El destino
Con pocas semanas de diferencia, el público de Buenos Aires ha tenido la oportunidad de ver a Isabelle Huppert en dos películas –todavía la tiene si quiere disfrutarla en una pantalla grande y no apela al dvd o a Internet, ya en alguna sala estaban todavía juntas- que realmente demuestran lo que puede hacer una gran actriz con sus roles. Los films son Elle: abuso y seducción, cuya crítica hicimos en esta columna recientemente, y ahora El destino, dos papeles por completo opuestos y en los que la inmensa intérprete francesa se transforma con asombrosa ductilidad, aportándole a cada una de sus criaturas detalles y rasgos de composición que solo los actores o actrices especialmente dotados pueden proveer a un personaje. Un interesante ejercicio de contraste que, para el cinéfilo o más aún para el admirador de esta estrella, puede convertirse en un verdadero festín para la vista, los sentidos y la meditación crítica.
Esta introducción, sin embargo, no puede soslayar el hecho de que el trabajo de la actriz se da en el marco de una magnífica película de la directora parisina Mia Hansen-Love, con lo cual, y hay que marcarlo sin reservas, el placer es doble para el espectador. Y los méritos del largometraje compartidos en gran medida, porque un artista de talento se estimula y agranda en proporción semejante al porte, a la envergadura de los personajes que le ofrecen y de la historia en la que interviene. Es verdad que hay malas películas en las que es posible descubrir buenas actuaciones –y eso sólo por mérito individual de quien actúa-, pero en la mayor parte de los casos lo que se da es aquella otra ecuación: la de un excelente guion y película compartiendo virtudes con un intérprete sobresaliente. Con 36 años, Hansen-Love es una de las directoras más profundas y personales del cine francés actual y que goza de un importante reconocimiento.
Su film inaugural fue Tout est perdonne, de 2007, recibió un premio Louis-Dellucaa la mejor ópera prima. El padre de mis hijos, de 2009, ganó el Premio Especial del Jurado en la sección “Un certain regarde” en el festival de Cannes, mientras que El porvenir, de 2016, se llevó el Oso de Plata a la Mejor Dirección. Previa a ésta última hizo Edén, de 2014. Antes de trabajar como directora, esta profesional incursionó en el cine como actriz para Olivier Assayas, hoy su marido y prestigioso director, en Fin de agosto, comienzos de septiembre, de 1998, y Los destinos sentimentales, de 2000. De 2003 a 2005 colaboró también en la legendario revista francesa Cahiers du Cinéma. El cine de la realizadora parte casi siempre de situaciones pequeñas, íntimas, de la vida cotidiana que, miradas con el ojo de una creadora inteligente y sensible, van adquiriendo una profundidad que de otra manera podría caer en la mera descripción costumbrista.
El destino no es al respecto una excepción. La historia cuenta la historia de una mujer, Nathalie, que cerca de los sesenta años, sufre dos pérdidas poderosas en su vida: su marido, quien la abandona por una mujer más joven, y su madre, que se muere. Con dos hijos grandes que ya hecho su vida, Nathalie, que, como su ex marido, es profesora de filosofía y editora de algunos libros de enseñanza sobre la materia, se encuentra imprevistamente libre de grandes ataduras y debe, además de seguir trabajando, decidir en que invertirá el tiempo de sus próximos años, en una madurez que la llevará pronto a la vejez, a cuyos umbrales se acerca. Podrá sin duda, seguir trabajando, por lo menos hasta que se jubile, y seguir, si la situación lo permite, editando libros, aunque la continuidad en esta última ocupación le preocupa porque los expertos en comercialización y marketing de sus textos le solicitan de continuo modificaciones que hagan más fáciles y potables sus lecturas, lo que ella percibe como un peligro para el futuro de las nuevas generaciones, pero también para su trabajo presidido por una rigurosidad que la superficialidad de los tiempos y los requerimientos contemporáneos no admite y equiparan con el envejecimiento.
Para Nathalie comenzará un período de cierta incertidumbre, que es el que a todos los humanos nos empieza a embargar a cierta etapa de la existencia, cuando se llega a cierta edad y se tiene la certeza de que ya hemos cumplido el tramo más importante de nuestro itinerario en la tierra y solo queda en el horizonte la espera, no importa cuando se produzca, de la muerte. Eso les ocurre a todas las personas, incluso las que, como a Nathalie, se supone que tendrán una vejez más bien tranquila, con seguro social y un buen sueldo en su retiro. Ni pensemos lo que les sucede a quienes están desamparados y la vejez les agrava todos los problemas. De ese modo, la historia cuenta sin estridencias ni golpes bajos, con una llaneza que se asocia siempre a hondura y un tierno humanismo, las vivencias de ese ser a la de pronto le cae la ficha de su finitud, pero quiere seguir viviendo, sin hacer locuras pero con la mayor intensidad posible. ¿Lo logrará? ¿La llegada de un nieto aproxima otro ciclo?
No lo sabemos, cada ciclo es propio e irrepetible en los seres humanos. Pero, bueno, ahí está Nathalie en el inicio de su solsticio de invierno, a veces arrastrando una tristeza inevitable, porque las pérdidas arrancan pedazos de nuestro ser, pero también con cierto optimismo que es parte de su posición frente al mundo, esa que la lleva a decir que lo suyo es “enseñarles a sus alumnos a pensar por sí mismos”. En esto seguirá estando hasta su último respiro y aunque los golpes de la fragilidad la acosen. En la formación de seres libres, que sepan siempre que lo que hacen es el fruto de una decisión reflexionada, propia. Solo la conciencia de lo que somos nos permite valorar en toda su dimensión tanto la vida como la muerte, dos socios que nunca se separan y se requieren mutuamente. Junto a Isabelle Hupert se lucen también como la madre, aunque a unos cuantos pasos de distancia, Edith Scob, la recordada actriz de Los ojos sin rostro, de George Franju; André Marcon como el marido y Roman Kolinka, como su alumno preferido de filosofía.