Crítica de cine: Django sin cadenas
El término “western”, término con el que se define a los filmes del Lejano Oeste norteamericano, está íntimamente asociado al director John Ford, creador que, entre otros largometrajes en ese género, rodó La diligencia y Río Grande, por mencionar dos de los más conocidos en su extensa producción. Lo interesante que Quentin Tarantino, responsable de la realización de Django sin cadenas, el último western aparecido en el cine en Estados Unidos, no comulga demasiado con Ford, del que ha dicho: “De más está decir que John Ford no es uno de mis héroes del western, de hecho lo odio, ni hablar de lo que hace con los indios sin rostro que mataba como a zombies.” De ahí que el director de Pulp fiction, un hombre siempre decidido a homenajear al cine del pasado en el que se formó, prefirió como punto de partida para lanzarse a hacer su nueva película los western-spaghetti, un género que trabaja sobre versiones menos edulcoradas de lo que pasaba realmente en aquel territorio de los Estados Unidos.
Eso es lo que lo movió a inspirarse para hacer su película en el Django del italiano Sergio Corbucci, uno de los autores de culto, junto a Sergio Leone y Sergio Sollima, de ese género. Aquel largometraje tenía por protagonista a Franco Nero, también incluido en una de las secuencias del filme de Tarantino. Ese es el punto de partida de su decisión de producir una historia que corrigiera la asepsia con que los directores “clásicos” tomaron el tema de la esclavitud y corregir una larga deuda no saldada ni blanqueada que la conciencia de su país tiene con aquel estigma. “Normalmente, cuando se filma el relato de la esclavitud, salen películas históricas con H mayúscula, polvorientos manuales escolares. Yo quiero romper para siempre esa vidriera con una piedra y llevarte adentro de la historia. Quiero hacer películas que lidien con el horrible pasado de los Estados Unidos, pero hacerlas como spaghetti-westerns, no como películas de Grandes Temas. Quiero hacerlas como películas de género que tratan con todo aquello con lo que Norteamérica nunca ha lidiado porque está avergonzada de ello, y que otros países no tratan porque sienten que no tienen derecho a hacerlo.”
Y vaya si esa piedra rompe la vidriera, porque en el estilo típico de Tarantino, en el de sus continuas citas y apropiaciones de escenas de otros filmes, en su condición de nerd (conocedor especializado de ciertos temas), que una y otra vez lanza guiños para deleite de los que están en el ojo de los detalles del género, en ese estilo desmesurado y exorbitante de sus escenas de violencia y de su desvelo por mantener siempre entretenido al espectador, lo que realiza es una tremenda denuncia de un pretérito que la memoria del país –la de sus instituciones dominantes y de gran parte de su población- se niega a revisar, a purgar con el arrepentimiento. Pero, cómo hacerlo, se podría preguntar uno, siendo el país que todavía desarrolla hoy en el mundo el despliegue de violencia y acción guerrera más brutal de la historia.
Por eso, en su particular estética, que no es afín a las monsergas morales ni a las condenas explícitas en lo que cuenta, Tarantino hace un claro ajuste de cuentas con ese pasado esclavista. Y en ese sentido es una actitud muy valiente. Muchas críticas lo han elogiado, otras lo han denostado, entre ellos la del director Spike Lee, quien la consideró una falta de respeto a sus ancestros. Entre los argumentos de esas críticas que se han lanzado sobre Tarantino está el hecho de que la película haya coincidido con varias matanzas en escuelas de los Estados Unidos y con la discusión que se está dando acerca de cuánto tiene que ver en esta cadena de hechos la industria del entretenimiento del país, tan volcada al culto de la violencia. Es verdad que esa industria, con su infinito material de actos de permanente violencia y muerte, puede estar influenciando en los niños. Pero, habría que separar algunas cosas.
Primero que la violencia está afuera del cine, aunque él pueda incitar a ella, en la propia realidad, empezando por la que imponen los barones dueños de la industria de la guerra con la fabricación de millones de armas para la muerte, y luego con el pingüe negocio que hacen acompañando las invasiones que organiza el gobierno de los Estados Unidos de territorios en todo el mundo para imponer sus intereses. Por lo demás, si debiera impugnarse una película como legitimadora de la violencia, sobre todo la de la tortura, es La noche más oscura, de Kathryn Bigelow, otra candidata a los Oscar, como
Django sin cadenas. Allí hay una tácita anuencia de lo que se hace. Tarantino impugna lo que ocurría en el esclavismo y contesta: “Si hiciera mi película mil veces más violenta, seguiría sin ser tan violenta como la realidad; por lo tanto, si me piden que la atenúe, me piden que mienta, que no cuente la verdad. No hay explotación, simplemente lo podés aguantar o no lo podés aguantar. Así era el condado de Chickasaw en Mississippi en 1958.” Circunstancia que él toma para elaborar una fantasía sobre una supuesta venganza de parte de las víctimas de esas violencias que nunca se consumó.
Eso es una película de Tatantino: se puede aguantar o no, se puede compartir su visión, su estética o no, pero no se puede negar que es un gran director. Sus fanáticos encontrarán en Django sin cadenas, una versión al nivel de ese otro filme de gran despliegue visual y fuerza narrativa como fue Bastardos sin gloria, que reivindicó al director de aquel bodrio que había sido A prueba de muerte (2007) y lo colocó otra vez en su nivel habitual. Esos espectadores tendrán 165 minutos seguidos de acción y entretenimiento y un elenco de primera. En el papel de Django, un negro esclavo que es liberado y convertido en socio por un cazarrecompensas alemán llamado Kim Shultz, lo interpreta con la precisión y austeridad necesarias Jamie Foxx. A su lado brilla, Christhoph Waltz, un actor austríaco extraordinario que ya había compuesto al cruel coronel nazi Hans Landa en Bastardos sin gloria. También interviene con mucho acierto en la construcción de su criatura Leonardo di Caprio, que hace de Calvin Candie, un perverso heredero del territorio que pertenece a la mansión Candyland. Otra figura destacada es Kerry Washington, la mujer de Django que debe ser liberada de la mansión Candylan. Su nombre: Broomhilda von Shaft, será otro guiño al conocedor por sus resonancias wagnerianas o la alusión a uno de héroes del blaxploitation de los setenta, ese movimiento cinematográfico hecho en esa época con integrantes de la comunidad negra como principales protagonistas. Y la frutilla del postre la composición de Samuel L. Jackson de un esclavo que, a la manera del Tío Tom, es sumiso y festeja las locuras o ideas de su amo. En fin, Django sin cadenas ofrece una buena oportunidad de ver cine de calidad y de mucha acción, como los clásicos westerns de nuestra infancia, aunque con una mirada distinta sobre ese tabú que eriza la piel de los norteamericanos: el esclavismo.