¿Prohibido aburrirse?
Clásico de clásicos, el aburrimiento de los chicos en su tiempo libre generó históricamente no pocos conflictos entre padres e hijos, y también una suerte de doctrinas enfrentadas: la de quienes consideran que los chicos no deben aburrirse y hacen lo posible para que eso no suceda, y la de los que creen que el ocio, productivo o no, implica algún tipo de enseñanza. Para los primeros, quizá porque como adultos temen el estado de enfrentarse a sí mismos o a quienes los rodean sin una actividad en particular, las hojas de la agenda sin espacios en blanco de sus hijos son una obligación y hasta un orgullo. Para los otros, tal vez por un nivel menor de autoexigencia o de espíritu competitivo, no está mal no tener absolutamente nada que hacer y en cambio es importante dedicar algún tiempo al arte de la contemplación.
Se observa en los lugares de vacaciones, por ejemplo durante el invierno: por un lado, chicos en estado de excitación permanente que no pueden esperar a terminar una actividad para comenzar otra, en una escala que puede ir de jugar durante horas con el smartphone a andar a caballo, de mirar una película en el cine a practicar rafting. Por el otro, chicos que alternan entre el smartphone, una caminata familiar o la visita a un museo y, simplemente, sentarse a mirar el mar. O el techo.
Lo que aburre o no a los chicos vale en igual medida para los adultos. La gran excusa de los estímulos tecnológicos orientados a la comunicación instantánea pero también al consumo cultural online se usa para demostrar que no hay, ni puede haber, lugar para el aburrimiento. Y en realidad, teóricamente puede no haberlo. Pero también existe la posibilidad de que el aburrimiento sea generado por esos mismos estímulos permanentes y cada vez más sofisticados, en cuyo caso la dimensión del aburrimiento sería aún mayor.
Es lo que cree la psicóloga Sandi Mann, de la Universidad Central de Lancashire, en Gran Bretaña, autora de El arte de saber aburrirse (Plataforma Editorial). “El aburrimiento es la sensación que se produce cuando los niveles de estimulación que necesitamos en un determinado momento son demasiado bajos”, explica Mann, un concepto que no solo es aplicable a las consecuencias del consumo tecnológico. Para la especialista, el auge de la práctica de deportes de riesgo, otro fenómeno de la época, y por tanto la necesidad de segregar cada vez más dopamina (un neurotransmisor ligado al placer y a la felicidad) también tiene relación con el aburrimiento, al que se empieza a considerar como “el nuevo estrés”.
Según la investigación llevada a cabo por Mann, el fenómeno, que no es nuevo pero hoy quizá alcance niveles de epidemia, atraviesa horizontalmente a toda la sociedad en términos etarios. Así, el 66% de los estudiantes dice que se aburre cotidianamente en clase, independientemente de las virtudes del docente para evitar que esto ocurra. Pero también se aburren los trabajadores en sus horas laborales y los miembros de parejas que llevan años juntos y deciden separarse, lo hagan más o menos explícito, por el mismo motivo. En términos de niveles sociales parece también afectar de manera horizontal. E incluso con una mayor incidencia entre quienes tienen menos recursos: “En el pasado solo se aburrían los ricos, pero ahora se trata de un fenómeno más de clase baja”, escribió Mann. Lo explica por el hecho de que siglos atrás, la necesidad de sobrevivir en condiciones adversas no dejaba tiempo, literalmente, para otro tipo de preocupaciones que entonces eran menores, como el aburrimiento. Respecto de los géneros, Mann entiende que no hay grandes diferencias en la intensidad del fenómeno, pero sí en cómo se lo enfrenta. Las mujeres, opina, tienden a la multitarea, mientras que los hombres se concentran en los pasatiempos, que practican obsesivamente.
De acuerdo con su propia experiencia, ya que, como quedó dicho, el aburrimiento no hace mayores diferencias entre unos y otros, Mann trata de dedicar al menos cinco minutos diarios a aburrirse sin más, con el objetivo de concentrarse en su persona, en lugar de hacerlo en las actividades u obligaciones de su agenda. Del mismo modo, busca aprovechar parte de su tiempo libre, aun el que media entre dos ocupaciones, para dejar volar a su imaginación sin estímulos exteriores, dejando que su mente haga lo que crea conveniente. Por ejemplo, cuando conduce su auto lo hace en silencio, sin escuchar la radio ni estar atenta a otras cuestiones más que manejar, y lo mismo hace cuando realiza sus caminatas diarias, que las practica sin escuchar música ni estar conectada de ninguna manera. Y cuando su hijo le dice “¡Me aburro!”, ella le contesta: “¡Genial! Abúrrete un poco más”.
Esta nueva corriente no declarada de pensamiento vuelve sobre la idea de lo que se conoció durante largo tiempo como ocio creativo, ese estado casi virginal de la mente donde aún las ideas más absurdas pueden plasmarse en una realidad hasta entonces no advertida. Ese ¡eureka! de los inventores, los pensadores, los filósofos, los artistas, que se suma al estudio y al trabajo, o no, hasta parir una novedad. Esta neo reivindicación del aburrimiento se basa en las dos fases que caracterizan a ese estado: la primera es breve pero ingrata, la segunda obliga a crear una situación que combata ese desagrado inicial.
El aburrimiento como herramienta de aprendizaje o creatividad se contrapone a la ansiedad por lograr la felicidad y hacerlo ya, en convertir la vida en una suma de objetivos a cumplir, sin margen para el error pero tampoco para distracciones de casi ningún tipo. Por eso está bien visto, y cada vez mejor, que aquella ecuación de la vida que consistía en una fórmula de tres por ocho (ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de tiempo libre) haya dejado paso a una vida centrada en el trabajo y otras actividades productivas, muchas veces durante fines de semana o días feriados, y que las vacaciones, cuando existen, tengan algún otro objetivo, implícito o explícito, relacionado con la vida profesional o laboral antes que en el descanso y el ocio sin metas.
El aburrimiento viene en la valija de herramientas de los humanos, y se da por falta de estímulos o por repetición de los mismos. Por eso esta fantasía de que la oferta digital evita que nos aburramos ya muestra sus lógicas fallas. Y las razones no son solo ambientales. Según explica Sandi Mann, antes al aburrimiento se lo enfrentaba con acciones: paseos, juegos físicos, expresiones artísticas o artesanales… Una serie de actividades diferentes para las que se utilizaban distintos sistemas neuronales. Hoy, se lo enfrenta con horas de actividad pasiva online. Un recurso que genera estímulos pero que ya empieza a mostrar algunos signos de agotamiento en sus usuarios.
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