Pasado y futuro, enfrentados en el presente
En los pueblos del interior de España, y aun en sectores suburbanos de algunas ciudades españolas, allí donde los jóvenes hacen descender la tasa de crecimiento demográfico en busca de otra vida, presuntamente mejor y seguramente más aggiornada, se sigue hablando de pesetas. Aunque billetes y monedas corresponden a la denominación euro, los viejos pobladores quieren saber cuántas pesetas cuesta aquello que están comprando. Quizá muchos de ellos no sepan que hay conversores online que permiten hacer la cuenta, entre otras cosas porque es posible que no utilicen Internet y se sigan comunicando con los hijos y nietos que ya partieron de allí hace años por teléfono (fijo) o por carta. Esto, que cualquier persona urbana consideraría un anacronismo, es apenas un ejemplo de cómo el siglo que pasó y el que estamos transitando por momentos parecen ya no dos siglos sino dos mundos diferentes. Conviven, pero no siempre en armonía.
El vértigo con que se producen los cambios, la velocidad con la que se deja atrás el pasado reciente, ni qué hablar del remoto, impide a menudo analizar qué está pasando, discernir entre lo que queremos y lo que se nos impone y, muy especialmente, qué consecuencias traen esas novedades para la sociedad y para las personas que la integran. Estos cambios se apoyan en el sistema económico imperante en prácticamente todo el mundo, que funciona con un combustible compuesto en buena medida por la concentración y el emprendedorismo. Es decir, por un lado las grandes corporaciones, cada vez menores en cantidad pero más poderosas, y los individuos que desarrollan una idea creativa en tiempo récord, triunfan y se convierten en grandes empresarios o bien venden sus emprendimientos exitosos a… las grandes corporaciones. Claro, no es el caso de la mayoría.
En las últimas dos décadas, las de consolidación de la globalización y aparición, desarrollo y sofisticación de las comunicaciones instantáneas casi sin limitaciones físicas o geográficas, estos nuevos recursos, que alcanzan a una parte importante de la sociedad, en especial a la urbana, pero no a toda, debieron, y aún deben, convivir con las herramientas tradicionales. Hábitos de consumo más que arraigados, en términos de entretenimiento, gastronomía, comunicación, movilidad o turismo, por citar solo algunos, se ven modificados drástica y vertiginosamente, especialmente entre las nuevas generaciones, mientras las “viejas” costumbres van quedando circunscriptas a lugares o sectores específicos de la sociedad, menos proclives al cambio o imposibilitados de acceder a él.
Un caso paradigmático es el de Uber, la aplicación que permite desde un teléfono celular pedir un auto –lo que hasta ayer nomás en Buenos Aires se denominaba remís–, seguir su recorrido, estimar con bastante precisión el tiempo de espera, conocer los datos del vehículo y del conductor y, en algunas ciudades, pagar con tarjeta de crédito. El sistema tiene ventajas para el usuario pero se enfrenta a los intereses de los taxistas, que lo consideran una competencia desleal. Es que mientras los taxis y sus conductores deben someterse a reglas bastante estrictas, pago de la licencia, renovaciones anuales y otros controles, los automovilistas que se suman a Uber solo deben tener un auto y su registro de conducir. La polémica se produce en casi todas las ciudades en las que el sistema es implementado. Hace ya varios años, los que encendieron la mecha fueron los taxistas parisinos, del mismo modo que lo hacen hoy los porteños, los mendocinos (una nueva ley de movilidad de la ciudad de Mendoza permitiría su funcionamiento legal) y los barceloneses, por ejemplo, con modalidades de protesta similares: cortes de calles y, los más violentos, agresiones a conductores e incluso a pasajeros de Uber.
Si bien en Buenos Aires el Gobierno local entiende que el sistema no funciona legalmente, tampoco hay controles para evitarlo. En la empresa, en cambio, dicen que están dentro de la ley, del mismo modo, argumentan, que lo están otras aplicaciones disponibles en otros rubros. “Utilizar servicios no regulados –explican– es parte de nuestra realidad diaria. La mayoría de las aplicaciones que tenemos en el teléfono no tienen marcos regulatorios específicos que las habiliten. Sin embargo, al igual que Uber, son legales. Desde el comienzo de nuestra operación en Buenos Aires planteamos la conveniencia de una regulación específica para el transporte a través de aplicaciones. Las leyes que hoy regulan el transporte tienen más de 20 años y las actualizaciones no reflejan los cambios en la manera que todos usamos la tecnología. Uber no es taxi ni remís y esto ya fue dictaminado por la justicia porteña. El transporte a través de aplicaciones es una categoría diferente a las existentes y requiere una nueva regulación”.
Otra actividad que se enfrenta a una crisis producto de los cambios de paradigma es la del turismo. Por un lado, las agencias de viajes debieron reconvertirse rápidamente en los últimos años a proveedores de servicios online o desaparecer, cosa que ha ocurrido aquí y en todo el mundo. Por otro, y también por efectos de la tecnología y las redes sociales, sistemas que ofrecen alojamiento privado mediante un arreglo entre particulares, si bien mediados por una empresa, como Airbnb, compite en un grado creciente con la hotelería tradicional, que ya manifestó sus quejas por la competencia desleal que implica no tributar al fisco ni cumplir con controles periódicos de seguridad, higiene, etc. Las protestas se están dando en todas las grandes capitales turísticas del mundo, donde se exigen mayores controles y que los beneficiados del sistema paguen impuestos como lo hacen los hoteleros en esos mismos lugares. En la Argentina, la ciudad que hace punta en la materia es Bariloche, donde el crecimiento de ofertas de alojamiento vía Airbnb creció exponencialmente en los últimos tiempos.
En términos más generales, lo que se está produciendo al mismo tiempo es un cambio importante en algunos hábitos de consumo y una modificación sustancial en el ámbito del trabajo, donde el contrato laboral es cada vez más una relación comercial entre una empresa y un proveedor monotributista, en lugar de ser una relación de dependencia entre esa misma empresa y su empleado, con los deberes y derechos respectivos para ambas partes. Esto explica el auge del cuentapropismo, hoy rebautizado emprendedorismo, en el que servicios como los que proponen Uber y Airbnb son quizá los ejemplos más emblemáticos, pero de ninguna manera los únicos.
Por otro lado, gracias a la tecnología, que es un gran aliado en muchos aspectos pero resulta más que funcional a la idea de poner los intereses del individuo por sobre los de la sociedad, lo que históricamente necesitaba de una intermediación, un conocimiento específico, una idoneidad por lo general supervisada por el Estado, hoy se puede resolver con un smartphone y las aplicaciones correspondientes. Para unos, una ventaja y un avance; para otros, una desventaja y un retroceso. En eso estamos.