Crítica de cine: Misión rescate
Misión rescate. (The Martian, Estados Unidos, 2015). Dirección: Ridley Scott. Guion: Drew Goddard, basado en la novela de Andy Weir. Fotografía: Dariusz Woíski. Música: Harry Gregson-Williams. Intérpretes: Matt Damon, Jessica Chustain, Kristen Wiig, Jeff Daniels, Michael Pena, Kate Mara, Sean Bean, Donald Glover, Chiveter Ejofor. Duración: 142 minutos.
Hollywood cultivó desde tempranas épocas una afición marcada por las películas relacionadas con viajes tripulados a Marte o de visitantes venidos de allí a la Tierra. En la década de los cincuenta en especial, pero también antes y después, hubo varios films dedicados al tema. Con el título Operación rescate, nombre que en la distribución en español reemplaza a la denominación original The Martian (El marciano), lo que ya se hace es adelantar que la trama se centrará en una aventura cuyo objetivo es la recuperación de alguien o algo y no un cuento relacionado con un ser extraño originario del planeta rojo. Se dice además que le devuelve a Ridley Scott al género de ciencia-ficción donde brilló en dos obras extraordinarias (Alien y Blade Runner), luego de las cuales se dedicó a las suculentas superproducciones comerciales con que el cine yanqui inunda todas las pantallas del mundo, desperdiciando un talento que todos creían daba para más. En rigor, más que una película de ciencia-ficción, Misión rescate se asemeja a una odisea de sobrevivencia, al estilo de la de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
Es cierto que la mayor parte de la historia transcurre en Marte, que hay una nave espacial que está allí y debe irse, que desde la Tierra se siguen todas las alternativas de un hecho que ha despertado el interés del mundo, pero frente al conocimiento que hoy ya se tiene del planeta rojo –hace poco se descubrió agua en él-, las continuas investigaciones en situ y otros estudios, no señalan a ese lugar como el cuerpo celeste ideal para contar una utopía de ficción como eran las clásicas. Y eso porque, a pesar de que aún se desconocen algunos secretos de él, ha perdido muchos de los misterios de otros tiempos. Una historia sobre la posibilidad de vida de alguien que es ubicado allí con distintos aparatos, en especial en estos años en que tantos grupos de estadounidenses –hay documentales al respecto- acarician la fantasía de irse a vivir al planeta del Dios de la guerra, pareció seguramente entrar más en las expectativas del público contemporáneo.
La película tiene todos los tópicos de una superproducción de Hollywood, toda clase de efectos técnicos y una cuota abundante de exageraciones, típica del cine de ese origen. El guión de Drew Goodard, que en un principio iba a dirigir el proyecto y luego desistió, sigue de cerca a la novela de Andy Weir: un tripulante de una misión de seis personas al planeta es abandonado por su grupo de trabajo creyendo que está muerto. Ese programa es abortado porque una descomunal tormenta amenaza con averiar la nave y terminar con la vida de todos. La comandante decide entonces despegar de regreso a la tierra. No tiene tiempo de averiguar si el hombre sigue vivo o no y, obligada por las circunstancias límites, parte. La lógica más elemental indica que no pudo haber sobrevivido, pero no: el hombre, un joven botánico incorporado a la misión debido a su profesión, vive. Y toda la película gira entonces en torno al esfuerzo que desde la Tierra se hará para recuperarlo, mientras él se las ingenia en ese tiempo para lograr alimentos que le permitan seguir vivito y coleando. Ni la novela ni el libro cinematográfico se preocupan demasiado por dibujar una personalidad compleja en el tripulante: es simplemente un hombre con cierto humor y una templanza de espíritu próxima a la de un superhombre, que no piensa en otra cosa que en salvarse. Como dice el autor de la novela: no tiene tiempo para deprimirse ni para las cavilaciones metafísicas. Piensa solo en que quiere vivir. Ese solo aspecto de unidimensionalidad empobrece toda la pintura del personaje, que jamás se conturba por el hecho de estar en soledad en un lugar donde no hay ni siquiera moscas para ver o entretenerse.
Todas las demás líneas del argumento y desarrollo del film siguen en esa dirección de compacto maniqueísmo, de clichés reiterados: la tripulación que se ha ido de Marte al enterarse de que su compañero está vivo decide, desoyendo los consejos de la NASA y corriendo grandes peligros, regresar al planeta rojo a rescatarlo. Nadie duda un instante, el espíritu de solidaridad es compacto, inquebrantable. Entretanto en la Tierra, un pequeño genio de color, vestido del modo más negligente que alguien se pueda imaginar para un lugar como ese (así son de democráticos en el país del Norte, sobre todo con los negros), descubre, mediante cálculos asombrosos, un procedimiento para acelerar la llegada de la nave que regresa al planeta. Y se los cuenta a sus jefes inmediatos y al desconcertado director de la NASA, de quién él ignora su cargo e incluso quién es, pero no importa porque todo suma al gran objetivo. Y hay incluso hasta una agencia científica china que contribuye al rescate, acaso pensando, más que en la necesaria cooperación mundial que se debería dar en el plano de la ciencia, en que la película tiene en el país de Mao un mercado potencial interesantísimo en materia de réditos. De ese modo se van ordenando los hechos, aunque de tanto en tanto surgen dificultades, pero alguna cabeza privilegiada y una dosis de valor indispensable, esa que hace que en las películas un solo norteamericano pueda ganar una guerra que nunca se ganó, hacen el resto. Por esas latitudes del mundo cinematográfico transita desde hace rato Ridley Scott. El elenco tiene varios rostros conocidos, empezando por el de Matt Damon, en un papel que no se recordará entre sus mejores trabajos, y otros más que siguen una regla de oro de la meca del cine: al laburo no se le hace asco, sobre todo si está bien pago.