La revolución que viene: Internet de las cosas
Hace bastante que venimos escuchando hablar del tema, y sin embargo lo que puede pasar en el futuro con la llamada “Internet de las cosas” parece ser muchísimo más grande de lo que ya sucedió. El fenómeno -que también se conoce como “Internet of things” (en inglés), o “IoT” (en su forma abreviada)- no es más que la interconexión digital de diferentes objetos con la red de redes. El concepto queda relativamente bien ilustrado por su propio nombre, aunque se vuelve a la vez algo impreciso debido a la vaguedad de la palabra “cosa”. Por eso la forma más habitual para explicar de qué se trata suele darse a través de ejemplos: heladeras que comunican que el queso está por vencerse; cepillos de dientes que detectan las caries y automáticamente piden turno al dentista; macetas que avisan si necesitan agua y en qué exacta cantidad.
Pero la IoT es mucho más que eso. De hecho Kevin Ashton (el inglés experto en tecnología que acuñó el término ya en 1999) siempre está diciendo que el inodoro que analiza la orina o el plato del perro provisto de un chip no terminan de dar cuenta de un advenimiento que es bastante más grande y por cierto mucho más ambicioso, una tecnología con el potencial para cambiar el mundo.
Según Ashton las computadoras actuales dependen de las personas para recibir información, con lo cual la obtención de datos se ve circunscripta a lo que los seres humanos son capaces de introducir en ellas al teclear, presionar un botón, tomar una imagen digital o escanear un código de barras. El problema –dice- es que las personas tienen un tiempo, una atención y una precisión limitada. Pero si tuviéramos computadoras que supieran todo lo que tuvieran que saber sobre las “cosas” mediante el empleo de datos que ellas mismas pudieran recoger sin nuestra ayuda, entonces podríamos monitorizar, contar y localizar casi todo a nuestro alrededor, reduciendo de una manera notable errores, pérdidas y costos.
Pensemos en contenedores de basura urbanos capaces de notificar al camión cuando requieren ser vaciados. En calles y semáforos que gestionan el tránsito. En buques contenedores que llevan exactamente lo que se va a consumir de tal o cual producto, en industrias que no malgastan un solo megavatio. Si la esencia de la economía tiene que ver con conseguir el máximo output por determinado input, entonces la cosa empieza a ponerse interesante. No por nada se habla del fenómeno con mayor capacidad de crear riqueza en la historia reciente.
De a ratos parece algo de ciencia ficción, pero hace tiempo que la Internet de las cosas está entre nosotros. Basta pensar en nuestros teléfonos, esos aparatos con los que hace quince años apenas hablábamos y hoy nos sirven para ubicarnos, obtener todo tipo de información del entorno (temperatura, presión atmosférica, comercios cercanos, etc.) y hasta producir videos y compartirlos con medio planeta.
Vivimos en un mundo conectado, eso no es novedad. Sólo que estamos en el apogeo de lo que podría calificarse como “Internet de las personas”, dado que la mayoría de los habitantes de los países desarrollados disponen hoy de conexión. La próxima revolución se dará a medida que también comiencen a conectarse los objetos. ¿Y por qué sucede esto justo ahora? En parte porque los costos de conectar las cosas están bajando, pero también por la evolución simultánea de un buen número de tecnologías, además de las posibilidades que derivan de su convergencia: sensores cada vez más chicos y potentes, un hardware que facilita la conectividad con un consumo energético mucho más bajo y un software capaz de almacenar y analizar cantidades de datos astronómicas. El caldo perfecto para una nueva revolución.
¿Un mundo distinto?
Uno de los ámbitos en los que la IoT encuentra un fértil campo de acción es de las ciudades avanzadas o Smart Cities, un concepto que no tiene tanto que ver con grandes infraestructuras o escenarios futuristas, sino –justamente- con utilizar la información disponible para tomar decisiones más eficientes y rápidas en cuestiones como el consumo energético, la recolección de residuos o el tránsito. Eso hace pensar que las urbes del futuro probablemente no sean tan diferentes de las actuales (por lo menos desde lo estético), aunque en sus entrañas sí tendrán lugar transformaciones profundas y sigilosas, quizás parecidas a lo que implicó para nuestras vidas el aumento exponencial de la interacción y la conectividad
También la industria está beneficiándose de la IoT al contar con maquinaria que se encarga de controlar los procesos de fabricación y los mantenimientos, minimizando errores y reaccionando de manera automática antes cualquier eventualidad.
El control ambiental, el sector de la salud, la generación de energía y prácticamente todos las áreas comerciales cuentan con “cosas” para conectar, cataratas de datos para procesar, decisiones que con la información justa podrían tomarse en forma más rápida y sacando un mejor partido a partir de una serie de recursos que resultan cada vez más escasos.
Cabe también preguntarse si el fenómeno entraña algún peligro, desde la posibilidad de que nos hackeen la cafetera hasta la inestimable escalada de daños que podría provocar un apagón informático, pasando por los riesgos para nuestra ya menguada privacidad. Otra pregunta es qué vamos a hacer con toda esa información que constantemente proveen tantas máquinas y dispositivos y ciudades enteras, incluyendo por supuesto nuestros cuerpos monitoreados durante 24 horas al día.
El caso es que los límites de la IoT todavía no se conocen. Puede tener un impacto disruptivo semejante a la adopción de la electricidad. O puede darse un cambio homeopático, profundo a cuentagotas. “Si una persona se conecta a la red, le cambia la vida. Pero si todas las cosas y objetos se conectan, es el mundo el que cambia”, dijo hace un tiempo el CEO de Ericson Hans Vestberg. Por el momento todo parece posible.
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