Hoy comemos Milanesas
De tan omnipresentes en la cocina argentina de todos los días, se hace difícil describir a esta especialidad de gran desarrollo por estos pagos, a donde llegó, como casi toda nuestra gastronomía, desde el otro lado del Atlántico. Más precisamente de la Cotoletta italiana, ampliamente difundida en el sur pero también conocida en Milán, de donde seguramente proviene el nombre que aquí se le dio. En cuanto a sus características, también es pariente de los Escalopes franceses y los Wiener Schnitzel austríacos, aún hoy uno de los platos más populares del centro de Europa en general y de Viena en particular, y también conocidos en grandes capitales de otras latitudes, como Nueva York o Londres, e incluso en versiones de comida callejera en no pocas ciudades de los Estados Unidos.
Acá, los cortes de milanesa son los más consumidos entre la amplia oferta de carne de ternera. De acuerdo con los resultados del Primer Mapa del Consumo de Carne elaborado por el Instituto de Promoción de la Carne Vacuna (IPCVA), más del 80% de las personas consultadas dijeron que representan el plato vacuno principal en sus casas, más que los bifes o churrascos (66%) y el asado (65%). Otros estudios de la misma entidad marcan diferencias en el corte elegido según el nivel socioeconómico. De mayor a menor: peceto, nalga, bola de lomo, cuadrada.
Sobre su preparación, aunque no hay mayores variantes, no hay una receta única. Además del grosor y el corte elegidos —y más allá de que pueden hacerse de pollo, de pescado, de cerdo, de cordero e incluso de bife, en los dos últimos casos con su correspondiente costilla—, hay distintas preferencias en el rebozado. Hay quienes pasan la carne por harina antes de sumergirla en el huevo y luego en el pan rallado; otros prefieren marinarlas antes del rebozado con diversas recetas y productos, entre ellos vino blanco, vinagre, ajo, perejil, orégano, albahaca; también los que las sumergen en una mezcla de huevos, leche y condimentos (mayormente sal, pimienta, ajo y perejil) durante un día entero y luego las rebozan; quienes le agregan queso rallado y/o ajo y perejil al pan rallado, entre otras variantes. Sobre lo que hay acuerdo general es a la hora de freírlas: aceite bien caliente y abundante que cubra las milanesas, de tal modo que queden doradas, crocantes y secas, en especial después de recostarlas sobre papel absorbente.
Un párrafo aparte merece el sándwich o, mejor, sánguche de milanesa, probable ganador en el podio de comida argentina al paso que completan el choripan y el pancho. Especialidad en sí misma, por lo general servido en pan francés con lechuga y tomate, el de milanesa se consume a cualquier hora y en las ciudades se los consigue hasta en los kioscos. Es, además, una de las pocas creaciones que tienen su propia capital, la ciudad de San Miguel de Tucumán. Allí, el de milanesa es el sándwich más popular y el que, por lo tanto, genera una sorda competencia para ver cuál es el rey. Para muchos, y durante décadas, fue el de “Chacho”, el alias de José Noberto Leguizamón, que arrancó con un kiosquito en una estación de servicio y terminó con un local grande y muy bien ubicado, en la calle Aconquija, que el año pasado bajó la cortina después de medio siglo.
Pero el verdadero aporte local es la Milanesa a la napolitana. La historia, aunque conocida, merece recordarse. Una noche, en la década de 1950, un habitué del restaurante El Nápoli, ubicado frente al Luna Park, pidió su acostumbrada milanesa. El cocinero se distrajo, se le pasó de cocción y entonces preguntó a Jorge La Grotta, el dueño, qué podía hacer. El hombre le dio una solución: ponerle jamón, queso y salsa de tomate y gratinarla al horno. La variante tuvo aceptación inmediata y pasó a formar parte de la carta del lugar como Milanesa a la Nápoli, y de allí al resto de la ciudad y el país convertida en Napolitana que, mezcla absurda de gentilicios, es como hoy la conocemos y comemos. Sale con fritas.
Oscar Finkelstein