Almacenados

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Almacenados. Autor: David Desola. Dirección: Susana Hornos. Intérpretes: Horacio Peña y Juan Luppi. Escenenografía: Marcelo Valiente. Vestuario: July Harca. Iluminación: Alfonsina Stivelman. Música: Leandro Calello. Teatro La Carpintería, Jean Jaures 858. Los domingos a las 17, 30 horas. 

El siempre interesante para el crítico o el observador atento de los fenómenos de teatro, ver cómo los dramaturgos incorporan influencias de otros autores, previos a su época o contemporáneos, y las amalgaman en sus obras tratando de que esas marcas no impidan el desarrollo de una voz propia, que es por último el objetivo básico de cualquier artista que se conceptúe como tal. Con qué grado de felicidad lo logra cada uno es ya un tema a elucidar en cada caso. David Desola Mediavilla, un creador teatral de origen catalán muy premiado en su país por sus textos para la escena, es un modelo bastante transparente de una de las maneras en que ese fenómeno, que consiste en partir de otro para llegar a ser uno mismo, se puede lograr. Nos referimos no a toda su producción, que no conocemos, sino exclusivamente a Almacenados, pieza que se ha presentado en Buenos Aires gracias a una puesta conducida por la excelente actriz y directora española Susana Hornos.

Esta obra, que en un principio se llamaba Estamos, estamos, fue escrita  en 2003 y se estrenó en 2004 en España con dos actores muy conocidos (José Sacristán y Carlos Santos), que la exhibieron por todo el territorio de la península con mucho éxito. Luego tuvo muchas otras versiones en distintos países e incluso se le dedicó una película en México con el mismo nombre y dirigida por Jack Zagha, de la que también el autor escribió el guion. Almacenados se concentra sobre la relación de dos trabajadores, uno de ellos, Lino, que está a cinco días de jubilarse, y Nin, un joven que viene a reemplazarlo como encargado de un depósito, según se afirma, de mástiles para embarcaciones. Son dos mundos, en apariencia, muy opuestos: el viejo, que lleva ya 29 años al frente de ese trabajo es un hombre rigurosamente ordenado, que tiene o desea tener todo bajo control, hasta los más mínimos detalles, y no soporta cambios que alteren, al menos en ese sitio, su abigarrada rutina, su camino diario de hábitos seguros y sin sorpresas desagradables. Nin, al revés, y aun siendo un joven educado, trae al lugar un espíritu más informal, de mayor espontaneidad y cuestionamiento, propio de su edad.

De modo que durante los primeros días de la relación (Lino tiene cinco días para preparar a Nin como nuevo encargado) el texto saca mucho partido, sobre todo en el plano del humor, de los pequeños y nimios conflictos que se derivan de ambas actitudes frente a las situaciones que se presentan. Pero lo que sucede es que, además de pasar largo tiempo enfrascados en discusiones bizantinas, es que en ese depósito no pasa nada, todo parece muerto. No hay ningún llamado telefónico destinado a avisar que llegarán en cualquier momento algunos camiones a descargar los mástiles que, de acuerdo con el relato de Lino, se juntan allí en cantidades industriales. La preciada mercadería no llega nunca y eso es sospechoso. Y Nin, con justificada curiosidad, incrementa sus preguntas, mientras Lino trata de evadirlas cada vez con menos convicción. “Acá, no hacemos tantas preguntas, sino que vamos a lo que vamos”, contesta el viejo como si dijera una gran verdad y en rigor no afirma nada.

Aprovechando ese clima de inmovilidad y rutina, tan afín al absurdo beckettiano –algunos críticos se animan incluso a hablar de una impronta kafkiana, aludiendo, creemos, a un entorno de encierro laberíntico, de permanente imposibilidad de llegar a concretar algo-, Desola hace una inteligente pintura, entre sombría y cómica, de algunas taras de los universos laborales de la sociedad actual, que vale tanto para España como Argentina y para tantos otros países, porque viene atada a los estilos de la globalización. Y en esa dirección señala el carácter alienante de algunas ocupaciones cuyos rasgos dominantes son la precariedad, su falta de calidad formativa, el vacío de contenidos que dignifiquen a las personas y no las conviertan solo en bestias de carga o autómatas que sirven a sus patrones sin pensar. Como Beckett, Desola alumbra lo que es el sinsentido en que pueden caer esas vidas al no hacerse de ellas una aventura creativa, enriquecedora, donde alguien puede encontrarse con su deseo y no negarlo. Algún comentario ha indicado que en la sumisión de Lino, en esa disposición de él a acatar sin chistar todo lo que le propone el otro –de hecho se pasa 29 años trabajando en un depósito al que no llega ningún material y evita una y otra vez pensar o cuestionarse si eso no es una tapadera para otra actividad que la empresa está ocultando- hay bastante del conocido síndrome de Estocolmo que sufren algunos secuestrados. Y en ese aspecto, la palabra “almacenados” tiene cierta familiaridad con esa condición.
        
Planteada esa primera visión, el autor catalán provoca luego un punto de disrupción, que difícilmente aparecería en una obra beckettiana y que es el propio camino que imagina Desola para contar su propia peripecia y desembarazarse de ese traje de hierro que le propone la huella estética del gran irlandés. Resulta que durante los diálogos que mantiene con Lino, Nin descubre que éste tiene que marcar todos los días su entrada siete minutos antes en el reloj, porque de lo contrario no le marca la hora exacta de su ingreso. Y, como nadie le arregla este desperfecto o nunca pidió que se lo solucionaran, Lino se dedica 29 años a marcar siete minutos antes. Y un día en que el hombre mayor va a la empresa para que el dueño de ella lo salude y le pague el último sueldo, Nin, aprovecha entonces, y haciéndose pasar por un psiquiatra, perpetra una picardía: llama al patrón y le propone que para no alterar el delicado estado mental de quien se está por jubilar y le produzca una ira fatal a la que es muy proclive, lo mejor es sorprenderlo durante la visita agregándole a su sueldo el pago de los 29 años de siete minutos que ha trabajado de más. Y lo convence. A su regreso al día siguiente, Nin también le muestra a Lino un formidable mástil de barco que ha envidado, según le dice inventándolo, una empresa extranjera relacionada con la firma en que trabajan.
      
Y si bien ambos recursos impresionan como un poco ingenuos y extraños a la atmósfera de cerrazón que ha prevalecido en la primera parte de la obra, es innegable que esa estrategia genera un chorro de luz, un soplo que oxigena la inacción del lugar y que le permite al dramaturgo apuntar que, a pesar de las desconfianzas iniciales y las diferencias que subsisten aun entre ambos seres, entre ellos se ha empezado a tejer un lazo de solidaridad y afecto, punto basal de la recuperación de cualquier proyecto humano. ¿Es suficiente? Tal vez no, porque, sobre el epílogo de los cinco días de prueba, Nin asume sus funciones con la misma disposición de espera absurda que tenía su antecesor y todo parecería recomenzar en el mismo lugar. Pero Lino le pide si puede seguir viniendo al lugar para verlo y acaso del nuevo cóctel de energías y esa amistad pueda salir algo distinto. Desola no apuesta a la posibilidad de un cambio milagroso, porque no los hay. Todo cambio verdadero es siempre difícil.  En todo caso, es cierto que una luz distinta ya ha penetrado en la conciencia de esos hombres. Habrá que ver que hacen con ella, sobre todo el joven. 
      
La representación de Almacenados ha dado la posibilidad de conocer –por lo menos a los que no habíamos visto nada de él- a un autor interesante, del que se sabe tiene más de quince títulos teatrales escritos, algunos en colaboración, además de muchos guiones para cine y televisión. Varios de ellos, como se dijo, premiados. Acaso este contacto sea también la apertura de una puerta que lleve a otros trabajos de su repertorio. En cuanto a la puesta, la escenografía de Marcelo Valiente ha logrado transmitir, en ese espacio casi vacío y con muy pocos elementos (un perchero, una máquina para fichar las entradas, un escritorio con una silla para el encargado del lugar), la imagen de un sitio descarnado y penumbroso, totalmente desangelado y falto de calor humano. En ese contexto, los dos actores que asumen los papeles del viejo y el joven, muy bien dirigidos por la certera mano de Susana Hornos, alcanzan a dar vigorosa vida a sus criaturas, creando con sus disputas y divergencias en el modo de ver las cosas pasajes de mucho placer para el espectador. Horacio Peña, y lo repetimos por si hace falta: uno de los grandes actores argentinos de este tiempo, compone con mucha exactitud a un adulto gruñón y de pocas pulgas que, de a poco y mediante pequeños y sutiles quiebres introducidos en la coraza de su personaje, va mostrando a alguien que, sobre el final y como si saliera de una profunda soledad, siente la redentora calidez de un acercamiento a otro ser, más joven que él y tal vez más inexperto, pero que le revela la posibilidad de otra mirada del mundo. Juan Luppi, a su vez como Nin (“un nombre ridículo”, como le dice Lino), estructura un personaje fresco y muy verosímil, capaz siempre de reaccionar ante los hechos con una naturalidad que está lejos de los hábitos del hombre que lo recibe y que, en el contrapunto escénico, produce un eficaz juego de polaridades.  
                                                                                                                             

                                                                                                                                   Alberto Catena       

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