Entrevista a Sylvia Iparaguirre
Escritora notable y de una gran sensibilidad, Sylvia Iparraguirre ha escrito novelas y cuentos extraordinarios, que ya tienen un lugar indiscutido en la literatura argentina. La tierra del fuego, que logró un gran éxito de crítica y ventas, además de muchísimos premios y de haber sido traducida a diez idiomas, es uno de esos ejemplos en el primero de esos dos géneros. Pero se podrían citar varios otros títulos donde su talento brilla a la altura de esa obra. En la charla que mantuvo con Revista Cabal, nos contó detalles de dos de sus últimos trabajos publicados, La vida invisible y Encuentro con Munch, de algunos otros proyectos en marcha, y también de la importancia decisiva de la lectura en el oficio del escritor.
Hay libros que están en el centro de nuestra existencia, historias que la memoria registró y que, desde allí, funcionaron como núcleos germinadores de la identidad que constituimos a través del tiempo y de muchas de las elecciones que decidieron el rumbo de lo que quisimos ser y hacer. Entre los escritores, en particular, pero lo mismo podría decirse de políticos, sociólogos, filósofos y muchas otras profesiones, algunas de esas lecturas han contribuido a descubrir de una vez y para siempre su vocación y modelar su visión del mundo. Para más tarde, como resplandores perdurables de ese fuego que nos dejaron, convertirse en el estímulo que movilizó la imaginación de otros libros, de otras historias destinadas a alimentar el espíritu de nuevos y multitudinarios amantes de la literatura, unidos todos por ese vínculo invisible y profundo que otorga el compartir la lectura de una misma odisea, de una de esas aventuras capaces de romper, por medio de la ficción, las artificiales y deleznables fronteras que dañan la fraternidad humana.
Muchos escritores han dejado testimonio de ese deslumbramiento a veces en reportajes o entrevistas, otras en ensayos o trabajos especiales dedicados al tema, provocando en quienes los han leído el intenso placer de identificarse con algunas de las reflexiones, referencias o ejemplos que esos creadores proveen, pero también el de poder iniciar los primeros pasos hacia el conocimiento de otro libro al que nunca habían accedido. No hace mucho tiempo, y en ésta última línea de trabajos específicos, los responsables de la editorial Ampersand tuvieron la muy buena idea de crear una colección llamada “Lectores” y convocar a distintos escritores argentinos a volcar, en libros de una extensión suficiente pero no excesiva, su experiencia en ese terreno. Entre algunos de los escritores invitados por la directora de la colección, Graciela Batticuore, para concretar ese pedido, hoy ya transformado en material editado, están, entre otros, Jorge Monteleone, José Emilio Burucúa, Alan Pauls y Sylvia Iparraguirre.
Con esta última escritora tuvimos el gusto de conversar en su domicilio, el mismo que habitó durante años con su esposo, el gran escritor ya fallecido Abelardo Castillo, para enterarnos de cómo había encarado esa suerte de biografía vinculada a sus libros preferidos, llamada La vida invisible, de algunos de sus contenidos, y otros temas relacionados con la literatura, entre ellos el que tiene que ver con algunos de sus trabajos más recientes. Lo que sigue es el diálogo mantenido con ella.
¿Cuándo te pidió el libro la editorial Ampersand?
Fue en 2016. Y les contesté que me encantaba la idea, porque nada más estimulante para un escritor que se le pregunte por su historia con los libros, con aquellos que lo marcaron. Y ahí empezó todo. Le comenté a Abelardo la propuesta y coincidió conmigo en que la idea era excelente. Y me preguntó por dónde pensaba encarar el libro. Recordé escritores que habían escrito libros sobre sus lecturas, como Henry Miller en Libros en mi vida, y a otros más. Y los fui a consultar. Rápidamente comprobé que, por la diversidad de enfoques y de caminos, un libro de esa naturaleza es siempre muy personal y que hay que intentar encontrar el propio camino. La propia colección lo demuestra porque, con la misma propuesta de base, todos son diferentes. Y eso es lo interesante. Cada escritor es un universo único de lecturas.
Cuando se tiene una biblioteca importante, a menudo uno piensa que se va a morir sin poder leer algunos libros. Es inevitable.
Yo miro mi biblioteca y me digo: cuántas deudas tengo todavía con ella. Me pasa que compro libros de los que me enamoro al verlos u hojearlos, decido comprarlos y quedan para después. Ahora me he propuesto algo que quiero cumplir: libro que compro, libro que leo, porque a algunos los dejo para más tarde y no llego a leerlos. Con los libros me pasa que entro en una avaricia que tengo que controlar.
Es que escritores y periodistas compran con frecuencia también materiales que necesitan para su trabajo.
Desde luego. En mi caso, doy con regularidad seminarios de postgrado en la UBA o seminarios particulares en distintos lugares y debo leer materiales puntuales para esas clases. Hace unos meses una amiga, que estaba dando clases sobre obras de Shakespeare, me dijo si no podía darle a su grupo dos clases sobre época isabelina y Shakespeare. Por supuesto, he leído Otelo, Macbeth, Hamlet, Rey Lear, La tempestad y otros, pero tuve que volver a esas historias de otro modo y en otro contexto. Y con conceptos sobre la relación del autor y su mundo. También volver a leer Christopher Marlowe y Ben Jonson. Durante cuatro meses me dediqué a eso y a leer una biografía notable de Greenblatt, creo que la mejor que hay, sobre Shakespeare. Y al terminar el trabajo, en una charla con mi amigo Jorge Monteleone, le dije que por fin podía volver al siglo XXI, porque me había instalado en el 1590 y me parecía que ya no podía salir de allí.
¿Te apareció rápido la estructura que le darías al libro?
Cuando me dispuse a escribirlo, habiendo pactado de inicio una cierta cantidad de páginas, me di cuenta de que no era tan fácil como había pensado. Había dos cuestiones que debía resolver: una era la de la primera persona autobiográfica, asumir ese lugar que en la ficción no aparece o aparece enmascarada Y me inquietó porque no soy de escribir mucho autobiográficamente. Ahora un poco más. Y segundo, la selección: en ese universo de libros, decidir por qué unos sí y otros no. Y también cómo iba a ser contada esa especie de autobiografía. Por ejemplo, el libro de Alan Pauls enfoca ese desafío de forma totalmente distinta. Y es fascinante. Y yo dije: como soy narradora, será una narración y tendrá un hilo cronológico. No es que sea exactamente cronológica, sino que va siguiendo un poco a los saltos la infancia, la adolescencia y la llegada a Buenos Aires. Y así fui resolviendo esas primeras cuestiones.
¿El último capítulo es una especie de diario de lecturas libros, no?
Sí, por eso se llama “Diario de libros”. Con frecuencia me pasa que leo un libro y, al terminarlo, me dan ganas de ponerme a escribir sobre él. Yo suelo escribir notas y registrar impresiones al concluir un libro, de manera especial a propósito de ciertas relecturas a las que me obligan las clases sobre literatura. Arrancando de estos apuntes, pero ampliándolos o haciéndoles alguna aclaración, armé este capítulo, pero con la decisión de que fueran solo clásicos contemporáneos: Franz Kafka, Virginia Woolf, Philip Roth, Albert Camus, etc. Me dije: si el libro hace un recorrido, y hay gente que no ha leído a esos autores, por ahí les despierta algo el interés por leerlos.
¿Cuánto tiempo te llevó escribir el libro?
Empecé con mucho entusiasmo, después tuve esa idea de que debía parar para ver cómo se organizaba el libro, qué forma darle. Y luego sobrevino la muerte de Abelardo, a principios de 2017, y se interrumpió todo. Era la fecha en que debía entregarlo para la Feria del Libro de ese año. Y recién pude terminarlo para la feria del 2018. Tener que terminar el texto me ayudó mucho, porque hizo que me concentrara tres meses en ver cómo lo organizaba. Y ahí fueron apareciendo Borges, una figura central en términos literarios, al que dediqué un capítulo. Él fue profesor mío en la facultad. Ahora que volví de Italia, hace pocas semanas, comprobé que hay una enorme pasión por su literatura en gente de distintas edades. Todo el mundo conoce su obra y se lo cita mucho. En 1968, que fue la época en que fui su alumna y di exámenes con él de Literatura Inglesa, Borges, había ganado ya hacía ocho años el Premio Formentor de las Letras, compartiéndolo nada menos que con Samuel Beckett, una distinción consagratoria en Europa. Y ya había empezado su fama. Y luego los españoles se volvieron locos con él. Ahora Borges está instalado de una manera completa y total.
¿Qué hiciste en Italia?
Estuve en la Universidad de Roma, en la Sapienza, dando una charla. Y también comprobé con mucha alegría que muchos de los que concurrieron habían leído La tierra del fuego y otras novelas mías que fueron traducidas al italiano.
¿Abelardo tuvo también su capítulo?
Por supuesto, también, “La educación sentimental”. La figura de Abelardo como lector tenía que estar, porque yo he conocido grandes lectores, Borges desde ya, pero Abelardo, después de Borges, fue el lector más impresionante, visceral, entregado a la lectura que conocí. Y eso porque había decidido hacer de la literatura el centro de su vida. Y así lo hizo. Y pasamos por épocas de nuestras vidas de mucha escasez, porque los dos sabíamos que queríamos eso. Era un lector que agarraba un libro a las seis de la tarde de un día y hasta el otro día a las cuatro de la tarde, o a la hora que fuera no lo dejaba, hasta terminarlo. Era también lector de filosofía, alguien que mostraba sin ostentación su propia manera de leer, no es que te dijera cómo tenías que leer. Leía los cuentos de los chicos del taller y era capaz de decir “es muy bueno” a alguien totalmente novel; o “me parece que tenés pasta”. Y luego descubrir a un consagrado y pensar que lo que hacía no era literatura. Y tenía un criterio muy certero. Así que ese capítulo, lo supe desde el primer momento, debía ser parte del libro. Conocí muy joven a Abelardo, a los 21 años y a los 22 estábamos viviendo juntos. Y me marcó mucho su manera desprejuiciada de ver la literatura. Yo venía de una facultad muy prejuiciosa, post Onganía, muy arcaica en el modo de leer, y me benefició mucho esta influencia. Y su biblioteca fue, después de la de mi abuelo, en Los Toldos, la más importante y a la que dedico el capítulo primero. Abelardo guardaba los libros con un enorme cariño, incluso los que había leído a los 15 años, nunca doblaba sus páginas. Era un trato diferente al mío.
También le dedicas un capítulo a tu labor en la universidad.
Sí, tomé la decisión de que entrara en mi libro mi vida académica, universitaria. Yo he trabajado en el Conicet 30 años, en el Instituto de Lingüística. Y en la facultad sigo dando cursos. Doy un seminario de Especialización en Procesos de Lectura y Escritura, que pertenece a la Maestría de Análisis de Discurso. Es un seminario largo, de 64 horas. Además doy cursos privados de lectura. En el Malba di dos seminarios sobre Virginia Woolf y el modernismo inglés, años 20 y 30 del siglo XX en la literatura anglosajona. Y también dos sobre literatura rusa clásica, el siglo de oro, también lo he dado de forma privada. Siglo XIX: Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstói y Chejov.
¿Después de El muchacho de los senos de goma (2007) y La orfandad (2010), no venía una tercera novela para constituir una trilogía?
Sí, es la que estoy escribiendo ahora. La retomé hace unos meses y todavía no tiene título. Es que en el medio escribí otra novela que se llamó Encuentro con Munch, sobre un viaje a Noruega al que me invitaron para ser madrina de un barco, cosa bastante insólita. Fue una de las consecuencias favorables que tuvo esa novela tan afortunada que fue La tierra del fuego. Fue un viaje extraordinario porque constituyó una gran experiencia, sobre todo conocer Oslo. Me gusta mucho la pintura, y en Oslo tuve la suerte de conocer la Galería Nacional con varias salas dedicadas a Munch. Fue una impresión muy fuerte ver casi toda su obra junta. Se publicó en 2013 y en 2014 tuve la suerte de que ganara el Konex de Platino. Hace más o menos un año retomé la novela que tenía postergada para completar la trilogía. Estoy en la mitad, tratando de avanzar. Tengo unas ciento cincuenta páginas escritas, así que supongo que para fin de año tendré el primer borrador completo.
¿Qué editorial lo publicará?
Yo estoy en Alfaguara, es decir Random House. Salvo con algunos libros que me parecían eran para editoriales más chicas, como La vida invisible, que es un libro más íntimo. Y otro, Del día y de la noche, que lo sacó Editorial Galerna, de escritos breves, que no son cuentos, sino textos sueltos. También seguimos encontrándonos con el grupo de taller de Abelardo; seguimos trabajando juntos. Es un grupo hermoso, al que le tengo enorme cariño.
Volvamos a La vida invisible. En el capítulo “De la vida académica y otros sucesos” le dedicas un espacio importante a Mijaíl Bajtín.
El encuentro con Bajtín y su Estética de la creación verbal fue para mí, como digo en el libro, uno de esos hechos providenciales que, en parte, te salvan la vida. Él solo, sus libros, fue como una universidad en mi formación. Me dediqué años a estudiar su obra porque su amplitud y profundidad implicaba otro modo de pensar la literatura. Fue un extraordinario pensador, lingüista y organizador de un conjunto de cuestiones que arman una verdadera antropología cultural. El capítulo siguiente es “Ana Karenina: una lectura”, de León Tolstói, otro gigante ruso, un escritor imponente. Ana Karenina es una novela que siempre amé, leyéndola aprendés todo, ves los procedimientos formales de Tolstói, y decís no puede ser. ¿Cómo lo hace? No le ves el estilo, parece que escribiera desde una nube, pasa todo con una gran naturalidad, y sin embargo, se pueden percibir las astucias legítimas del novelista, cómo está armada esa novela, sus mecanismos de construcción, los contrapuntos, los personajes. Es una novela a la que todos los escritores le debemos mucho y que doy en mis cursos. La di dos años en la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF. En otro sentido, el libro La vida invisible me ayudó a sobrevivir en ese año tremendo.
¿Se siguen leyendo los clásicos?
Sí, y el reciente viaje que hice a Europa me lo confirmó. Los clásicos que uno siempre relee en la vida siguen estando por la sencilla razón de que se editan, no se editarían si no se leyeran. En Italia, en Feltrinelli, la gran librería italiana, que está en Roma, Milán, Génova, al entrar vi en la primera mesa y en la segunda exhibidos libros de los clásicos: Virginia Woolf, Dostoievski, Oscar Wilde, Pirandello, William Faulkner, Stendhal, León Tolstói, T.S. Eliot, fue tan gratificante verlos que les saqué fotos para mostrarlas a los amigos. Había un criterio; lo último de lo último está más atrás, o tal vez en la vidriera. Pero al entrar en la librería, que es enorme, primero te topas con los clásicos. Y los de Feltrinelli saben de libros y saben de lectores.
¿Qué pensás del espontaneísmo en la literatura?
El espontaneísmo en literatura no existe. Y creo que en cualquier disciplina. Uno es siempre hijo de alguien, se viene de una cadena, hay un ADN que se transmite de generación en generación de escritores. Es absolutamente lícito que los jóvenes busquen a sus análogos, a las voces que los representan. La historia cambia, las circunstancias cambian y los contenidos de las novelas cambian, entonces se sienten más representados por algunos libros que reflejan determinados temas. Eso es una cosa, pero no excluye la otra, la línea de la formación. Porque hay gente que empieza a escribir sin querer leer, es una contradicción. Abelardo la combatía fervientemente. Él les decía: “Vos querés que te leamos a vos y vos no leíste a Borges, a Cortázar.” En algunos casos son gente joven con mucha urgencia de publicar, a ver qué se opina de ellos. Eso es muy típico. También está el querer “ser conocido”, la figura del escritor desde hace unos años se puso de moda. Pero la ignorancia, la falta de lecturas, del conocimiento del tejido que sostiene tu escritura, esa falta se nota de inmediato. Hay como una cierta liviandad.
Es imposible escribir bien si no se ha absorbido algo de la literatura previa.
Cualquier narrador de peso habla en sus reportajes de las lecturas que sostienen su escritura. En una película que se llamó Cigarros, cuyo guion era de Paul Auster, a la mitad se cuenta una anécdota de Bajtín. Exiliado en Siberia, adónde lo mandó Stalin, Bajtín, que era muy fumador, y tenía tabaco, pero no papel (era la época de la guerra y escaseaba mucho), usó en esos días las hojas de su manuscrito La novela de iniciación en Alemania para armar sus cigarrillos. Y no tenía copia de la obra, que se perdió para siempre. Y al oír en la película esa anécdota, me sorprendió que Auster fuera un tipo tan curioso sobre la vida de un hombre que había pensado tanto sobre la literatura, como Bajtín. Cualquier autor al que se lo mira con lupa deja rastros de su cadena de referencias. Y todos, casi seguro, han leído a Camus, a Faulkner, a Virginia Woolf, a García Márquez.
Esas lecturas forman su propio ser.
Sin ir a los extranjeros, lo mismo pasa con cualquier escritor argentino. Si estás escribiendo en la Argentina, en el Río de la Plata, estás inscrito en una tradición. Si se toma en serio nuestra profesión, lo que significa que no se quiere perder lastimosamente las horas, escribir lleva mucho trabajo y mucho tiempo. Si se lo hace por publicar o tener un rato de fama o circular por bares de lectura de Buenos Aires, es otra cosa. Y yo no juzgo a nadie, cada uno hace lo que puede y lo hace legítimamente. Pero voy a esto: en un momento te das cuenta, tal vez no a los 20 o los 25, pero sí a los 39, que tenés que leer la literatura argentina, porque si no vas a la fuente hay algo que no estás entendiendo y es en qué lugar estás parado. Lo que hace Borges, por ejemplo, es leer el pasado de la literatura argentina y trabaja sobre ese pasado. Él toma el personaje de Cruz, del Martin Fierro, y le dedica un cuento, lo crea a Cruz, porque en el Martín Fierro es un personaje muy hueso. Cada generación hace eso, vuelve a leer la literatura del pasado, desde otro lugar. Eso es imprescindible. Y después haces un paso más y tenés que saber de literatura latinoamericana. Es como el lugar de tu raíz, el lugar desde donde vos hablas, allí hay un lenguaje, la materia prima del escritor, la lengua materna.
Alberto Catena
Foto: Sergio Quinteros