Crítica de cine: Papeles en el viento
El fútbol es una pasión argentina arraigada y de vieja data. El cine de los años cincuenta y un poco antes incursionó en esa pasión abordando la realización de varios largometrajes que gozaron en aquel momento de mucha difusión y éxito. Y baste pensar nada más en películas como Pelota de trapo (1948) de Leopoldo Torres Ríos y en El hijo del crack (1953), de alguna manera su continuación, dirigida también por Torres Ríos, acompañado por su hijo Leopoldo Torre Nilsson; o un poco antes El hincha (1951) de Manuel Romero, con Enrique Santos Discépolo en el papel protagónico y más tarde, en 1960, El crack, de José Martínez Suárez, que alude a los negocios turbios detrás de ese deporte. De alguna manera, y más en tono de comedia dramática, Papeles en el viento retoma esa tradición y, encarando distintos elementos que recuerdan en parte aspectos de esos otros films argentinos, los toma como ejes laterales para contar una historia distinta de amistad y solidaridad, que tiene como telón de fondo esa pasión inalterada en nuestro pueblo y que en ese caso se encarna en cuatro viejos compañeros de barrio relacionados por su amor a la camiseta de Independiente.
El film tiene como punto de arranque la novela Papeles en el viento de Eduardo Sacheri, un escritor con mucho olfato para rastrear temas que pueden tocar la sensibilidad popular. Sacheri y el director Taratuto elaboraron el guion de la película con la suficiente habilidad como para que la historia, volcada al lenguaje cinematográfico, entretenga y emocione al mismo tiempo, además de hacer reír al espectador con pasajes de humor que son siempre bien recibidos. Lo que cuenta la película en síntesis es el pacto que hacen tres hombres de unos cuarenta años para lograr que se cumpla el sueño de un amigo muerto poco antes de que se empiecen a relatar los hechos. Resulta que el muerto se había gastado una indemnización por despido laboral y la había invertido en la adquisición de una figura joven del fútbol que prometía mucho en el deporte. Los amigos deciden retomar la operación –que por la muerte del hombre ha quedado sin representante- para poder vender al jugador y con el resultado de su venta asegurarle a la pequeña hija del amigo muerto una educación esmerada hasta su mayoría de edad y al mismo tiempo hacerla de Independiente. Lo que no saben que la joven estrella es como delantero un verdadero tronco. Es cuando deciden cambiarlo de puesto –se transforma en defensor- y a partir de esa conversión impulsan toda una serie de estrategias para venderlo al exterior.
Junto a la peripecia central, la película cuenta aspectos paralelos de la vida de los tres amigos y pierde en esa extensión cierta consistencia general, sin dejar por eso de mantener en vilo al espectador porque la cantidad de situaciones y derivaciones en las que caen en su esfuerzo por conseguir su objetivo no dan tregua a la atención del público. Daría la impresión de que Taratuto está más dotado para las historias más concentradas –como lo demostró en ¿Quién dice que es fácil o La reconstrucción-, pero eso no le quita eficacia a la película y tampoco mérito a su labor. Como cereza del postre, el largometraje tiene la participación de cuatro actores con los que el público está muy familiarizado y a los que sigue con la misma pasión que los hinchas a sus equipos de fútbol. Nos referimos a Diego Peretti, Pablo Echarri, Diego Torres y Pablo Rago, que de verdad cumplen sobradamente las exigencias que les impone el rodaje y tienen momentos de genuina entrega y acierto en sus trabajos.