La tarea del crítico
Como afirma Mariana Dimópulos, responsable de la edición, prólogo y textos introductorios de la selección de trabajos de Walter Benjamin publicados en este libro, los románticos habían anunciado que la crítica estaba para construir y ampliar los límites de la literatura. Y Benjamin fue un heredero directo de ese gran concepto, al punto que colocó a la crítica en un plano compatible con el de la poesía. La irrupción del lúcido escritor alemán en el ejercicio de esa especialidad coincidió, además, con un contexto, el de los años veinte del siglo pasado, en que el campo donde ese trabajo se podía cumplir se estaba transformando a ritmo acelerado. Las revistas literarias se habían multiplicado y, durante la República de Weimar, también los suplementos literarios de los diarios comenzaban a cobijar cada vez más al género. Todo eso favorecía el desarrollo de la crítica, ampliando su aceptación hacia sectores que por su número superaban ampliamente el de las antiguas recepciones.
Benjamin fue consciente de esa circunstancia y atento a ello elaboró una estrategia de cambio, de enriquecimiento para la crítica. Hasta ese momento, los juicios sobre las producciones artísticas no habían transpuesto las fronteras de lo que se llamaba la “crítica del gusto”, que reducía esa especialidad al mero espacio subjetivo de la opinión. Benjamín, a contrapelo de esa corriente, creía que ese género debía convertirse –en su forma más acabada- en una crítica vertebrada en función de la verdad y cuyo objetivo último era dar con la auténtica actualidad. Pero concretar ese avance, suponía introducir a la crítica en otro campo de experimentación: el de la propia prosa. El ensayo especulativo debía transformarse. Benjamin redondeó esa transformación, dice Dimópulos, de la mano del modelo de escritura surrealista, que conoció por 1925. Lo muestra la particular escritura de un libro de crónicas fragmentarias, Calle de dirección única, y también la prosa crítica que comenzó a redactar para revistas literarias y suplementos de diarios y periódicos.
De esa última prosa en publicaciones literarias y en la prensa proviene la selección de escritos del presente volumen. Esa crítica construye su ámbito de existencia entre el ideal romántico del análisis de la gran obra del arte –donde el arte se toca con la filosofía- y el misterio propio de la actualidad, que se relaciona una y otra vez con la política. No hay crítica neutral dirá más adelante Benjamin. Y en esa dirección enfoca su trabajo que se diversifica en varias modalidades: crónicas, reportajes, reseñas, reflexiones. En su programa, Benjamin afirmará que la meta de la crítica es aprender a ver en la obra. “No es posible reconocer una crítica que en ningún punto solidarice con la verdad que se esconde en la obra de arte”, -remata.
El libro está dividido en seis títulos, cada uno de los cuales incluye distintos trabajos de Benjamin. Todos son fascinantes por la radicalidad y lucidez de las meditaciones del autor, pero muy especialmente los dos que llevan por nombre: “Figuras de escritor” y “De la política”. En el primero de ellos, en búsqueda de una crítica marxista que contemple las condiciones de producción, el creador de La obra de arte en la era de su reproductividad técnica desarrolla dos conceptos: el del autor como productor y el de la literatura como mercancía. En el segundo expone una dura impugnación al pacifismo burgués. La Gran Guerra había trazado una línea divisoria constitutiva, entre los muchos entusiastas y los pocos que desde el principio la condenaron. Benjamín estuvo entre estos últimos. Y fue luego intransigente con los que más tarde se arrepintieron de su adhesión y se volcaron a un pacifismo hipócrita. El verdadero pacifismo, decía, no cae del lado burgués, sino de una crítica radical desde la izquierda.