Crítica de cine: Birdman
Birdman. (En inglés: Birdman on The Unexpected Virtue of Ignorance. Estados Unidos/Canadá, 2014). Dirección: Alejandro González Iñarritu. Guión: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo. Fotografía: Emanuel Lubezki. Música: Antonio Sánchez. Intérpretes: Michael Keaton, Emma Stone, Zach Galafianakis, Edward Norton, Naomi Watts, Andrea Riseborough, Amy Ryan. Duración: 119 minutos.
Una vez más Hollywood no defraudó a quienes esperan que la meca del cine repita, aunque sea de alguna manera, el ritual de glorificación de sí misma que tanto enamora año a año a sus fieles seguidores. Y en ese sentido, los cuatro premios que otorgó a Birdman de los nueve a que tenía opción, entre ellos el de mejor película, no hace sino confirmar una vieja costumbre. Porque Birdman, cuyo reparto encabeza Michael Keaton, nos cuenta la historia de un viejo actor de cine, una verdadera ex estrella, que se niega a aceptar que ya no es lo que fue en otro tiempo y lucha denodadamente, contra sus propios fantasmas y los de los otros (en especial los de los críticos), por demostrar su vigencia. Y finalmente lo logra, con un triunfo rotundo, de esos que hacen volar la cabeza de placer a sus fans. Claro que no de una manera demasiado tradicional, porque el mexicano Alejandro González Iñárritu no es un director en ese estilo sino bastante más complejo y se encarga de realizar algunas triquiñuelas en el final que, si bien dejan al espectador con cierta dosis de incertidumbre, se podría pensar como un epílogo dichoso, aunque fantástico.
Es verdad que la frutilla en el postre de esta celebración se hubiera logrado de haber conseguido Michel Keaton el premio al mejor actor, que le fue arrebatado por Eddy Redmayne por dar vida en la pantalla al científico físicamente discapacitado Stephen Hawking en La teoría del todo. Nunca falta un aguafiestas que arruina la posibilidad de la felicidad completa a último momento. Es que para delicia de los hollywoodenses la historia de Reggan Thomson, el personaje central de la película interpretado por Michael Keaton, se parecía –según lo decían muchas notas- al del propio actor, aunque éste lo negaba. En la vida real, Keaton filmó unas cuarenta películas y se creó una fama bastante extendida de actor difícil para las productoras, hecho que se confirmó para la prensa y sus mentideros el día que rechazó hacer la tercera versión de Batman, con la que en los dos primeros largometrajes había logrado fama universal y mucho dinero. Decisión muy respetable de Keaton, que confesó estar cansado de repetir personajes y que, desde entonces, decidió retirarse a vivir a la apacible región rural de Montana y filmar mucho menos y solo en los casos en que estaba totalmente de acuerdo con lo que le proponían.
De hecho, filmó otras películas, aunque no tantas como se hubiera esperado, al tal punto que se cuenta que, el día que lo conoció a Barack Obama, el presidente, quien lo admiraba mucho por su trabajo en Beetlejuice, le preguntó por qué no rodaba más films. Bueno, el asunto es que Keaton decidió regular con autonomía su propia vida y no ser manejado como un muñeco por la industria, pero claro, en la versión organizada para el consumo popular por los medios de prensa él aparecía como un actor que había perdido status. Y un Oscar como mejor actor hubiera sido, para los que ingieren esa papilla mal cocida que le preparan las revistas sensacionalistas y que creen que la realidad se parece siempre a la ficción, fue un pequeño disgusto e impidió ese final feliz que probaría que cualquier esfuerzo honesto en ese país finalmente se reconoce, que solo los malpensados pueden opinar que esa industria es una picadora de carne. No es que Keaton haya trabajado mal o construido un personaje sin espesor, todo lo contrario, pero hubo otra labor que convenció más a los jurados. Esa es la pura verdad. Otra vez será.
En cuanto a la película en sí misma hay varias cosas que decir. Primero que el González Iñárritu que vemos en este trabajo no es ya el que conocimos en Amores perros, 21 gramos o Babel, en las que sus guiones fueron escritos por el extraordinario libretista Guillermo Arriaga, ni siquiera el de su último largometraje, Biutiful, que escribió junto a sus dos actuales guionistas: los argentinos Nicolás Giacobone y Armando Bo, ganadores ahora del Oscar al mejor libro en Birdman junto al poco conocido Alexander Dinelaris. Es un guion que deja muchas dudas, tiene contradicciones y apelaciones a la fantasía, que en algún momento se pueden atribuir a la mente afiebrada del protagonista y en otras a la encarnación de un suceso decidido mágicamente por el guion. González Iñárritu sigue filmando bien, aunque acuda mucho a los trucos y a los efectos especiales, tan del gusto del público norteamericano, giro que lo pone en riesgo de desandar un camino hecho en base a mucho talento e impronta propia para convertirse en nuevo soldado de ese batallón de pujantes realizadores de recetas seriales. Nadie dice que esto vaya a ocurrir, pero este ejemplo es un botón de muestra de lo que podría suceder. Hollywood se ha devorado a otras inteligencias poderosas transformándolos en cuentas de un mismo rosario. Un caso claro es el de Ridley Scott.
De algún modo, algunos argentinos podrán ponerse contentos por el hecho de que dos connacionales ganaran el premio al mejor guion, pero no estaría mal que primero vean de ellos dos la película nacional El último Elvis, mucho más genuina y del que muchos críticos consideran que éste Birdman es apenas una reescritura, proyectada a un plano de mayor ambición. Un detalle para destacar: el título en inglés es Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia. Birdman ya se sabe: es Hombre Pájaro. Pero “la inesperada virtud de la ignorancia” alude a un párrafo de comentario que la temible crítica del New York Times escribe sobre la puesta de la obra que el protagonista, Reegan Thomson, pone en escena en Broadway. El guion no se priva de darse el gusto de dibujar a una crítica que parece más una caricatura de historieta que un ser real y hacerle decir alguna frase de Flaubert que es ya un cliché más que conocido en el mundo teatral y no siempre probado. Y esto sin querer salvar a los críticos de sus errores, que todos saben que los tienen y a menudo en abundancia.
El elenco que integra el reparto de la película tiene actores de una gran categoría, lo que siempre contribuye a que cualquier relato se digiera mejor. Michael Keaton se luce en el papel del actor que se obsesiona por demostrar mediante la puesta de una obra teatral basada en un cuento de Raymond Carver (¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?), que está íntegro, listo para enfrenta cualquier reto. Acosado por la voz del Hombre Pájaro, que le habla desde su propio yo saboteándole la empresa actual e instándolo a volver a ese personaje que lo hizo famoso; frágil frente a su hija que le reclama un amor que su impotencia le impide darle, o perplejo ante las múltiples dificultades que se acumulan frente a sí, Keaton da todos los matices necesarios para que su composición permita el halago. González Iñárritu, como parte de la pulpa que es parte de sus secretos narrativos de la película y que nunca se resuelven del todo, le permite también algunos excesos al estilo de su telequinésico Birdman, que lo llevan a destruir prácticamente su camarín. El resto de los acompañantes están todos en un nivel de verdadera excelencia: Edward Norton, Naomí Watts y muy en especial Emma Stone como la hija.