Entrevista a Ricardo Monti: “Yo había colgado ya los guantes”
Uno de los grandes dramaturgos de habla hispana y figura fundamental del teatro de este país, Ricardo Monti es, a pesar de su magnitud como artista –o precisamente por eso-, un hombre de perfil bajo, reservado, pero amable y siempre abierto al diálogo, aunque no a las entrevistas pactadas a partir de cualquier pretexto. Explorador obsesivo de los caminos por donde circula el trabajo creador y docente de alma, le encanta hablar en sus charlas de sus lecturas y de los mecanismos a través de los cuales se puede escribir teatro o narrativa, géneros ambos que ha transitado con virtuosismo. Prefiere menos, en cambio, los reportajes políticos, no obstante ser un artista comprometido con la aventura social del hombre. Una simple cuestión de gusto, nada más. En éste mano mano mantenido con Cabal Digital en un bar de la calle Santa Fe –y en un encuentro público que lo tuvo por protagonista en el auditorio de Argentores pocos días antes-, el dramaturgo hizo una excepción a la regla. Habló en ambos casos de temas de actualidad, sin dejar, por supuesto, de referirse a su obra, su labor docente y sus proyectos, entre ellos el de terminar una novela-río y concretar la posibilidad de estrenar su versión teatral de La muerte en Venecia, de Thomas Mann.
“Yo estoy realmente conmovido por el momento social e histórico que estamos atravesando en el país –confesó al hablar de la coyuntura-. Una etapa fascinante, que me ha ayudado a recuperar la esperanza. Yo había colgado los guantes, los botines, todo. Cuando cayó el campo socialista sufrí un golpe tremendo. Por mi formación marxista –más allá de que en los setenta estuve ligado a un sector del peronismo de izquierda pero manteniéndome ajeno a la militancia y a la idea de la lucha armada- era un individuo que compartía la utopía de millones de personas que soñaban con un mundo mejor, más justo. Pero al derrumbarse la Unión Soviética y observar que no quedaba contrapeso al capitalismo, vi que era muy difícil cumplir ese objetivo. Así que me fui desconectando de esta realidad que se mostraba feroz en el país y el mundo. Dejé de leer los diarios, no veía casi noticieros. Y me concentré en la docencia y la escritura de mis obras. Hasta que apareció este nuevo fenómeno, que aparece como un intento renovado de luchar por los ideales de igualdad que me ha devuelto el optimismo y me llena de ilusión.”
Monti, además de su labor pedagógica –tiene unos veinte alumnos-, está volcado por entero en este tiempo a la escritura de una novela de catorce capítulos que concibió hace muchos años y que ha venido elaborando en diversas épocas. Hoy está muy adelantada, pero le falta avanzar todavía y debe terminar diversos tramos. No se trata de una novela histórica, pero como ocurre en algunas de sus propias obras teatrales, los hechos se suceden sobre un fondo del pasado acerca del cual el autor ha hecho una investigación. ”Es que en mi cabeza lo que funciona siempre es una idea ligada a la construcción fantástica de la historia, aunque en desarrollos que se exponen con un clima de verosimilitud. Esta novela es todo lo que hoy quiero escribir y supongo que ahí está todo lo que quise escribir en mi vida. Me cuesta mucho desprenderme de ella. Está pensada en forma milimétrica. De algunos capítulos tengo esbozos, pero sé perfectamente que es lo que pasará. Me falta darles textualidad, pasar del cuaderno de apuntes a la computadora. De otros, hay bastante escrito. El final, por ejemplo, que es un coloquio entre El Arcángel y El hombre de Mundo. Son unas cincuentas páginas que aun debo depurar y refinar y a las que seguramente agregaré unas veinte más. Es una novela muy compleja, porque en cada capítulo hago una experimentación muy distinta del lenguaje.”
Y añade: “Voy a intentar terminarla este verano. Lo que ocurre que, a raíz de este entusiasmo que me ha renacido, me he reconectado con la realidad y leo de nuevo muchos diarios. Tendré que abrir un paréntesis, leer los diarios a la noche on line, y dejarme la mañana para retomar el ritmo de la escritura., porque ahora ocupo como dos horas en las primeras horas del día para empaparme de las noticias. A los alumnos los tengo a la tarde y he reducido esa tarea a cuatro horas por días. De todos modos, la enseñanza es muy rica, me ayuda mucho y me conecta también con el mundo de lo que se escribe en la actualidad.”
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Días atrás, el auditorio de Argentores, y consultado acerca de lo que opina de la actual etapa política, se declaró ultrakirchnerista y explicó por qué. ¿Nos puede hacer una síntesis de lo que dijo?
Sí, y pedí disculpas por si hería a alguien, pero es mi experiencia. Yo estoy realmente conmovido por el momento social e histórico que estamos atravesando en el país. Una etapa fascinante, que me ha ayudado a recuperar la esperanza. Yo había colgado los guantes, los botines, todo. Cuando cayó el campo socialista sufrí un golpe tremendo. Por mi formación marxista –más allá de que en los setenta estuve ligado a un sector del peronismo de izquierda pero ajeno a la militancia y a la idea de la lucha armada- era un individuo que compartía la utopía de millones de personas que soñaban con un mundo mejor, más justo. Pero al derrumbarse la Unión Soviética y observar que no quedaba contrapeso al capitalismo, vi que era muy difícil cumplir ese objetivo. Así que me fui desconectando de esta realidad que era tan dura en el país y el mundo. Dejé de leer los diarios, no veía casi noticieros. Y me concentré en la docencia y la escritura de mis obras. Hasta que apareció este nuevo fenómeno, que aparece como un intento renovado de luchar por los ideales de igualdad que me ha devuelto el alma al cuerpo y me llena de ilusión.
¿Cuándo se produjo el momento de mayor desazón para usted antes de redescubrir la experiencia kirchnerista?
El momento más crítico fue cuando cae el Muro de Berlín. Ahí pensé francamente que no había más posibilidad de cumplir con las utopías. Debo hacer una autocrítica al respecto. Como nunca fue melancólico en relación al pasado –si tengo que revisar el pasado lo reviso- caí en la trampa de pensar que si el socialismo se había derrumbado, tal vez era verdad que la única posibilidad de hacer otra cosa estaba en aceptar las nuevas propuestas. Pensé que el rechazo de tanta gente a los sistemas igualitarios nos obligaba a consentir un sistema más adecuado a la naturaleza intrínseca del ser humano, que es imperfecta y a menudo egoísta. Pero después vino todo ese aquelarrre salvaje del capitalismo, que sin ningún escrúpulo ni obstáculo destruía todo a su paso. Y eso me produjo una nueva desazón y la pérdida de una esperanza que calculé nunca recuperaría. El aquelarre en este país tuvo formas muy concretas: estuvimos al borde de la disolución geográfica, iba a venir una comisión de notables –como ahora ocurrirá en Grecia- para supervisar lo que haríamos los argentinos. Entonces, como dije, dejé de leer diarios, ni veía noticieros ni nada. Y bajé por completo la cortina.
¿Y cuándo tuvo fin esa situación?
Fue cuando Nestor Kirchner empezó a doblarle el brazo al FMI y logró una quita del 61 por cierto. A principio sospeché que era una trampa, un bluff para ceder después en un 30 por ciento. Pero, no, iba en serio. Entonces pensé: aquí pasa algo. Si muchas cosas pueden destruirse en un instante, hay que imaginarse todo lo que es posible destruir en un lapso de treinta años. Pero, bueno, se ha comenzado una reconstrucción formidable en el pais. Tenemos patria. Raramente me expreso en público sobre estos temas, pero quiero ser explícito en mi posición. He tenido equivocaciones. Por eso, deseo ser prudente en lo que digo. Pero, en esta ocasión, siento que no me equivoco. Porque se han retomado las mejores expresiones políticas que tuvo este país. Siempre hubo en la Argentina una disputa entre la industria y el campo. Fue como la Guerra de Secesión norteamericana, como ha dicho Feinmann y yo lo vengo pensando hace rato, con la diferencia que acá ganó el Sur. No puede haber un país que pueda construirse solo desde la producción y exportación de las materias primas. Un país necesita su industria. Y eso fue interrumpido ya en 1975 con el “rodrigado”. En 1972 viajé a Europa y puedo decir que muchos países eran como una provincia argentina. El país estaba muy desarrollado y eso fue destruido.
A raíz de esa nueva visión trascendió que usted rechazó un premio teatral que le había dado el diario Clarín. ¿Es así?
En realidad, lo tiré a la basura. Cuando murió Kirchner empecé a descubrir un montón de cosas que no sabía. Y también me enteré de la complicidad de ese diario en lo que le ocurrió a Lidia Papaleo y las maniobras para quedarse con Papel Prensa y me empecé a sentirme mal con tener esa estatuilla, que había recibido por la obra No te soltaré hasta que me bendigas y tenía en la biblioteca. Entonces, en un momento, y como no sabía cuál era el trámite para devolver un premio, lo tiré a la basura. Y lo anuncié públicamente.
¿Cómo definiría esta situación respecto de los ideales del pasado?
Como una nueva síntesis. Ahora se ve otra vez la militancia del setenta pero resignificada. Ya no se trata de hacer una revolución, si no de ir viendo sobre el camino. Como responde Hugo Chávez cuando le preguntan sobre el socialismo: yo no sé qué es el socialismo, vamos a construirlo, vamos a aproximarnos a él reinventándolo.
Escritura y dirección
¿Usted tuvo tres experiencias como director teatral: Contratiempo de Diana Raznovich, Los días de la comuna de Bertolt Brecht, y Una pasión sudamericana, que es suya. ¿Por qué dejó de dirigir después?
Luego de esas experiencias dejé de dirigir porque era para mí una tarea muy agotadora en el plano psíquico. Inclusive no me gusta dirigir mis obras. Una pasión sudamericana decidí dirigirla porque Jaime Kogan, que era el encargado de hacerlo, decidió cortarse del proyecto, más que nada para presionar, y el estreno de la obra se dilataba mucho. Ya había sufrido una postergación cuando se estuvo por dar en el San Martín en 1986. Y debido a eso asumí la dirección, pero no fue una experiencia que me haya dejado satisfecho.
Hay directores como Kartun que han decidido dirigir sus obras. ¿Qué piensa de eso?
Lo felicité por esa decisión, porque con las obras de Kartun había un problema: Él me las daba a leer y me parecían fantásticas, pero luego iba a verlas y le decía: Mauricio, esto no tiene tu estética. No había caso, los directores le arruinaban las obras. Y la primera pieza suya que pudo dirigir mostró que se podía lograr una sintonía entre el mundo de su escritura y el universo escénico de la obra. Fue la puesta de La madonnita. Lo mismo pasó con El niño argentino. Ala de criados todavía no la vi.
¿Cómo hace un director para alejarse de un texto suyo, para dirigirlo sin enamorarse demasiado?
Es necesario escindir los roles. Mauricio lo sabe hacer muy bien. Y hay varios otros que lo hacen: Daulte, Spregelburd. Otros no. Yo dirigí forzado y en mi caso prefiero una mirada ajena. En Una pasión sudamericana no pude salirme de mi rol de escritor, por eso quedó una puesta típica de autor. Hay que poder distanciarse y generar un nuevo rol y una nueva creación. Yo lo intenté pero no pude. Estaba muy inmerso en la obra, muy atento a que los actores entendieran todos los matices, los imaginarios poéticos, y el director debe hacer otra cosa. Ana Alvarado hizo una versión de Una pasión sudamericana muy buena.
¿Qué obra suya considera que es más directamente política?
Pienso que Historia tendenciosa de la clase media argentina, de 1972. Para mí como experiencia fue suficiente. Después pasé a una obra como Visita, que es otra cosa. Una vez encontré en los diarios un artículo que escribí donde hablaba de los tiempos distintos del arte respecto de lo político. Que no todo era subordinarse o ser absorbido por lo político o el arte del momento. Sí, hay un arte que es para el momento, pero hay otro arte que trabaja en otro tiempo que es el cultural. Los tiempos de la cultura son más amplios. De alguna manera hice mi aporte a lo más coyuntural con Historia tendenciosa de la clase media argentina y desde ese momento me dediqué al tiempo más vasto de lo cultural. De todos modos, considero que esa obra tiene mucha vigencia, más en la versión que hice hace unos años y que es la versión definitiva que publicó Corregidor. La reescribí y le acorté el título, que era muy largo, al estilo de las obras de Peter Weis..
Por otra parte, esa pieza se resignificó mucho con el tema de Las Malvinas.
Usted siempre habla de que la obra de su producción que quiere más es La oscuridad de la razón. ¿Cómo empezó ese texto?
Primero fue un proyecto narrativo. Quería hacer en forma narrada una versión de la Orestíada, que se iba a llamar La razón americana, que en rigor es La razón sudamericana. Lo que pasa es que los norteamericanos se apropiaron de ese término, no para nosotros, pero sí para los europeos. Uno dice la palabra americano en Europa y se piensa en los norteamericanos. Pero yo pensaba en Latinoamérica. El proyecto teatral nació en el festival de Caracas. Había visto una versión de la Schaubune de La
Orestída, dirigida por Peter Stein. La versión simbolizaba la instalación de la razón occidental a través de la entronización de Apolo, dominador de las diosas de la Tierra. Esa entronización marca el momento fundacional de la razón occidental que termina en el dominio tecnológico sobre la tierra, el medio ambiente. La puesta era muy interesante porque los dioses de la razón, en su discusión con los dioses bárbaros, aparecían como ciudadanos europeos contemporáneos con traje y corbata, mientras los otros eran monstruos deformes revestidos con telas de neoprén. Estos expresaban lo primitivo, lo ancestral, en última instancia el matriarcado sobre el cual se impone la razón occidental, el patriarcado.
¿Y qué se le ocurrió al ver esa versión?
Que podía ser muy atractivo escribir una obra que impusiera un nuevo equilibrio y evitara el sometimiento de una de las partes. Y que ese equilibrio podía lograrse volviendo a las diosas de la Tierra, a las divinidades femeninas, como una forma racionalidad que no sea opresiva y destructora del medio ambiente. De ahí que se me ocurrió que en la obra interviniera una figura divina femenina, que no fuera La Pachamama, porque a mí no me iba. Y ahí se me apareció la Virgen, que tomé de Los milagros de nuestra Señora de Berceo. Entonces la virgen aparece al principio cuando llega Orestes (lo primero que ve es la virgen) y al final cuando es perseguido por los demonios (que serían las euménides femeninas, a pesar de que esté también allí Alma, su hermana) como representantes de la partida, del padre bárbaro, arcaico, que lo persiguen hasta una iglesia semiderruida por la guerra. Así como en la Orestíada, Orestes va a ampararse en Apolo, acá se encuentra en este lugar con la virgen y se produce la diatriba entre el coro de la virgen y el de los demonios. Era una cosa muy divertida para mí, porque estaba inspirada en las disputas que hay siempre en Los milagros de Nuestra Señora de Berceo. Y ahí, en esa elección que hace la virgen, él, Orestes, renace como un hombre nuevo, un latinoamericano nuevo con una racionalidad que no es destructora del ambiente.
La virgen y Eva Perón
En la versión que hace Jaime Kogan de La oscuridad de la razón, esa virgen tuvo un rostro muy reconocible.
Sí, claro, el rostro de Eva Perón. Me acuerdo que antes de poner esa obra habíamos estado un poco distanciados de Jaime y nos encontramos en el bar El Foro, que ya no está. Le propuse dirigir la obra y sin dudar me dijo que sí. Para mí fue extraordinario porque él dirigió muchos de mis mejores títulos. El encuentro con él en el mundo teatral fue para mí muy afortunado. Pero Kogan era un judío ateo. Y en la conversación me pregunta: “Ricardo, ¿es una obra religiosa?” Pero no es una obra religiosa, es un texto donde uso una metáfora religiosa para hablar de la relación de lo humano con lo divino. Entonces él pudo asimilar y retraducir desde su mirada esa metáfora y le dio el rostro de Eva Perón a la virgen. De ese modo lograba que esa imagen no lo estorbara para llegar a lo que él pensaba como núcleo estético de la obra. Jaime era muy conceptualista y trabajaba dentro del concepto esencial de la obra. Esa puesta fue toda creación suya. Por ese tiempo yo estaba muy deprimido porque había muerto mi mujer e iba a los ensayos como a descansar, me quedaba en una butaca del teatro a veces largas horas y por momentos durmiéndome. Y eso me ayudaba a salir de mi estado de depresión.
¿Hay algunas de estas ideas en la novela que está escribiendo?
En lo relativo a la interacción entre lo divino y lo humano. Una síntesis de lo que me planteo estaría en la pregunta: ¿es Dios quien ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios? Pero es una obra muy compleja. Se desarrolla en tres tiempos históricos distintos, en la mitad del siglo XlX se ubica el relato mayor, luego hay un relato que es de 1930 y otro relato que es de 1925. Y se van entrecruzando. Pero no es una novela histórica. Es que en mi cabeza lo que funciona siempre es una idea ligada a la construcción fantástica de la historia, aunque en desarrollos que se exponen con un clima de verosimilitud. Es todo lo que hoy quiero escribir y supongo que ahí está todo lo que quise escribir en mi vida. Me cuesta mucho desprenderme de ella. Está pensada en forma milimétrica. De algunos capítulos tengo esbozos, pero sé perfectamente que es lo que pasará. Me falta darles textualidad, pasar del cuaderno de apuntes a la computadora. De otros, hay bastante escrito. El final, por ejemplo, que es un coloquio entre El Arcángel y El hombre de Mundo. Son unas cincuentas páginas que aun debo depurar y refinar y a las que seguramente agregaré unas veinte más. Es una novela muy compleja, porque en cada capítulo hago una experimentación muy distinta del lenguaje.
¿Tiene título la novela?
Si, pero es provisorio y prefiero no revelarlo.
¿Qué le ha costado más al escribirla?
Lo que me resultó muy difícil fue recuperar la tercera persona en la perspectiva de los personajes que intervienen. O sea, invisibilizarme como autor. De pronto me sorprendía haciendo en la tercera persona una metáfora y me preguntaba: ¿Por qué? ¿Con qué derecho? ¿Acaso me estoy floreando? Porque entiendo que el personaje pueda hacer una metáfora porque lo necesita o lo expresa así, pero no como pretexto para que el autor se floree. Me parecía como una señal de vanidad.
¿Y ocurre mucho eso en otros autores?
En Raymond Carver es siempre el mismo personaje. O en Haruki Murakami, donde hay una suerte de personaje permanente, él mismo, uno no se imagina distintos personajes. Y yo, al venir del teatro, estoy muy acostumbrado a construir a través de otros y no me interesa a mostrarme a mí como relator. Pero tuve que encontrar la manera de invisibilizarme, sino no me interesaba. Por eso, la historia va variando de capítulo en capítulo. Cuando la historia se modifica el lenguaje cambia, se adecua al personaje de ese capítulo. Utilizo un lenguaje como el que usarían para narrar esos personajes. Es un relato en tercera persona, pero como lo narraría ese personaje. También hay capítulos en primera persona, pero eso tiene mucho que ver con lo que plantea la novela. Y el último capítulo que, como creo haber dicho, es muy teatral. Consiste en un diálogo, un coloquio.
¿Por qué no se hace su última obra, la adaptación teatral de La muerte en Venecia?
Nadie lo quiere hacer (se ríe). Soy un gran admirador de Thomas Mann e hice una lectura de la primera traducción española, que es un asesinato. Lo que el traductor no entendía lo sacaba o ponía cualquier cosa al tun tun. Por eso, al leerse había fragmentos que no se entendían y uno lo atribuía a su deficiencia personal como lector. Y era el crápula del traductor. Ahora hay una traducción más o menos reciente que es mejor. Me parecía difícil de teatralizar la novela y en una línea encontré la solución. Mann lo pone a von Eisenbach, el protagonista, a hablar en forma asidua con el peluquero. Y ahí me surgió toda la idea de la versión. Son esos dos personajes y un grupo coreográfico. La obra es solo acción interior del escritor que en su vejez se enamora perdidamente de un adolescente. Ya se hizo la traducción alemana de la pieza y le señalé a la traductora en qué oración de la novela está inspirada cada réplica. El momento en que más cerca estuvo de hacerse la obra fue con la participación del director georgiano Robert Sturua, pero luego se postergó un estreno que tenía en Moscu y el teatro Cervantes no lo pudo esperar. Más tarde hubo otras dificultades, un verdadero ovillo. El hecho es que todavía no se pudo montar. No sé, espero que esa situación no se prolongue mucho tiempo.
A.C.