La odisea de Débora Lang
Los perseguidos por el nazismo fueron millones de personas. La mayoría murieron. Hubo, sin embargo, quienes por distintas razones lograron sobrevivir a aquel infierno. Débora Lang, una mujer holandesa cuya historia se parece mucho a la de Ana Frank, está entre las que pudieron eludir la muerte segura a manos de los alemanes si hubiera sido atrapada. No lo fue porque, gracias a un plan urdido por su padre, se escondió en distintas casas y se pudo salvar. Aquí cuenta en forma sintética pero muy vívida, algunos momentos de esa pesadilla.
En una esquina del espacioso living de Débora Lang, en su departamento de Martínez, puede observarse una escultura con el rostro de Ana Frank, la niña judía alemana cuyo estremecedor diario conociera el mundo luego de su muerte, hace setenta años, en el campo de concentración de Bergen-Belsen, Alemania. Hay muchos hilos invisibles que unen la historia de estas dos mujeres, que nunca se conocieron, pero a las que el destino hermanó, sin que ellas lo supieran, en un terrible sufrimiento común, en una pesadilla similar que, sin embargo, tuvo un final distinto para cada una de ellas. Ana y Débora vivieron escondidas con sus familias en distintas casas de Holanda para escapar de la persecución nazi, Ana en Amsterdam, Débora en Utrecht. Ana contó esa odisea en un diario que concluyó el día que los nazis la descubrieron y la trasladaron al campo de concentración donde falleció de tifus. Débora sobrevivió y puede contar todavía su conmovedora experiencia. Tuvo un diario pero lo destruyó para no comprometer a nadie si la detenían. Pero los recuerdos quedaron indelebles en su memoria.
Débora tiene hoy 90 años, unos cuatro más de los que tendría Ana. Al oírla narrar algunas historias de aquella increíble peripecia en la que se salvó de los nazis no se puede dejar de pensar en Ana, en cómo siempre los seres humanos caminamos en la vida por un borde frágil e incontrolable, azaroso, que a veces nos lleva hacia la salvación y otras hacia la muerte o la tragedia. Ana fue denunciada por algunos vecinos, Débora, si bien corrió distintos riesgos, no fue víctima de la delación, ese pozo negro de la bajeza humana. La memoria de Débora funciona con increíble claridad, como si ese lugar de los recuerdos estuviera protegido por una capa especial que los hace invulnerables a cualquier deterioro. Le pedimos que nos cuente algunos tramos de lo que vivió en aquel tiempo de zozobra y lo hace sin ahorrar detalle, sin dramatizar lo que dice, pero con una marcada intensidad y preocupación por dar con las palabras exactas.
Débora pertenecía a una familia formada por un matrimonio, el de Johanna van Crefeld y Moisés Manassen, con seis hijos: Simon, Su, ella, Emanuel, Elly y Michel. Todos ellos residían en Utrech, una ciudad a orillas del Rin, ubicada en la zona central de Holanda. Cuando los nazis invadieron ese país el 10 de mayo de 1940, ya en plena Segunda Guerra Mundial, los Manassen advirtieron de inmediato –el padre ya lo suponía de antes porque era un hombre muy informado y conocía los pasos de Hitler- que las cosas se pondrían muy difíciles para ellos y todos los judíos de ese país. En Holanda residían por esa época 140 mil judíos, de los cuales solo sobrevivieron 30 mil. Débora admite, no sin pesar, que entre la población de su nación había muchos colaboradores y simpatizantes del nazismo y que mucha gente cayó como resultado de la delación.
“Los alemanes fueron cercándonos poco a poco –relató Débora al describir los momentos que siguieron a la invasión nazi-. Primero nos prohibieron salir más allá de las ocho de la noche, luego nos obligaron a usar una estrella de David cosida a la ropa.” Y a eso siguieron otras medidas, entre ellas la de registrar a todos los judíos. Frente a esta señal, el padre de los Manassen decidió que era hora de esconderse. Y para eso, con su hijo mayor, Simon, elaboraron un plan meticuloso e inteligente para proteger a la familia. La primera decisión fue no esconderse todos juntos, sino por separado. “Fue muy duro separarnos, pero era el único modo de tener más posibilidades de sobrevivir”, razonó Débora. Muchos judíos acataron la orden de registrarse y como consecuencia la mayoría terminó en los campos de exterminio. En detalle el plan fue el siguiente: los padres y Emanuel irían por un lado; Débora y Elly, por otro. Los demás solos. Simon no contaba porque en ese momento hacía el servicio militar y colaboraba con la Resistencia. De un día para el otro se despidieron para que el secreto no se filtrara y cada uno fue a su destino. En su diario destruido, Débora había escrito: “Año de sumergirse. Mayo de 1941.” Un mes después se produciría la invasión de los alemanes a la Unión Soviética, que marcaría poco a poco el comienzo del fracaso final y ocaso de los nazis. Pero hasta llegar a ese punto hubo que esperar.
Débora y Elly tenían por entonces 15 y 14 años. El primer escondite que se les proporcionó fue un altillo en la casa de Jan van Elzerdoorn, en las afueras de Utrecht, donde había una cama doble y un espejo. Allí vivía el jefe de la familia, con su mujer, su hermana y su madre. La comida era escasa porque el hogar era muy humilde: pan –una tajadita fina-, papas y poca carne. Queso no había. “Y cuando la harina de trigo se puso cara –evocó-, se usaron los bulbos de los tulipanes para hacer pan.” Débora recuerda un invierno muy frío allí donde pasaron la mayor parte del tiempo en la cama para no congelarse. También evoca las horas donde leían algunos libros, entre ellos Pan y vino, un típico texto socialista. Jan las sacaba a veces de noche, y de una por vez, para que estiraran las piernas y atenuaran el encierro. Un día los detuvo a él y Débora un policía holandés, que quiso llevarlos a la comisaría. Alentada por lo bajo por Jan, ella se zafó de la tutela del policía, que la tenía tomada del brazo, y se escapó. Fue una fuga providencial porque en la comisaría la hubieran descubierto. A las horas, Jan la ubicó de nuevo en la casa de una señora que, sin conocerla, la había acogido al enterarse que la perseguía un policía por judía. Débora subrayó el papel fundamental que cumplió la solidaridad de algunas personas, entre ellas especialmente la de Jan, un hombre noble y valiente sin cuyo aporte y el de su entorno no hubiera podido salvarse. “En gratitud a todos nuestros benefactores –comentó-, Elly hizo plantar un árbol en la Avenida de los Justos, en Jerusalén. Estuve allí en mi primer viaje a Israel. Fue muy emocionante.”
Las dos hermanas estuvieron en esa casa cerca de un año y medio y cuando la seguridad se puso delicada, debido a que los nazis comenzaron a pisarle los talones, Jan las llevó él mismo a otro domicilio. Pero allí sus dueños tenían mucho miedo de esconderlas. De modo que, por esa circunstancia, y el hecho de que las jóvenes habían adelgazado demasiado, el padre comenzó a elaborar un plan B para llevarlas hacia el sur de Holanda. Meses después se produciría el desembarco en Normandía. Débora fue provista de un nuevo pasaporte con un nombre imaginario: Elsje Van den Berg. Su hermana de otro. Y viajaron por separado a su destino. Iban solas, salvo que en el tren, sentado en otro lugar del vagón, estaba vigilando Van Schouwenar, el amigo de su padre y hombre que lo refugió, para ver que llegaran bien. Si pasaba cualquier cosa, la consigna era que no podían reaccionar, se debían comportar como desconocidos. Y así llegaron a Brabant. La mayor de las hermanas, Su, había conseguido trabajo de niñera en Venlo, y Débora y Elly fueron alojadas en Venray, a unos diez kilómetros de ahí.
Entre uno de los episodios que nos contó Débora –hay muchos más y están relatados en un libro llamado El valor de vivir, escrito por Liliana Moreno y Silvina Heguy- figura el de una visita que decidió hacerle a su hermana Su en la que ambas casi pierden la vida. Las vigilancias se habían aflojado un poco, pero la guerra seguía y cada tanto los aviones Stukas alemanes y los británicos Spitfires se turnaban para bombardear la zona. Débora decidió recorrer los diez kilómetros que la separaban de su hermana mayor en una bicicleta que le había prestado la viuda que la alojaba junto a Elly. No sabía su nombre, solo la llamaba “señora” y esto por razones de seguridad, ya que si eran detenidos y torturados no podrían delatar su identidad. Al llegar a Venlo llamó a Su y se encontraron, pero quiso la mala suerte que en ese momento habían comenzado los bombardeos. Frente al peligro, las hermanas corrieron hacia el primer refugio antiaéreo que tenían a mano, pero no pudieron quedarse allí porque estaba repleto y se fueron a uno que estaba a escasa distancia. Al terminar de caer las bombas, comprobaron que el refugio al que no habían podido acceder había sido destruido por completo y muerto todas las personas que estaban allí.
En octubre de 1944, los británicos liberaron Venray y las hermanas abandonaron la casa de la viuda y marcharon a Helmond, una ciudad más importante. Pero pasaron varios meses hasta juntarse con la totalidad de la familia, pues la capitulación definitiva de los alemanes en Holanda se produjo en mayo de 1945. Cuando eso finalmente ocurrió, el encuentro fue profundamente emotivo pero sin alharacas. Estaban vivos todos los miembros del grupo familiar y eso no podía menos que provocar un sentimiento muy reparador, pero había mucha gente que había muerto en el camino, entre ellos muchísimos familiares de los Manassen. Y eso impedía un festejo sin inventario previo. Casi con regularidad llegaban telegramas notificando el fallecimiento de algún pariente en los campos de concentración y eso les apretujaba el corazón. Débora describió así la situación: “Cinco años después de la incierta despedida ahí estaban los ocho. Demacrados, flacos, vivos. Determinados, sin haberlo pactado, a vivir lo que viniera en silencio, sin relatos, sin detalles. Cada uno con su historia. Sin decirlo fue un ‘de esto no se habla’. Necesitábamos bajar la persiana”
Muchos, muchos años después, ya en Buenos Aires, casada con Herbert Lang, un joven ingeniero austríaco que había escapado de los nazis y vivía en esta ciudad, y con tres hijos (Bobby, Martín y Helen) y muchos nietos, Débora decidió contar su historia, levantó aquella persiana para que pudiera entrar la luz en los hechos de su pasado. Y desgranó con paciencia y puntillosidad su odisea en muchos colegios y otros lugares. Incluso logró que algunos periodistas la entrevistaran, como en estas semanas lo hizo Revista Cabal. Fue una decisión sabia porque la conciencia del privilegio que significa el haber salido viva de aquel infierno, le reforzó la responsabilidad de contar esa pesadilla con el humilde propósito de alertar a sus contemporáneos sobre los peligros de desbarrancarse otra vez en las mismas atrocidades. El mundo sigue cruzado de injusticias y violencias. Todos los días una o muchas Ana Frank, tal vez de distinta manera, pero sin que se haga nada por repararlo, mueren en algún lugar del mundo. La intolerancia se ha enseñoreado en distintos países junto con el desprecio por los otros. Crece otra vez el racismo: un primer ministro británico ha llamado “enjambre” (faltó que dijera de insectos, aunque de eso se tratan los enjambres) a los miles y miles de seres humanos que, por escaparse del hambre y las guerras, buscan en Europa un lugar donde sobrevivir.
Gracias Débora por seguir contando su historia. Siempre es alentador saber que habrá algún Jan dispuesto a oírla, a poner su corazón cálido y su disposición al servicio de un semejante. Si no creyéramos que todavía hay muchos Jan entre nosotros, este mundo sería imposible de ser vivido, habría perdido todo el sentido que le da la esperanza de que alguna vez podamos quererlo sin rencores, sin dolor por sus injusticias. Gracias, Débora.
Alberto Catena