Comida criolla
El trillado crisol de razas que al parecer configura la identidad argentina también mete la cola en la cocina, lo que por un lado garantiza diversidad y, por otro, le otorga un margen mayor de ambigüedad. Como vimos en la entrega anterior, ni siquiera “nuestro” asado es totalmente industria nacional, aunque es cierto que tiene su color local. Con la comida criolla -o autóctona o regional- pasa lo mismo que con otras especialidades, que parecen ciento por ciento argentinas pero, la verdad, no lo son. Las empanadas, por ejemplo. Quien haya comido alguna vez un “lachmachin” (en cualquiera de sus grafías) o fatay, reconocerá en esa suerte de empanada triangular de carne, típica de la cocina de Medio Oriente, una especialidad que bajó de los barcos junto con los inmigrantes sirio-libaneses. Y quien haya recorrido Latinoamérica sabrá que, con todos sus matices, las empanadas, mayormente fritas, tienen sus versiones tanto en la región sur del continente como en la central. Sus parientes dulces, los pastelitos, en cambio, no tienen un correlato muy claro, y apenas un lejano espejo en el también oriental baklavá, en gran medida por su masa hojaldrada embebida en almíbar.
Por supuesto que las empanadas argentinas son únicas –entiéndase, no necesariamente las mejores, sí diferentes a todas las demás. Más aún, cada región y cada provincia tiene “su” empanada, tanto en la masa como en la forma de cocción, en los componentes del relleno y en los condimentos. Esto sin contar con la contribución de cada pueblo, cada familia, cada persona, y sólo hablando de las de carne, sin contabilizar las infinitas combinaciones de ingredientes que, con fortuna diversa, van desde lo más imaginativo hasta lo más absurdo.
El acento “turco” del Mediterráneo está presente en la carbonada, un guiso a base de carne vacuna (en reemplazo del cordero oriental), con duraznos rehidratados y aroma de comino, otros dos ingredientes típicos de aquellos pagos. Con su inequívoco origen inca, el locro –aquí lo que se aporta es, esencialmente, el maíz blanco-, lleva en sus entrañas algo del puchero que nos legaron los españoles, que a su vez lo heredaron de sus vecinos norafricanos. Y lo mismo con el guiso de mondongo, la buseca, las legumbres en sus potajes poderosos, el puchero. Qué decir de los tamales, con sus decenas de versiones panamericanas. O el norteño pastel de pollo, que algo quizá le deba al tradicional “chicken pie” inglés.
En fin, el asunto no es si acá inventamos la pólvora –todo indica que fueron los chinos-, sino qué uso le dimos. Un país con una historia tan relativamente breve no debería pretender que su población, mayormente inmigrante, se caracterizara por su inventiva. El otro aporte, lamentablemente perdido o deliberadamente olvidado, debió haber sido el de los pueblos originarios. Pero esa es otra historia. En cualquier caso, ¡Feliz 25 de Mayo!
Oscar Finkelstein