Cold Ward
Galardonado en 2018 como mejor director en el Festival de Cannes, por su película Cold Ward, que se traduce como Guerra fría, el realizador polaco Pawel Pawlikowski ya había saboreado las mieles del éxito internacional al recibir el Oscar de 2015 al mejor film extranjero en lengua inglesa por Ida. Rodada íntegramente como ésta última en un muy sugestivo blanco y negro, un poco a la manera de cómo se filmaban en su país por los años cincuenta, y en un formato casi cuadrado, Cold Ward, a diferencia de Ida, que es un drama más político y social, es enteramente el relato de un amor apasionado, que sí transcurre en el contexto duro y áspero de lo que era la guerra fría entre los dos grandes sistemas antagónicos que se enfrentaban en el mundo de ese momento, o sea a finales de la segunda contienda mundial, pero no tiene como propósito central, aunque sea un hecho significativo, concentrarse en ese dato histórico.
Por eso, la historia comienza en la Polonia de 1949, país que se está adaptando en esa etapa al nuevo régimen socialista que resultó del triunfo de las tropas soviéticas sobre el nazismo en gran parte de la Europa Oriental. Y dura toda la década de los cincuenta y parte de los sesenta. En una zona campesina de esa nación, un pianista culto y dotado técnicamente, Wiktor (Tomasz Kot), recoge en una vieja grabadora, y junto a una asistente que lo acompaña, un conjunto de canciones de amor en la zona rural que utilizarán luego para un espectáculo coral. Junto con esa tarea, selecciona también a las voces que participarán del coro, entre las que está la de Zula (Joanna Kulig), una joven talentosa y conflictiva que, por algunos episodios policiales en la familia, está bajo la mirada atenta de las autoridades. Entre Wiktor y Zula se iniciará allí un romance que, bajo la presión de distintas circunstancias y situaciones difíciles, perdurará sin embargo, desarrollándose en ciudades diversas a las que, uno y otro, acceden a lo largo de los años que siguen a ese primer encuentro.
En una primera gira que el coro hace a Berlín, en ese entonces dividido en varias zonas, Wiktor, que quiere desarrollar su carrera en otro lugar, le propone a Zula huir desde allí a París. Y ella, que primero accede verbalmente, luego no llega a la cita. El siguiente encuentro será en París, donde Wiktor ha pasado de tocar canciones folklóricas polacas a un repertorio de jazz internacional sazonado con ritmos del naciente rock de los años cincuenta. Ella, que ha salido de su país gracias a que se casó con un extranjero, comienza en la ciudad luz a cantar acompañada por él y llega a grabar un disco. Pero la pareja sufrirá los avatares de una vida que no es fácil para ninguno de los dos y que es imposible sostener solo con la pasión. Zula volverá a Polonia. Luego se verán en Yugoslavia –donde él es detenido y enviado a Polonia y encarcelado durante un tiempo- y en ese país se verá una vez más con ella, que se ha casado con un antiguo burócrata del gobierno y ha tenido un hijo, pero que sigue enamorada sin remedio de Wiktor y decidirá finalmente unirse a él.
Clásica y moderna al mismo tiempo, porque Pawel Pawlikowski aborda el melodrama romántico pero hace de él algo distinto –y lo mismo con la tradición del cine polaco-, su film fascinará por su extraordinaria fotografía, la exquisita composición de los encuadres, la narración fluida y siempre inteligente, y un trabajo de actores soberbio, en especial el de los protagonistas. Ambos pueden transitar por la vehemencia y el dolor con igual intensidad, sin perder nunca ese aire profundamente real y humano que caracteriza a sus criaturas, seguidos por un elenco que mantiene siempre su desempeño a gran altura. Con esta nueva producción Pawlikowski, que ya tiene sesenta años, se ubica entre los mayores directores de su país. Y aunque su labor se desarrolló durante años de modo preponderante en el Reino Unido, donde filmó varios documentales pero también películas como Lest resort (La última oportunidad) en 2000 o My summer of love (Mi verano de amor) en 2004, o también Oculta pasión en 2011, es recién a partir de su decisión de volver a filmar en su tierra natal que su cine ha alcanzado un reconocimiento realmente unánime y universal, aunque en su propio país, el sector más conservador y de derecha de la prensa y de la propaganda oficial, lo haya zarandeado por Ida, que con valentía revela algunos aspectos oscuros de la conducta cómplice que algunos segmentos de la sociedad polaca tuvo en los tiempos del nazismo.