Como su penúltima película, ésta también transcurre en un ambiente portuario y toca el tema de los inmigrados, nada más que El puerto estaba ubicada en Le Havre, Francia, y Del otro lado de la esperanza en Finlandia. Por éste último trabajo, Kurismäki recibió el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín de 2017, donde dijo que tal vez dejara de filmar.
Cultor de un humor seco y un romanticismo contenido, tributario tanto del cine de Charles Chaplin y Buster Keaton como de cineastas de la talla de Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, Marcel Carné, Ernst Lubitsch y el cine negro en su conjunto, las películas de este talentoso director tienen siempre un sello propio, que las distingue de las demás obras de otros cineastas de su país, que no son pocos y algunos de mucha valía. Y se desarrollan en medios donde es muy ostensible la presencia de desheredados y marginados por la sociedad, pero también de personajes extravagantes y muy pintorescos. De ahí que lo que él muestra como un mundo desentendido de los más débiles (huérfanos, pobres, niños, viejos, inválidos, inmigrantes) nunca roza la solemnidad y es contrapesado emocionalmente, como ocurre en la vida, por continuas pinceladas de ironías, sarcasmos o gags, que nos acercan, como en Beckett o Ionesco, a las puertas del absurdo, de aquello que, frente al sin sentido o lo irracional de lo que se ve, puede provocarnos dolor, pero al mismo tiempo también hacernos reír por esa cuota de incomprensibilidad que trae también aparejada, de insólita dislocación de lo que uno juzga que debe ser lo normal.
En Del otro lado de la esperanza, se cuenta por un lado la historia de Wilström, un veterano viajante de comercio que vende camisas y que un día, agobiado por su vida actual, decide separarse de su mujer y montar un restaurante, que es lo que ha deseado siempre. Un golpe de suerte en una partida de póker logra que junte dinero suficiente para hacerlo y luego de comprar un local inicia un nuevo tiempo en su existencia. Y por el otro lado, la historia de Khaled, un inmigrante sirio que llega como polizón, pero de manera totalmente imprevista para él, a Finlandia. En su camino ha perdido de vista a su hermana, única sobreviviente con él de una matanza en Siria, y tiene como objetivo ubicarla a través de los contactos que dejó en otros países. Pide la residencia y se la dan transitoriamente, hasta que un jurado decide que no se justifica darle asilo y ordena repatriarlo a su patria, en plena guerra. Unos amigos solidarios del lugar en que reside le permiten fugarse y al hacerlo llega al restaurante de Wilström, donde nuevas manos de confraternidad lo protegen y le dan cobijo.
La película, desde luego, amplia el relato con otras alternativas mientras estas dos peripecias centrales (el cambio de vida de Wilström y la llegada al país de Khaled) se juntan. Allí, en los intersticios de esas dos peripecias, el director cuela distintas escenas donde hay constantes apariciones de grupos de viejos rockeros callejeros, irrupciones de neonazis fineses, descripciones de los trámites a que somete la policía a los recién llegados y otras pinturas que exponen como, junto a la ayuda que alguna gente le otorga a los inmigrantes, existe en ese país una atmósfera constante de violencia y discriminación contra ellos, que en muchos aspectos se asemeja a la de la xenofobia europea. Frente a esa atmósfera, Kurismäki levanta, destaca los nobles gestos de la solidaridad como los espacios de respiro que todavía permiten, si no se es muy pesimista, alentar un soplo de esperanza en este mundo. En una entrevista reciente, le preguntaron al director si no era contradictorio que un individuo tan nihilista como él exaltara ese apoyo mutuo que pregona entre las personas, y contestó con una suerte de enigmática sentencia: “Cuando no queda esperanza, no hay razón para el pesimismo.”
Y cuando se le preguntó si tenía esperanza de que su película pudiera cambiar algo, respondió: “Ya lo dijo Jean Renoir en 1937, cuando estrenó La gran ilusión: el cine no detiene las guerras. Pero al menos quería sugerirle a los espectadores la idea de que hoy los refugiados son otros, mañana pueden ser ellos.” Reflexión que hace acordar mucho a una de Bertolt Brecht que alertaba que lo que hoy no nos tocaba de las persecuciones y nos dejaba tranquilos, mañana podía revertirse.