El fútbol y su ética propia
En tiempos en los que los técnicos reclaman continuidad y larga vida, sabiendo que son el primer fusible que se cambia en caso de emergencia, la salida de Quilmes de Ricardo Caruso Lombardi, pone en tela de juicio cuestiones que exceden el mero marco del fútbol y sus contingencias. Cuestiones de forma y de fondo. Ética y estética de los que se pasean por el corralito.
Escribe Román Iutch.
“Los árbitros tienen que tener cuidado con sus fallos. Por culpa de los errores que cometen, los técnicos nos tenemos que ir si perdemos y tenemos que dejar nuestro trabajo”.
Las palabras de Ricardo Caruso Lombardi, luego del empate que Banfield conquistó en el último minuto del partido y que lo privaron a San Lorenzo, de lograr una victoria vital para escapar de la incómoda situación en la que se encuentra el equipo de Boedo en la tabla de los Promedios, le hicieron ruido a más de uno.
La queja específica del entrenador no aludía a las fallas que podía haber tenido el árbitro de turno, a pesar de que Germán Delfino, de él se trataba, había sido blanco de algún comentario del mediático entrenador por la cantidad de minutos agregados al tiempo reglamentario. Ni siquiera llamó tanto la atención, que el lamento estuviera dirigido hacia las jugadas polémicas de otros encuentros, en los que se vieron afectados los intereses de distintos equipos que pelean con el “ciclón” por mantener la categoría.
La frase del protagonista en cuestión invitó a un análisis diferente, propio del fútbol, pero también de la vida misma, que estimula a debatir respecto de la ética y las decisiones que se toman en ciertas circunstancias.
Caruso Lombardi era el técnico de Quilmes desde hacía más de una temporada y estaba realizando una campaña estupenda. Los dirigentes que lo convocaron en su momento lo sostuvieron en su cargo a pesar de perder la categoría en la temporada pasada, evaluando que la continuidad en el proceso podía dar buenos resultados a largo plazo. La gran actuación en la Primera B Nacional, peleando palmo a palmo los primeros puestos con grandes de la historia como Ríver o Rosario Central y con el puntero Instituto de Córdoba, confirmó esa tendencia tan poco aplicada dentro del fútbol argentino. Los proyectos son los que traen resultados y no los resultados los que garantizan el buen fin de los proyectos. Trabajando a largo plazo, con continuidad y un objetivo claro, el horizonte siempre se presenta más diáfano y las posibilidades de concretar los objetivos parecen más concretas.
Sin embargo todo se truncó de repente. La crisis futbolística de San Lorenzo de Almagro, con los magros resultados de entrenadores a los que los dirigentes nunca sostuvieron como debían, los obligó a volver a tener que cambiar al capitán del barco en el medio del temporal. Tras un coqueteo que ya llevaba meses, Caruso Lombardi dejó la dirección técnica de Quilmes con el final del campeonato por delante y la ilusión del ascenso latente, para asumir como piloto de tormentas en el conjunto “cuervo”.
Las opiniones se atravesaron y se juntaron a montones. De un lado, avalando los argumentos y la decisión del protagonista, aquellos que sostenían que para el técnico se trataba de “la oportunidad” y que no podía dejar pasar semejante chance de crecimiento en su carrera. Del otro los críticos, marcando la falta de ética al abandonar al club que en su momento lo sostuvo en los malos momentos, priorizando las ambiciones personales, profesionales y económicas, dejando varado un proyecto que ingresaba en su recta final con buenas posibilidades de una culminación exitosa.
Más allá de la “cuestión Caruso”, el fútbol argentino plantea una dicotomía en la que no parece haber víctimas definidas ni mártires anónimos. Por un lado, al momento en que esta nota se escribe y habiéndose cumplido más de la mitad del campeonato (once fechas de un total de diecinueve) ya cambiaron de técnico nueve equipos (Atlético de Rafaela, San Lorenzo, Argentinos Juniors, Racing, Godoy Cruz, Banfield, San Martín de San Juan y Olimpo), lo que marca la fragilidad del puesto y la escasa tolerancia ante la adversidad de los hinchas pero también de los dirigentes, permeables a las presiones del medio.
Sin embargo, en la vereda de enfrente, actitudes como las de Caruso Lombardi, que fueron imitadas por Jorge Da Silva, quién abandonó Banfield para cruzar el charco e irse a dirigir a Peñarol de Montevideo, y algún tiempo atrás Miguel Russo que dejó Vélez para ocupar el banco de Boca, invitan a pensar y preguntarle a los entrenadores ¿desde que lugar exigen continuidad cuando son ellos los incapaces de permanecer firmes en el cargo en que se encuentran?
Un mercado caníbal en el que los que llegan se devoran a los que se van, una oferta muy superior a la demanda y una psicosis alrededor del resultado de turno, como si el mismo determinara de forma exclusiva la capacidad de cada técnico, hacen del gremio de los entrenadores un terreno áspero, individualista y desconfiado. La vidriera de la televisión muchas veces los exhibe para no perder visibilidad. La presencia en algunas canchas, los ubica en la rueda y los mantiene actualizados. Quien generaliza discrimina e igual que en todos los ámbitos hay de los buenos y de los otros, de los nobles y de los laberínticos, de los éticos y los que aplican el lema de Groucho Marx que reza “tengo éstos principios, pero si no te gustan tengo estos otros”.
Como agregado, la era “jugadorista” parece determinar como nunca su destino, ubicándolos en un lugar en el que ellos deciden de lunes a sábado, pero el poder de los jugadores en los noventa minutos del domingo termina sellando su suerte. Ya no se trata solo de saber y entender el juego, sino también de conocer el grupo, actuar en el plano psicológico para mantener la armonía del grupo y así lograr que el mensaje se haga carne en los jugadores para “defender” al técnico adentro de la cancha. Más vale un plan discreto del que todos estén convencidos, que uno extraordinario que le genere dudas al grupo. En la convicción está parte de la clave y los entrenadores lo saben.
Masoquista por definición, la tarea del entrenador lo moviliza ciento ochenta grados respecto de la que supo ser su vida de jugador. De solo dedicarse a jugar y tener el mundo resuelto, a pensar y estudiar todos y cada uno de los detalles que hacen a un equipo de fútbol. De vivir sentado en el trono a ubicarse en la “silla eléctrica”.
Para quienes lo miran de afuera, un ejercicio torturante, inestable y con picos de stress sin límites. Para ellos tan vertiginoso como excitante, al punto de poder perder la cabeza y dejar a la ética escondida en el vestuario al lado del pizarrón y un par de botines.