Belleza inesperada
Las fábulas de Navidad han sido siempre material atractivo para el cine y la televisión, que las han usado con cierta frecuencia para resaltar esa ilusión tan propia de los seres humanos de que los problemas que sufren se solucionen y que esa fecha próxima al cambio de año siempre acentúa de algún modo. A lo largo del tiempo se han hecho en ese sentido realizaciones de toda clase, que van desde las visiones edulcoradas hasta las legítimamente conmovedoras. En la literatura se evoca a menudo –y el género audiovisual lo ha abordado- el famoso Cuento de Navidad del no menos célebre escritor inglés Charles Dickens, que en su mensaje de esperanza no abandona nunca su feroz crítica a las injusticias perpetradas contra los desheredados y olvidados de la época de la revolución industrial.
Mucho más cerca de las versiones que no dejan huellas perdurables, y presa de una gravedad fronteriza con la solemnidad, Belleza inesperada resulta un film que está muy por debajo del nivel de expectativas que había suscitado por lo menos la prensa, en especial teniendo en cuenta el lujoso elenco de actores y actrices que aparecían en la nómina de invitados, todos ellos condenados, tal vez con la excepción de Will Smith, a papeles en los que poco y nada pueden exhibir sus extraordinarias dotes interpretativas. La historia cuenta el caso de un exitoso publicista, Howard Inlet, que, mientras desarrolla su carrera en una agencia que depende en gran parte de su talento, es sorprendido por la muerte de su pequeña hija, atacada por un extraño cáncer que se la lleva en poco tiempo. Este hecho, como ocurre en la propia realidad de cualquiera que haya experimentado una tragedia así, golpea brutalmente el ánimo de ese hombre y lo transforma en un virtual fantasma de sí mismo, al punto que enmudece, no habla con nadie y huye cuando alguien se le acerca a conversar. Lo único que hace es andar durante el día, casi furiosamente, sobre una bicicleta recorriendo, sin ningún cuidado la ciudad de Nueva York.
Un tema tan delicado y humano en manos de otro director que no fuera David Frankel, autor de comedias como El diablo viste a la moda o Marley y yo, hubiera provocado, por la dimensión emocional del tema, un verdadero shock en cualquier alma sensible. Acá solo suscita, en algún momento que otro, mínimas reacciones, porque es imposible que el corazón no se encoja como una esponja cuando se presencia una tragedia de este porte. Y todo eso debido a que un guion realmente calculador y efectista, perteneciente a Alan Loeb, convierte a la historia en una peripecia de trascendentalismo superficial y pomposo, de corte evangelizador, que le sustrae toda la posibilidad de verosimilitud, de acceso genuino a la emoción del espectador. Ya desde el comienzo, cuando antes de su desgracia, se lo ve a Howard bajando línea a sus arrobados subordinados y propinándoles grandes y mentirosas frases sobre la publicidad –como por ejemplo que ella no busca vender productos sino hacer feliz a la gente-, ya se nota la punta del iceberg de una retórica ampulosa y vacía que predominará en toda la película. Esa retórica, en la forma de una “filosofía profunda”, adelanta lo que ocurrirá en la próxima hora y media, pero es verdad que lo que sigue es peor a cualquier alternativa que uno pueda imaginar.
Una de esas incongruencias es que, en su terrible depresión, a Howard no se le ocurre otra cosa que enviarle cartas a la Muerte, el Amor y el Tiempo. Les envía cartas escritas a mano donde se les queja por no ser lo que dicen ser. Y sus amigos, que descubren lo que hace, han contratado a una investigadora para conseguir datos y ver si de esa manera consiguen declararlo loco. Necesitan vender la agencia que se ha ido a pique desde que Howard entró en crisis y de ese modo salvarse. ¡Divinos amigos, quién no quisiera tener unos así! Preparan entonces un plan para conseguir ese objetivo: contratan a tres actores, que encarnan a esas tres abstracciones (la Muerte, el Amor y el Tiempo) y se le presentan, cada uno por su lado, para recriminarle a Howard lo que les ha reprochado por carta. Las vicisitudes mágicas no se detienen allí y, de la mano de un guionista que se entusiasma, siguen en claro ascenso hasta llegar a límites absurdos, convirtiendo a la fábula en un despliegue de esoterismos y epifanías a granel. Lo que no está mal si, de entrada, la película no hubiera plantado la filmación como un relato realista. No más datos. Quienes la vean podrán completar la lista de los hechos que conducen a Howard a tener una nueva oportunidad en su existencia, a recobrarla en parte y, sobre todo, a evitar que el dolor, aunque subsista, no le impida seguir viviendo, no haga de él un ser despojado de todo hálito vital.
La película está muy bien filmada y deja ver a una Nueva York visualmente muy bella, como en un verdadero cuento de hadas en Navidad. La actuación de Will Smith, un intérprete que comenzó como cómico y en sus últimas películas ha adoptado papeles más dramáticos (En busca de la felicidad, Siete almas, La verdad duele), es convincente, en particular en los pasajes más comprometidos en lo emocional. Los demás están bien en roles que, sin embargo, no les exigen demasiado. Se supone que, con semejante elenco, el film debe haber sido realmente caro, porque ninguno de esos actores se conforma con cachets baratos. Si alguien quisiera enterarse a qué se refiere el título de “belleza inesperada”, que es lo que parecería hay que encontrar en la vida para redimirse de un dolor insoportable, sería bueno que lo transmitiera, porque ayudaría, por lo menos, a aventar cierto desconcierto que alguna parte del público expresa al salir de la sala. Tal vez sea un acertijo. De Navidad.