Tres historias de nómades digitales
El prototipo de trabajador independiente de estos tiempos despierta cantidad de debates: que si representa una evolución, o en el fondo se precariza; que si concilia vida laboral y familiar, o está en ocasiones demasiado aislado; que si lleva al máximo su libertad… o en realidad se autoexplota. A fin de cuentas existen tantas experiencias como empleos, y en ese planeta heterogéneo de autonomía y freelanceo aparecen también las aventuras de quienes un día se animaron a soltar sus raíces y echarse a rodar por el mundo con la notebook bajo el brazo, algo de incertidumbre y una inmensa capacidad de adaptación. Van a continuación los testimonios de tres nómades digitales de pura cepa, para reflexionar, envidiarlos, imitar o al menos seguir soñando.
Clarisa Moraña: “Es lo mejor que me puede pasar”
Soy traductora independiente. Me especializo en petróleo y gas, también en gastronomía, y en vinos. Estudié traducción e interpretación en la Universidad Central de Venezuela, país donde viví por dos décadas y al que considero mi segunda patria. Tengo 57 años. Hace 24 que regresé a la Argentina -más precisamente a la ciudad de Buenos Aires- con un marido y dos hijas pequeñas. Gracias a unos contactos seguí desempeñándome como traductora independiente. Y me acostumbré a trabajar en mi casa, feliz de poder cuidar a mis niñas. Luego nació Álvaro, el único porteño de la familia, que hoy tiene 19 años. Hace un tiempo viajé para acompañar a mi hermana, que vive en Viena y estaba en una situación difícil. Y el día que nos despedimos le terminé agradeciendo yo a ella, porque esa estadía me permitió descubrir varias cosas: que con mi computadora podía trabajar desde cualquier parte del mundo. Que pese a mi terror a los aviones, podía sobrevivir al vértigo. Y que en casa se las arreglaban perfectamente sin mí.
Para viajar se necesitan excusas, y yo las encontré: un congreso, aprender otro idioma, capacitarme. El primer viaje fue al sur de Italia para estudiar italiano, ahí junto con una amiga alquilamos un departamento. Luego recorrí con mi esposo el sur de Francia. Y al año siguiente volví a Francia e Italia, pero esta vez a Córcega, donde tomé un curso de francés, y a Cerdeña, para continuar con el italiano. Le siguieron Sicilia, Nápoles, Padua, y otra vez Austria. Dos meses y medio de viaje, siempre con mi computadora. Presenté una propuesta de ponencia en la American Translators Association para hablar sobre terminología petrolera. La aceptaron, y así llegué por primera vez a Estados Unidos. Antes había hecho escala en Ciudad de México, donde aproveché para dictar una capacitación a colegas.
Con mi computadora recorro el mundo, suelo instalarme en alguna ciudad quizás alejada de los circuitos turísticos más populares. Descubrí que es más barato alquilar algún espacio por un mes completo que pagar un hotel. Y entonces el dinero rinde más.
Un día descubrí Turquía y me enamoré, la atracción fue tan fuerte que decidí estudiar turco. Me cuesta horrores, pero insisto y lo voy aprendiendo. En Estambul encontré un hotel muy barato, me hice amiga de los dueños. Entonces me voy a la terraza y trabajo viendo la silueta de la ciudad, repleta de mezquitas y minaretes que se clavan en el cielo. Escucho el llamado a la oración, o las campanas de alguna iglesia, o la música típica turca. O me voy a un café y desde allí traduzco, tranquila y feliz, aprendiendo y disfrutando de la gente, de los aromas, de los paisajes. ¿Un trabajo de oficina, con horarios fijos? ¿Cómo podría compararlo con sentarme a traducir una noche en el bar de mis amigos en Antalya? En la oficina no hubiera podido compartir departamento con unas jóvenes estudiantes turcas, aprender de sus vidas, entender las razones del ayuno en Ramadán o ir a romper el ayuno junto a ellas y cientos de musulmanes en la mezquita de Suleymaniye. Tampoco ver un partido de alguna copa de fútbol europeo en una plaza de Catania, Sicilia, y festejar cada gol junto a los italianos. Trabajé en la recepción de un hotel, en un bar, hasta en un autobús, a bordo de un tren, de un avión, en un aeropuerto. Y es lo mejor que me puede suceder. A mis clientes no les importa dónde esté, para ellos solo es importante que les entregue mis traducciones en el horario prometido. Mucha gente se pregunta por qué viajo sola. La respuesta es sencilla: mi marido tiene un trabajo de oficina. Más de uno me ha insinuado que es un despropósito, pero trabajo los siete días de la semana, diez horas por día muchas veces, si con eso puedo pagar el pasaje de avión, ¿por qué no hacerlo? Ya no tenemos el compromiso de costear la educación de nuestros hijos, ni la hipoteca de nuestra casa. Estuve en República Checa, Hungría, Alemania, Portugal, Grecia, Uzbequistán, Panamá, Brasil, Colombia, Chile, Uruguay. Y también he recorrido la Argentina. En breve me vuelvo para Turquía, Córcega y Cerdeña. Y voy a asistir luego a un congreso en Nueva Orleáns, donde tengo previsto llevar mi computadora y seguir trabajando. Mi libertad se basa en no descuidar mi trabajo ni un instante.
El único problema es que un día mi esposo se acostumbre a estar solo. O se enoje, y me mande a freír churros. Entonces me quedaré en Turquía.
Nacho Pereyra: “La clave es gastar muy poco”
Tengo 36 años. Soy periodista, también lo es mi mujer. Cuando fuimos a pasar Año Nuevo a Río de Janeiro no sabíamos que sería el inicio de un viaje sin tiempo. Después fui a Colombia a cubrir un festival literario para un diario en el que trabajaba. Y algo se nos hizo muy evidente: por el avance de las tecnologías, hoy es más fácil trabajar a distancia. Así que desde el año pasado estamos viajando por Europa. Trabajamos para diferentes medios. Y yo, además, hago fotos. Esas son nuestras fuentes de ingresos. ¿La clave para mantenernos viajando? Gastar muy poco. Lo principal, lo que dicen todos, es encontrarle la vuelta para no pagar alojamiento. Y en nuestro caso, además de contar con amigos y familia -mi mujer es italiana-, estamos haciendo house sitting, que básicamente consiste en cuidar viviendas vacías. Este año ya estuvimos en cuatro casas: tres en Francia y una en Bélgica. Y ahora, dentro de unos meses, viajamos de nuevo para Italia, donde vamos a estar cuidando otra casa más por diez meses.
Otra cosa: nos movemos en una van y para bajar costos hacemos BlaBlaCar, que sería como un Uber pero no para ganar plata, sino para compartir los gastos de viaje. Así que cuando nos movilizamos casi no gastamos en combustible, ni en peaje. Hemos reducido, casi diría eliminado, esos dos costos. Y ni siquiera tenemos que pagar internet, porque los lugares a los que vamos tienen wi fi. También aplicamos a becas o a distintos fondos para proyectos en los que estamos trabajando.
Estuvimos en Montpellier. En Barcelona. En Londres. En Roterdam. En el Mundial de Rusia. En Lanzarote. Y en pueblitos remotos como Concots o Laroque des Alberes. La de vivir viajando era una idea que teníamos dando vueltas desde hace tiempo. No sé si es un poco lugar común, pero en un determinado momento nos empezamos a preguntar “por qué no hacerlo”, “si no es ahora cuándo”, esas cosas. Y fueron confluyendo las situaciones laborales de los dos. Al principio yo estaba muy pendiente de hasta cuándo estaríamos viajando, o si en algún momento deberíamos dejarlo. Ya no. Ahora lo tomo como un modo más de vivir. Así como alguien decide ir todos los días a la oficina, o como yo mismo trabajaba en las redacciones. Si en algún momento sale quedarnos en algún lado, lo haremos. Y si no, seguiremos en movimiento. No tenemos una decisión tomada. Tampoco nos genera ansiedad. Como dice un amigo, la vida es dinámica y, por suerte, tiene mucha más imaginación que nosotros.
Brigitte Root: “Al principio todo era libertad, libertad, libertad”
Soy inglesa, pero viví también en Francia y luego en Pekín durante doce años: desde el 2003 hasta 2015. Ahí fue donde en 2008 abrí mi propia empresa, una agencia de traducción que principalmente trabajaba para clientes internacionales. Tenía una oficina, asistente, un horario de nueve a seis, mis hijos en la escuela. Pero desde el primer día supe que algún día quería vivir viajando con esta empresa. Así que poco a poco fui poniendo todo online. Y cuando mi tercera hija, la pequeñita, terminó el Liceo Francés y se fue a estudiar a Nueva Zelanda, entonces me fui a viajar. Mis dos hijos mayores ya se habían ido. Terminé con Pekín. El último primero de julio cumplí mis primeros tres años en movimiento.
Estuve -creo- en una docena de países. Pasé por México, Colombia, Perú, Panamá. Volví a Inglaterra a ver a mi mamá, y después salí hacia el segundo gran viaje: Chile, Argentina -donde viví ocho meses- Uruguay, otra vez Colombia y México -donde tengo amigas-, Nueva Zelanda, Indonesia, Australia, Malasia y Tailandia. Todo el tiempo trabajando.
Normalmente no trabajo el fin de semana, el resto de los días suelo hacerlo desde las 8 de la mañana hasta las 2 de la tarde. Tengo muchísima disciplina. Y ahora ya no me ocupo de las traducciones, solo soy manager de un equipo de profesionales que está a su vez desperdigado por el mundo. Mi responsabilidad es buscar clientes, y verificar la calidad de los trabajos. Como todo es a través de documentos no necesitamos vernos, aunque si queremos podemos hablar por Skype. Tampoco usamos papel: solamente archivos PDF. Para los pagos tenemos PayPal. Lo único que en ocasiones puede resultar complicado son las diferencias horarias.
Hay veces en las que pienso en parar un poco, buscar un lugar, tener un departamento. Cuando empecé a viajar tenía 50 años y todo era “libertad, libertad, libertad”, “no quiero una casa”, “no quiero una oficina”, “solo tengo una laptop y una maleta de 20 kilos”. Y ahora creo que la libertad está muy bien, pero a veces me gustaría vivir más en comunidad y en un departamento. Me gusta decir que soy houseless, que no es lo mismo que homeless, porque lo mío es una opción. Mi hija mayor trabaja en Chad, en una ONG. Mi hijo del medio es chef y está en Francia, aunque se está yendo a Australia. Y la tercera sigue en Nueva Zelanda. Este modo de vida también tiene que ver con tener la posibilidad de viajar a verlos y pasar un tiempo con ellos.
La gente que voy encontrando en el camino por lo general reacciona admirada: es como si todos quisieran esta vida. Lo que puedo decir es que a mí me llevó años crearlo. No es que un día agarré y me fui de viaje, hubo antes un largo tiempo de preparación, de ver crecer la empresa y trabajar con los clientes. ¿Una de las claves? Vivir con pocas cosas. Es algo que me alegra, porque me siento muy libre. Tengo cuatro remeras, dos jeans, un par de zapatillas. Cuando estuve en Asia unos colegas me invitaron a trabajar como intérprete en una conferencia de la ONU. Y yo no tenía ropa para eso, así que me compré algo económico que terminé dejando en el cuarto del hotel. Hay mucha gente que me ayuda con cosas que después, cuando parto, voy dejando a otras personas.
Por la tarde, cuando no trabajo, me gusta andar, y sobre todo dibujar. Ir a tomar café. Si tengo amigos, los visito. Mientras relato estas líneas estoy en Porto, Portugal, donde hubo una especie de encuentro de artistas callejeros del mundo. Y de aquí me voy a Francia, donde tenemos una reunión de la familia en el lugar que alguna vez vivimos, con mi exmarido -que hoy es un buen amigo y vive en Tailandia-, y mis hijos. Es un poco complicado, pero intentamos reunirnos cada vez que podemos. Yo siempre supe que iba a ser así: ellos nacieron en Francia, crecieron en China, hablan tres idiomas. No tienen raíces. Para otro puede sonar raro. Para nosotros es normal.