Crítica de cine: Vino para robar
En la Argentina de estos años han aparecido directores con una gran pericia técnica y dominio de los recursos narrativos como para que sus productos puedan competir en géneros donde la eficacia parecía, en otros tiempos, solo reservada a las realizaciones extranjeras. Ariel Winograd, del que se han conocido en los últimos años Cara de queso (2011) y Mi primera boda (2011), es uno de esos directores. Su más reciente película, Vino para robar, es una perfecta demostración de esa pericia a la que aludíamos. Se trata de una comedia policial destinada al puro entretenimiento –y sin más pretensiones que eso, porque nunca supera el tono ligero-, pero concebida con todos los condimentos que una buena realización de ese género puede requerir: buen guión, ingenio, ritmo narrativo y excelentes actuaciones.
Es verdad que no se trata de ningún aporte especial. Es un pasatiempo con mucho encanto estructurado en la mejor tradición de las películas que tanto Hollywood o Europa nos han dado en ese registro a lo largo del tiempo, nada más que llevada a la Argentina con un lenguaje, paisajes y prototipos que tiñen cada situación de una familiaridad que el público local jamás tiene con una producción extranjera. Y en tanto esa es su meta, está muy bien lograda, sobre todo porque la película, aunque tiene pasajes de eficaz comicidad, nunca intenta la parodia.
La historia trata de las relaciones entre un ladrón profesional (Daniel Hendler) y una estafadora con mucha seducción y capacidad de convencimiento (Valeria Bertuccelli). Ambos se conocen a raíz del robo que él perpetra de una máscara de mucho valor y que ella, fingiendo ser una muchacha en problemas, le sustrae. A partir de allí, y teniendo como eje a estos dos personajes (y un hacker que respalda las acciones del ladrón), se suscitará una serie de hechos en los que ambos pasarán por peligrosas circunstancias, siempre al margen de la ley, donde se mezclan tanto la atracción como la rivalidad y la desconfianza.
En el medio se planeará el robo de una botella de vino Malbec de valor histórico, tanto que es guardada en la bóveda de un banco, y que tiene por interesado especial a un individuo de pocas pulgas y modales gangsteriles que encarna Leyrado. Por su parte, Mario Alarcón será un viñatero en decadencia al cual su hija (la Bertuccelli) quiere sacar de las garras de esa persona, con quien está endeudado hasta la coronilla. Tanto Hendler como Bertucelli explotan con mucha solvencia sus roles, ella muy histriónica y capaz de adoptar distintas máscaras, él sacando provecho de cierta imperturbabilidad que le es propia y que le cae muy bien al personaje. Gran parte del rodaje se hizo en Mendoza, lo que agrega a la fluida narración algunos momentos de mucha luminosidad visual.