El blues de los roba-cunas
Si algo conoce el mundo sobre la Argentina es gracias a su asombrosa producción de talentos individuales (Gardel, Leloir, Borges, Milstein, Fangio, César Pelli, Martha Argerich, Barenboim, Monzón, Maradona, Messi), sus mitos nacionales con muerte joven y aura heroica (Evita, el Che), una increíble sucesión de catástrofes políticas sucedidas en menos de tres décadas (un genocidio interno, una guerra externa, una hiperinflación, un default festejado con papelitos), la calidad de sus carnes vacunas, la belleza de sus mujeres y… el fútbol, claro.
El fútbol “es” la Argentina. En la mitad del siglo XX éramos comos los americanos, que llaman sin pudor Serie Mundial a su torneo de béisbol. Los mejores. El mundo quedaba muy lejos y no había nada que demostrar. El 1-6 contra Checoslovaquia en el Mundial de 1958 (“El desastre de Suecia” lo llamaron) fue una herida mortal a nuestro narcisismo. Las copas internacionales ganadas por Independiente y Racing en los años sesenta levantaron en algo nuestra estima y por fin, en 1978, pese los oscuros manejos de un régimen de terror, nos sentimos en la cima, otra vez. Ya con Maradona, en los ochenta, fue la gloria.
Su decadencia, lenta, triste y fatal, marcó el final de la época dorada. Con Menem llegó el dólar barato, la fiebre privatizadora y el éxodo turístico hacia el mundo mientras las fábricas cerraban y todo se importaba. Allí empezó a desarrollarse otra clase de exportación de carne nativa: la del futbolista joven, requerido por una Europa ya sin cupos. Los grandes clubes debieron tragarse su aristocrático orgullo y aceptar el nuevo escenario: debían producir buena materia prima para vender y cubrir sus gigantescos déficits. Y se convirtieron en vidrieras de lujo.
Al principio los elegidos fueron sus jóvenes estrellas: Batistuta, Aimar, Saviola, Crespo, el Piojo López. Después, el obligado paso por la elite local ya no fue necesario. Los empresarios negociaban directamente con los clubes chicos, ahorraban costos y obtenían mayor posibilidad de reventa. Así, el fútbol argentino se fue “democratizando”. Las diferencias entre los clubes se achicaron. Mucho.
El viejo orden de los Cinco Grandes, solo alterado por alguna coyuntura histórica excepcional, fue aniquilado. Hoy, la excepción ya es regla y cualquiera puede ser campeón, sobre todo gracias a estos fugaces e histéricos torneos de 19 fechas.
El mercado cambió. El modelo exportador también. Esto se hace evidente si uno revisa los actuales planteles, armados con veteranos que ya hicieron su experiencia europea (algunos con la velocidad de un yo-yo), chicos que se muestran para irse a la primera oferta y material de medio pelo al que nunca le dio el cuero para cruzar el océano.
El scouting de talentos, aquí y en el mundo, apunta a las divisiones infantiles. Y si la mercadería vale la pena, compran el paquete armado: geniecillo más un trabajo para su padre que ejerce su patria potestad, pues la FIFA prohíbe las transferencias antes de cumplidos los 16 años. La posibilidad de error es mayor, pero la cosa funciona, la rentabilidad es… inmensa.
En España los llaman los “roba-cunas”. Eso hicieron, por ejemplo, los enviados de Arsenal inglés con Cesc Fabregas: llevárselo de La Masía antes que cumpliera los 16 y firmara contrato con el Barcelona. De manera similar llegó Tevez a Boca, desde All Boys. O Riquelme, incluido en un paquete de juveniles que Macri le compró a Argentinos por poco más de un millón de dólares. El crack del grupo era César La Paglia y con él estaban Marinelli, Emanuel Ruiz, Lucas Gatti, el hijo de Hugo, y Pablo Islas, el mellizo del arquero de Tigre. La inversión la salvó Riquelme, obvio. Los demás no tuvieron suerte y vagaron por diferentes países, con destino diverso.
Messi tenía 11 años cuando el Barça lo fichó. Ya a los cinco deslumbraba con la pelota en los pies. Era un fenómeno. Por eso los catalanes hasta se arriesgaron a hacerse cargo del tratamiento para su problema hormonal de crecimiento que Newell’s, su club, no podía pagar. Lautaro Fórmica, lateral zurdo de aquella Categoría 86, hoy jugando en Grecia, así la recuerda: “Los defensores nos aburríamos porque la pelota no nos llegaba nunca. Cada vez que la agarraba Lio, ellos sacaban del medio. ¡Adelante, con Billy Rodas, hacían desastres!”.
Gustavo “Billy” Rodas, otro chiquitín de enorme talento, fue su socio en la cancha y su opuesto en la vida. Suplente de la Primera y padre a los 15 años, debutó en 2002, antes de cumplir los 16. La marginalidad de donde provenía pudo más y a los 20, lo dejaron ir. Ningún empresario se jugó por él. Su carrera fue un fracaso. Pasó por el ascenso, por clubes menores de Colombia y Perú y hoy se gana la vida en un club chino de nombre impronunciable.
Leandro Depetris nació en Rafaela, un año después que Messi. En la zona discutían cuál de los era más crack. A los 11 años, se produjo el milagro y el Milan se llevó al “nuevo Maradona”. Pasó dos temporadas allí, volvió a Argentina, hizo novena, octava y séptima en River con Buonanotte y en 2005 se volvió a Italia. Se quedó tres años en el Brescia donde jugó 24 partidos y metió un gol. En 2008 pasó por Independiente sin pena ni gloria y regresó a Italia, para jugar siete partidos en el Gallípoli, de la Serie B y cuatro en 2010 para el Chioggia, un club que ya abandonó la competencia profesional del fútbol. El año pasado entrenó en Libertad de Sunchales y hoy juega en Sportivo Belgrano, de San Francisco, Córdoba. En enero cumplió 24 años.
Erik Lamela, estrellita de las infantiles de River fue tapa de los diarios en 2004, a los 12 años, cuando el Barcelona quiso ficharlo. Pero el club logró retenerlo, llegó a la Primera, ya jugó en la Selección y hoy, a los 20, gana una fortuna en la Roma.
Así son las cosas: a veces sale cara; otras, ceca.
Tino Costa es hoy una estrella del Valencia, pero a los 16 años, en medio de la crisis del 2001, decidió probar suerte en un destino insólito: el R.C. Basse-Terre de la Isla Guadalupe. Le fue bien, ganó títulos y de allí pasó por un par de clubes de la liga francesa hasta que en 2010 el Montpellier recibió 6.500.000 de euros por su pase. Final feliz. Pero no todos tienen esa suerte, por cierto.
Algunos, con un solo contrato, ganan como para no tener más problemas económicos en el resto de su vida. Pero para la mayoría, el fútbol es apenas un trabajo que les permite vivir bien y ahorrar, pensando en el regreso. Eso sí: ninguno pierde la esperanza de firmar el contrato de su vida. Nunca fue fácil y menos ahora, con semejante crisis.
Y también están los otros. Los marginales del fútbol. Los “mileuristas” vocacionales que juegan por placer, para conocer mundo… o para comer. Son nómades. Entrenan en los ratos libres que les deja su trabajo “de verdad”, comparten piso con colegas de los cinco continentes y preparan las valijas en cuanto aparece una chance nueva.
Nadie sabe cuantos son, exactamente. Los federados no bajan de los mil quinientos, dicen. Están en todos lados. Las grandes Ligas, las medianas, las chicas y también en las más exóticas: Vietnam, Indonesia, Bosnia, Finlandia, Malta, Chipre, Georgia…
En donde se juegue al fútbol, siempre habrá un argentino corriendo detrás de una pelota. Pisándola. Enseñando cómo se gambetea en la tierra de Maradona y Messi. Sacando pecho, sin dejar que el fracaso o la nostalgia los desanime. Todo lo negocian, menos su tesoro más preciado, la ilusión de llegar, de ser como los más grandes.
Ése sueño infantil que, pase lo que pase, seguirán soñando toda la vida.