Crítica de cine: Leviathan



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Leviathan. Rusia, 2014. Dirección: Andrei Zviaguintsev. Guion: Andrei Zviaguintsev y Oleg Negin. Fotografía: Mijail Krichman. Música: Philipp Glass. Intérpretes: Alexei Serebriakov, Elena Liadova, Vladimir Vdovichenkov, Roman Madianov y otros. Duración: 141 minutos.

La cinematografía rusa tiene una larguísima y fructífera tradición que no han podido cortar los cambios ocurridos luego de la caída del régimen soviético. Y si bien es verdad que no se filma tanto como en ese período, la escuela creada a través de tantos años ha generado nuevos artistas y creadores de mucho vuelo. Uno de ellos es Andrei Zviaguintsev, director de dos films que llegaron a la Argentina y lograron un justo reconocimiento de parte de la crítica y el público más afecto al buen arte: El regreso y Elena. Aunque dentro de un estilo de filmación personal que sigue mostrando cierto gusto por los planos largos y la cámara fija, Leviathan es sin embargo una obra cinematográfica distinta a los dos anteriores, más volcado al tema político y empapada de un pesimismo existencial que, aunque asomaba en aquellos títulos, no estaba tan marcado.

     La historia gira en torno a un mecánico de autos que vive con su mujer y su hijo –de un matrimonio anterior- en la casa que durante generaciones perteneció a su familia en una aldea costera del norte de Rusia. Allí, el alcalde del lugar, pretende demoler esa casa porque está en un lugar donde piensa levantar unas construcciones en las que él tiene interés, sobre todo económico. Los sucesos se van hilvanando de tal manera que el conflicto termina en tragedia y cárcel para el mecánico, de una manera tan injusta que no hay forma de que el público no se sienta conmovido por los hechos y, a la vez en solidaridad con la víctima, una pesadumbre y una impotencia irremediables.

      Detrás de esta desgracia, está el hilo de un entramado corrupto, con el alcalde a la cabeza, que vuelve todavía más odiosa la situación. Era evidente que una película de esta naturaleza, vista la propagación de los episodios de corrupción en todo el mundo, no podía menos que llamar la atención, sobre todo en los Estados Unidos donde suele pensarse que las cosas que ocurren en otros lugares no pasan en su propio suelo. Y eso a pesar de que el director de la película confesó que el hecho que inspiró la película estaba basado en un suceso ocurrido en Colorado, Estados Unidos, aunque transformado en una historia totalmente rusa.

      La película es deprimente –pero eso es por una elección estética e ideológica inobjetable, que uno puede aceptar o no, pero no discutir a un creador- y produjo entre las autoridades rusas, como era previsible, una clara reacción de malestar, sin por eso prohibir la película, pero alegando que daba una mala imagen de su país y sobre todo de sus autoridades actuales. En ese aspecto hay que decir que las referencias del film son claras: en el despacho del alcalde hay una foto enorme de Putin, de modo que nadie podría suponer que la historia aludiese a otro tiempo o lugar que no sea la Rusia actual. Zviaguintsev se defendió diciendo que esas fotos están en todos lados y es una costumbre de la burocracia de cada localidad: poner siempre las fotos de los gobernantes del presente, como hace unos años estaban las de Yeltsin y mucho antes las de Breznev. A pesar de este malestar, la película fue permitida y encontró distribuidores para difundirla por distintos países.

      En Estados Unidos, la película fue elegida entre las candidatas a llevarse el premio a la mejor producción extranjera, pero fue Ida, largometraje polaco, el que se quedó con el lauro. Más allá de la solidez de los recursos técnicos de Zviaguintsev y de las actuaciones que siempre están en un nivel de excelencia, hay que decir que el guión lleva casi inevitablemente y sin respiro a un epílogo por demás cerrado y sin ninguna otra opción, porque si bien nada de lo que se pueda decir sobre la corrupción parece poco –los archivos del planeta sobre casos de esta naturaleza conocidos y por conocerse podrían empapelar las paredes de varias ciudades-, las víctimas de esas operaciones se ven atrapados por una malla que no deja resquicio por donde escaparse, zafar, como si además de la dura naturaleza que los rodea y el estigma de tener funcionarios tan venales, hubiera algo en el propio espíritu de ese país que los condena a una penitencia sin salida, como en las novelas dostoievskianas. Y esto, no se puede evitar, deja siempre un sabor demasiado amargo, la sensación de que hay una mirada previa tan recargada cuyo propósito, más allá de los valores estéticos puestos en juego, que repetimos son intachables, es solo agobiar al espectador.

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