Aquarius

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Aquarius. Brasil/Francia, 2016. Dirección y guión: Kleber Mendonça Filho. Fotografía: Pedro Sotero y Fabricio Tadeu. Montaje: Eduardo Serrano. Diseño de producción: Juliano Dornelles y Thales Junqueira. Elenco: Sonia Braga, Maeve Jinkings, Iranchir Santos, Humberto Carrao, Zonaide Coleto y Fernando Teixeira. Duración: 142 minutos.

Para los lectores habituales de las noticias que ocurren en torno a los grandes festivales cinematográficos del mundo, Aquarius, más allá de sus virtudes estéticas, de las que ya se hablaba en las crónicas, venía rodeada de una módica fama porque en la conocida muestra internacional de cine de la ciudad de Cannes, en 2015, su equipo artístico se presentó a una de las reuniones del festival con grandes carteles que repudiaban el golpe de Estado de Michel Temer en contra Dilma Rouseff, gesto que considerando el alto nivel de ilegitimidad que rodeaba a ese movimiento antidemocrático que se apropió del gobierno de Brasil, no hizo más que despertar la simpatía de gran parte de la propia concurrencia a Cannes y de mucha gente que leyó la información en distintos lugares del mundo. 

Anécdotas aparte, Aquarius tiene variados méritos como para no aprovecharse de este hecho –que, por otra parte, no tiene relación directa con lo que ocurre en la película, sino que fue impulsado como una expresión política por fuera de ella- y demandar sobre ella una justa y debida atención en las ciudades donde se presente. Estrenada en los primeros días de enero en varias salas de Buenos Aires ya se han oído y leído distintas críticas que apoyan abiertamente su factura. La historia tiene vínculo con el tema que había atraído el interés del director en su primer largometraje: Sonidos vecinos, que se estrenó en Buenos Aires pero en muy pocas salas y con escasa repercusión. Se trata del avance agresivo y despiadado en el ambiente urbano de grandes emprendimientos inmobiliarios que arrasan con infinidad de lugares que son parte de un pasado que tiene memoria física y humana y se resiste a morir.

      En este caso, la protagonista del film, una mujer de unos sesenta y cinco años llamada Clara, vive en un departamento de un viejo edificio llamado Aquarius, en la ciudad brasilera de Recife (que es la del propio director), y que es codiciado por una constructora que pretende  levantar allí un complejo habitacional de lujo. El resto de los departamentos de ese edificio están vacíos porque la constructora ya los ha comprado y solo le queda por adquirir el que habita la mujer, que está atada a él por antiguos y profundos recuerdos: allí vivió con su marido, del que enviudó hace unos años, y crio a sus hijos, dos varones y una mujer, que ya grandes residen en otros sitios, pero la visitan con frecuencia. En esa unidad, la mujer está acompañada por una entrañable y amigable señora que  la ayuda en las tareas de la casa.

La película tiene una introducción emotiva y singularmente reveladora, porque ofrece claves que servirán como elementos de interpretación para lo que ocurre después. Clara festeja el cumpleaños setenta de su tía Lucía, que por lo visto ha tenido una fuerte influencia en su modo de ver su existencia. Eso se nota, sobre todo, en el intenso sentido de la libertad que con que se mueve en su conducta diaria. Allí, el marido de Clara, saluda el aniversario de la tía, pero sobre todo celebra que su esposa ha superado felizmente un cáncer que la había tenido en mal estado durante un tiempo. Esto es por los inicios de los ochenta, cuando Brasil se encamina hacia el final de la dictadura que la asoló durante casi dos décadas. En los discursos se alude a alguien de la familia que estuvo incluso preso.

Lo siguiente es ya Clara en la actualidad en su inmueble, ya viuda y con los hijos fuera del hogar, pero con la misma personalidad vigorosa de aquella época. Vive en el mismo edificio rodeada por la enorme colección sus discos de vinilo –es crítica musical de un periódico-, de cuadros y otros objetos que son amados por ella, porque son parte de su vida. Pero, lejos de ser una mujer encerrada en sí misma, solitaria o nostálgica, Clara es todo lo contrario: una figura llena de energías, con un poderoso deseo de vivir, nadadora incansable en la playa marítima que tiene frente a su domicilio, amiga pródiga de sus amigas –hay una escena antológica con ellas en un boliche bailable-, cultora de las relaciones amables con los vecinos de su barrio y buena madre con sus hijos, con los que discute, en especial con la hija, a veces conflictivamente pero siempre bajo el ala protectora del amor. Este es el dato que los constructores, en su afán de vencerla para que entregue el departamento, no tienen en cuenta. Que, primero, por medio de un joven arrogante que presume de sus estudios en Estados Unidos, tratan de convencerla amablemente y ante su resistencia van organizando operaciones cada vez más deleznables.

El resto no se cuenta, porque es parte de lo que el público debe enterarse por sí mismo. La historia es muy aleccionadora no solo porque es enfocada el contexto de ese conflicto mayor   -el avance depredador de una maquinaria que, encubierta bajo la fábula de que busca el progreso de la gente, en rigor solo la alienta un afán ilimitado de hacer negocios-, sino también porque intenta –y lo hace muy bien- una existencia luminosa y real, la de una mujer de carne y hueso, a veces contradictoria y dura, pero siempre fascinante como es Clara. Una existencia que, de algún modo, metaforiza la de muchos de nosotros, la de quienes día a día nos deslizamos ante el alud de imperativos a que nos somete la sociedad en desarrollo sin poder emitir ni opinión, imperativos que no reparan jamás en nuestras mínimas existencias, que, no por finitas y en algunos casos todo lo insignificantes que puedan ser, carecen de importancia o de valor. Todo lo contrario. El mundo está estructurado con esas historias individuales, que son las que le dan sentido. La filosofía, la antropología y la sociología de estos días tienen en el modelo imperante hoy en la comunidad global, un ejemplo desgarrador y cada vez más acuciante para estudiar hasta qué punto se han deshumanizado las relaciones en las personas, entre seres que, alguna vez supieron, que no eran nada sin los otros. Esa enseñanza parece evaporarse cada vez más.

Mendonça Filho no apela a ningún manifiesto político para dejarlo en claro, sino en una sensible historia de una mujer admirable. Tan admirable como es mujer es Sonia Braga, la inolvidable heroína de Doña Flor y sus dos maridos y otros films, ya madura pero igualmente atractiva, y dueña de una enorme sabiduría interpretativa, que transforma a su actuación en un carrusel interminable de hallazgos expresivos y aciertos ante cada desafío. Por fortuna, el resto del elenco está a la altura de la protagonista y, aunque el trabajo de ésta es absorbente y central en la trama, quienes la acompañan en las distintas situaciones lo hacen siempre con mucha eficacia. Otro punto alto del trabajo es la fotografía del film y la música que sigue todas las vicisitudes de Clara con una tonalidad honda y cálidamente brasilera.

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