Crítica de cine: The Master



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El Maestro. (Título original: The Master). Estados Unidos, 2012. Dirección y guión: Paul Thomas Anderson. Género: drama. Duración: 137 minutos. Fotografía: Mihal Malaimare Jr. Montaje: Leslie Jones y Peter McNulty.  Música: Jonny Greenwood. Intérpretes: Joaquín Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Ambry Childers, Rami Malek, etc.

Considerada por muchos especialistas como la película que debió llevarse varios de los lauros más prestigios del Oscar y no los obtuvo –la Academia solo la tuve en cuenta para tres nominaciones en el rubro de mejor actuación y perdió en los tres casos-, The Masters es un filme inusual, de sostenida calidad cinematográfica, pero lejano a lo que se puede considerar el gusto dominante (el mainstrem) de la industria norteamericana de cine. Es una historia larga, desarrollada en secuencias lentas y con una construcción que no sigue los lineamientos clásicos de la narración dramática, que no aspira a sentar una tesis ni a propugnar principios morales explícitos, aunque su descripción del mundo que nos trae ante los ojos es tan rotunda que todo lo que se pudiera decir para subrayar algún mensaje sería absolutamente redundante. Y tiene una curiosidad: está filmada en 65 mm, un formato que virtualmente fuera de uso en la era digital, pero que le da alta expresividad a algunas imágenes y que permite subrayar esa atmósfera casi fantasmagórica que envuelve de a ratos a la película.
Su director es Paul Thomas Anderson, un artista que se toma su tiempo para filmar y que cuenta con ardorosos partidarios que lo consideran la figura con más talento surgida en el séptimo arte norteamericano en los últimos tiempos. Sus obras más conocidas son Boogie Nights, Magnolia, Embriagado de amor y la más reciente y exitosa Petróleo sangriento, de hace cinco años atrás. Un detalle particularmente atractivo de este realizador es que, formado en la buena tradición del cine yanqui, suele usar como material de inspiración pasajes de otros filmes para volcarlos en sus trabajos, como sucede en este caso –y él lo cuenta en un reportaje- con Let There Be Light, un documental filmado por John Houston en 1946 sobre los veteranos de la segunda guerra mundial. Las imágenes del trabajo eran tan duras, que el Ministerio de Defensa de EE.UU. tardó un tiempo en permitir su proyección. Ahora Paul Thomas Anderson confiesa que tomó textualmente varia líneas de diálogos de ese documental.
La apropiación no es arbitraria ni tomada al azar. Uno de los dos personajes centrales de The Masters es Freddie Quell (Joaquín Phoenix), un soldado que participó en aquella confrontación bélica e intenta, en su regreso al país, asimilarse a una conducta previsible en esa sociedad que intenta un sueño de reconstrucción. Freddie es un joven con evidentes trastornos mentales, nunca se sabrá si producidos por la guerra o previos a ella. En todo caso, se puede deducir que de haberlos tenido antes no debió embarcarse en esa aventura bélica para la que fue reclutado obligatoriamente. En las primeras escenas ya se nota que es un joven obsesionado por el sexo –tiene relaciones con una figura de arena con forma de mujer- e inclinado al consumo excesivo de alcohol. Una de sus habilidades es preparar unos tragos muy apetecidos por la sensación alucinatoria que producen. El director dice que esta costumbre del personaje la tomó de un relato que le hizo el actor Jason Robards, que trabajó con él en Magnolia. Éste le contó que siendo soldado tomaba un preparado de jugo de frutas mezclado con combustible de una nave de guerra que les causaba el mismo efecto que un torpedo.
Fredie Quell trata en su regreso a la sociedad de reinsertarse en varias ocupaciones, pero una y otra vez sus trastornos le traen problemas. Se toma a trompadas con la gente, tiene actitudes “antisociales” y sin control a cada momento, resultado de su estado mental pero también de su afición cada vez más fuerte a la bebida. Hasta que en un momento, y en esa deriva, se encuentra con el otro gran personaje del filme, Lancaster Dood (Philip Seymour Hoffman), un líder de una secta que mezcla la autoayuda con la psicoterapia religiosa. El personaje, si bien no es, como dijo el propio director, un retrato biográfico de L. Ron Hubbard, el polémico creador de la corriente religiosa autodenominada Cientología, está inspirado en él. Este grupo, que presume de curar la angustia de los individuos hurgando en su espíritu mediante misteriosos viajes a sus   “vidas pasadas”, ha sido duramente cuestionado en distintos países y considerado nada más que una banda de charlatanes. En Hollywood, sin embargo, no pocos ricos y famosos son adeptos a su organización. En el primer contacto entre ambos personajes en la película, Quell deslumbra definitivamente al gurú con uno de esos brebajes atómicos que prepara para romper el cerebro.
A partir de ese encuentro, la historia se dedica a contar y describir esa relación casi simbiótica que se produce entre Quell y Dood, dos seres totalmente distintos, pero que se comportan como maestro y discípulo y de algún modo se ayudan mutuamente. Quell lo hace como forma de estabilizar una situación en su dislocada existencia, Dood para usar sus estallidos violentos y descontrolados en la solución de algunos asuntos turbios que se producen en la actividad de la secta, pero con tal riesgo que hasta la mujer del predicador, Peggy (Amy Adams), descubre que la continuidad de esa asociación puede resultar letal para el negocio. No obstante, como decimos más arriba: Paul Thomas Anderson no se ubica frente a los personajes para medirlos con una vara moral o ni para echarles una mirada de comprensión o repudio, narra simplemente los hechos, casi con cierta distancia, pero su dibujo de la decadencia de esta sociedad de postguerra, sumida en un sueño ilusorio y alienante y sometida a toda clase de patrañas –desde las más articuladas y sutiles del poder hasta las más burdas de las sectas- es realmente tan contundente, que no hay manera de no reflexionar, sacar conclusiones sobre lo que se ve.
En ese alto monto de buena factura cinematográfica hay que brindarle un merecido y especial reconocimiento a los trabajos de los actores. Joaquín Phoenix realiza una interpretación asombrosa, tanto por su composición física como espiritual. El mismo director dijo que, dado su poderosa compenetración, le resultaba a menudo difícil tratar con el actor real. Philip Seymour Hoffman agrega una perla más a su larga lista de estupendos trabajos, en una encarnación que produce una suerte de monstruo simpático e inquietante, un ser capaz de ser sumamente gracioso pero no hesitar en ningún medio a la hora de tener que resolver un problema. Y Amy Adams se muestra como una actriz en constante crecimiento, cada vez más sólida y eficaz en el cumplimiento de sus propósitos frente a una cámara.

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