Crítica de cine: El lado luminoso de la vida
El lado luminoso de la vida. (Título en inglés: Silver linings playbook). Origen: Estados Unidos, 2012. Con guión y dirección de David O. Russell, sobre una novela de Matt Lew Quick. Duración: 122 minutos. Fotografía: Masanobu Takayanagi. Música: Danny Efman. Elenco: Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Robert De Niro, Jacki Weaver, Chris Tucker, Anupam Kher y John Ortiz.
Director neoyorkino nacido en 1958, David O’Russell ya era conocido en nuestro país por películas como Secretos íntimos (1994), Tres reyes (1999) o I Heart Huckabees (2000), en las que exponía de manera dura y revulsiva la disfuncionalidad de las familias norteamericanas. A partir de la también estrenada en la Argentina El ganador (2010), un drama que gira en torno al mundo del boxeo pero que tiene por verdadera preocupación los lazos familiares, O’Russell comienza a hacer una pintura de aquella disfuncionalidad menos áspera, menos gris. El lado luminoso de la vida, confirma este vuelco llevando las cosas tal vez hacia algunas tonalidades demasiado convencionales o previsibles, objeción que no le impide, sin embargo, constituirse en una buena película.
La historia cuenta el regreso a su hogar paterno de un joven llamado Pat (Bradley Cooper), que ha estado bajo tratamiento psiquiátrico luego de haber atacado brutalmente al amante de su esposa, a la que sorprende en flagrante infidelidad. Su comportamiento ha sido definido como bipolar, una categoría que la psiquiatría estadounidense maneja con demasiada flexibilidad y que intenta neutralizar con el insumo abundante de pastillas, que a menudo generan efectos contraproducentes, desde estados de absoluta postración hasta alucinaciones. El caso expuesto en el filme aparece claramente como un trastorno en la conducta “social” provocado por una dolorosa frustración amorosa y que en el aspecto sentimental se traduce en actos de violencia y poca claridad en el modo de expresar las emociones.
Este señalamiento es lo más rescatable del filme en su aspecto crítico, porque deja en la vidriera esa modalidad predominante de la psiquiatría del país del norte de abordar todas dolencias del espíritu como un vademecum de perturbaciones para las cuales siempre hay un bombardeo farmacológico puntual a mano, sin tener en cuenta el contexto familiar y social que lo provoca o estimula ni tentar terapias alternativas que eviten o atenúen la medicación. Es verdad que O’Russell se queda en esa mera descripción general del caso y no va más a fondo en el estudio del caso, que pasada la situación de crisis –que no se sabe cuánto duró ni que otros problemas le trajo al personaje- tiene sólo pequeñas recaídas y luego termina rápidamente “normalizándose” al conocer una nueva chica. O sea que opta por el desarrollo y el final feliz en la historia sin ahondar más. Acaso se entienda esta resolución porque, como lo explicó en una entrevista, él tiene un hijo con esos trastornos y fue ese hecho el que más lo indujo a rodar la película. Y debió desear que ella tuviera un epílogo similar al que aspira en la vida. Lo cual es legítimo y posible, sin duda.
El filme es claramente una comedia romántica con algunos visos dramáticos bien dosificados. Su inicio muestra al joven Pat, ante la visión temerosa de su madre, reincidir en su conducta y cometer algunos disturbios, primero en la clínica donde se atendía y luego en su casa, enfrentándose casi a golpes con su padre, que es un neurótico obsesivo serio –que en parte explica por qué el hijo está así- y que quiere resolver toda su vida apostando a distintos tics, rituales y cábalas para triunfar en apuestas de juego que le permitan sobrevivir luego de perder su empleo.
En el interín conocerá a la cuñada de su mejor amigo, una viuda joven muy sensual, pero autodestructiva e intemperante. Ella, Tiffany, es como un huracán en la vida de Pat, que al principio la elude por ser demasiado arrasadora para sus necesidades de equilibrio, pero finalmente termina por aceptarla y deja de buscar recuperar a su ex mujer, que era uno de los motivos de su obsesión. Todo concluirá con una participación de los dos en un concurso como los de Bailando por un sueño que, si bien no ganan, logran un lugar que le permite ganar al padre una apuesta de mucha plata, que estaba enhebrada a un triunfo previo del equipo Las Aguilas de Filadelfia. Como se ve un epílogo algo convencional y al que no le faltan algunos toques cursis, bien al paladar del público medio norteamericano, que valora tanto el baile como los deportes como instrumento importante de la vida social de las personas. Frente a esas defecciones del filme, lo que resalta como elemento compensador es la autenticidad de los personajes, de sus sufrimientos y alegrías, que transmiten con mucha verdad todos los actores. Y el rescate sin idealizaciones –porque a menudo parece a punto de estallar- de esa vida comunitaria en los barrios de ese país, aspecto que el propio director aceptó haber tomado de la influencia que le produjeron las películas de Coppola y Scorsese, como corresponde en una buena tradición de cine.
El papel de Tiffany lo compone la actriz Jennifer Lawrence, de 22 años, a la que el espectador pudo ver como la adolescente Ree en la película Lazos de sangre. Es una actriz formidable, no sólo con gran encanto físico, sino de una desenvoltura y vitalidad asombrosas. Es el mejor de los trabajos de El lado luminoso de la vida, por el cual está nominada al Oscar en uno de los ocho rubros para los que ha sido elegida esta obra, tal vez con exceso de consideración. Otra gran interpretación es la de Jacki Weaver en el papel de la madre, que desarrolla con honda sutileza su esperanza de que el hijo se cure y pueda reintegrarse sin problemas a la vida. También están excelentes Bradley Cooper y Robert De Niro como hijo y padre respectivamente. De éste último se ha dicho que es su mejor labor en los últimos años. Es cierto, pero sucede que venía haciendo roles horribles y en éste actúa con absoluta entrega, aunque sin llegar a la cima de otras grandes encarnaciones.