Crítica de cine: Pacto criminal
Pacto criminal. (En el original: Black Mass o Misa negra). Estados Unidos, 2015. Dirección: Scott Cooper. Guion: Mark Mallouk y Jez Butterworth, sobre libro de Dick Lehr y Gerard O’Neill. Elenco: Johnny Depp, Joel Edgerton, Benedict Cumberbatch, Kevin Bacon, Peter Sarsgaard, Rory Cochrane y otros. Duración: 122 minutos.
Una historia de mafiosos, tomada de personajes reales, que está bastante por detrás de las mejores películas del género. Narra el ascenso y ocaso de un criminal de origen irlandés James “Whitey” Bulger, que instalado en la ciudad de Boston decide eliminar del comercio ilegal de sustancias a sus rivales italianos, que hasta entonces dominaban la parada. En su afán de crecer como gangster y alcanzar el dominio completo del negocio, Bulger se vincula secretamente con un ex amigo de la infancia, también de origen irlandés, John Connolly, que es en ese momento agente del FBI y utiliza la información que le proporciona el delincuente para dar algunos golpes y también ganar, en base al prestigio que le dan, posiciones en la agencia.
A ambos los une la tirria que sienten por los italianos –que es como un sentimiento atávico que procede de la niñez y justifica en sus miradas su asociación-, pero en rigor se usan recíprocamente para desarrollar sus ambiciones más íntimas de poder, cada uno en su lugar específico. Para eso son responsables de un macabro juego de actos de lealtad y traición, que los hace responsables por omisión o acción directa de una cantidad alevosa de crímenes, que el tal Bulger acomete con una frialdad y precisión que se parecen mucho a los de una fruición perversa.
En el medio de estos acontecimientos, el mafioso irlandés tiene un hermano senador que hace la vista gorda a las tropelías de su hermano, en un intento de probar (la película) hasta dónde todas estas actividades no podrían hacerse sin una cobertura política detrás. Lo cual, desde ya, no es en el cine norteamericano ya ninguna novedad y ha sido desarrollado en infinidad de films con más aliento y profundidad que éste.
Tampoco, desde el nivel actoral, las interpretaciones logran compensar algunas debilidades ostensibles del film, que por momentos resulta bastante monótono. Ni Joel Edgerton como el agente del FBI, ni tampoco Benedict Cumberbatch como el hermano senador o Kevin Bacon como uno de los jefes del FBI enfrentado a Connolly, producen destellos lo suficientemente atractivos como para arrancarnos del tedio. Con todo, lo más llamativo es la composición Johnny Deep al que se le ha inventado una máscara (armada con una leve calvicie pelirroja, un rostro blanquecino y unos ojos azules claros sin vida) que lo acerca a la caricatura, cuando en rigor no se trata de una película de mundos imaginarios y góticos al estilo de Tim Burton o una comedia de aventuras fantásticas como Piratas del Caribe. Un paso en falso de ese buen actor que es Deep.