Crítica de cine: St. Vincent



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St. Vincent (Estados Unidos, 2014). Dirección y guión: Theodore Melfi. Fotografia: John Lindley. Intérpretes: Bill Murray, Jaeden Lieberher, Melissa McCarthy, Naomi Watts, Chirs O’Dowd, Terrence Howard y otros. Duración: 102 minutos.

     En el estilo de muchas películas norteamericanas que utilizan la pareja de un viejo huraño y un niño despierto que se conocen y, a partir de allí, comienzan una relación que puede llegar a alumbrarles o mejorarles la vida, St. Vincent arranca como un film prometedor, sin golpes bajos ni situaciones demasiado remanidas, y, poco a poco, se va transformando en una retahíla de lugares comunes y tics melodramáticos, que terminan por saturar la historia y arruinar lo que, con un muy buen elenco, podría haber sido un espectáculo genuinamente tierno y humano. Pero no, el director y guionista se sintió obligado a tirar tanta carne sobre el asador y encender tanto fuego que finalmente el asado se quemó.

      La aventura del viejo gruñón y el niño comienza cuándo éste último se muda con su madre, recién separada, a una casa vecina a la del hombre. Allí traban relación y, debido a que la madre del chico trabaja muchas horas extras en un hospital donde oficia como scaneadora de imágenes, el viejo comienza a hacerse cargo del cuidado del chico durante varias horas al día, servicio de niñera por el cual el vecino le cobra puntualmente a la señora. Así se desarrolla el vínculo que, por supuesto, florece plena de vicisitudes inesperadas para el niño, pues el viejo, que es un hombre quebrado, sin cuenta bancaria y muy adicto a las carreras de caballos y otros hábitos, lo lleva a conocer lugares que ni imaginaba. Todo hasta allí tiene un cierto sentido y se desarrolla con coherencia, hasta que Melfi –el director y guionista- decide esa apariencia de bribón de poca monta del viejo gruñón y transformarlo en una suerte de individuo llenos de virtudes ocultas que la vida frustró.

     En la suma de hechos que el director le adjudica al pasado de este hombre es una actuación muy valiente en Vietnam, un acto de heroísmo salvando a algunos compañeros en la misma guerra, la atención devota a su ex mujer que padece de Alzheimer y está en un geriátrico que él paga hasta que no tiene más posibilidades de hacerlo –de todos modos, el guión no denuncia jamás de que vive este hombre, que si bien tiene una existencia muy precaria, come todos los días, bebe, maneja un automóvil, etc., etc. Finalmente provoca en el viejo un accidente cardiovascular –que no se sabe si se lo produjeron los acreedores que le reclaman una deuda o se le produce del propio susto- del que a los pocos meses se repondrá. Hay algunas cosas más que ocurren, que no es necesario enumerarlas todas.

      ¿Y qué sucede entonces? Que en la fiesta de fin de año del colegio al que va el niño, una institución que es un dechado de tolerancia e integración entre personas de distintos credos religiosos y con unas autoridades más comprensivas y bondadosas que la Madre Teresa de Calcuta, éste,  el niño, decide leer como trabajo –a todos les piden que describan a alguien que en su opinión tenga las cualidades de un santo- una suerte de biografía en la que elige al viejo gruñón como esa persona. Bill Murray, en un papel hecho a su medida, cumple una actuación muy destacada, lo mismo que Melissa McCarthy  como Maggie, la madre del niño, interpretado con ángel por Jaeden Lieberher,  quien actúa por primera vez. No hay más que eso y algunas emociones en las que el espectador sensible se verá afectado, sobre todo al darse cuenta de que es manipulado sin ninguna consideración.

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