Entrevista a Raúl Serrano
Uno de los maestros de actores más reconocidos en el país y pedagogo de mucho prestigio cuyos ensayos se estudian en distintos lugares del mundo, además de director escénico y en distintas ocasiones actor, Raúl Serrano es un hombre de teatro al que el medio le reconoce la coherencia de su conducta e ideas y también la nobleza y pasión absoluta con que se ha entregado a su profesión, en especial a la docencia. En esta charla que mantuvo con Revista Cabal, reflexiona sobre algunas de las circunstancias que lo llevaron en los últimos años a incursionar también en la dramaturgia, y evoca distintas etapas de una trayectoria que comenzó en Tucumán, provincia de la que es oriundo, allá por 1950 –año en que dirigió Otra vez el diablo, de Alejandro Casona, antes había actuado- y continúa hoy en su escuela del Teatro del Artefacto donde, a los muy lúcidos 84 años, montó su última obra, Un hombre civilizado y bárbaro, en la que imagina los instantes finales de la vida de Domingo Faustino Sarmiento.
Desde hace un tiempo ha surgido en vos la necesidad de escribir obras de teatro. ¿Cómo surge ese impulso?
No fue una decisión que tomé un día meditando en un sillón. Fue el resultado de una serie de momentos que me fueron llevando a esa elección. Cuando apareció la novela de Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno, era el justo en los años en que caía el bloque soviético. Y hay un pasaje en la novela en que Juan José Castelli le pregunta a su primo Manuel Belgrano: ¿En qué nos equivocamos? Y esa frase me impactó mucho y me hizo pensar en la posibilidad de encontrarle a la novela una estructura dramática. Y ahí empecé. Me di cuenta que con todos los conocimientos que tenía de estructura dramática, podía ser más creativo como director cuando me enfrentaba a un material que tenía origen narrativo, como la novela de Rivera, y no dramático. Y sentí que al armarle esa estructura a la novela para ponerla en escena mi imaginación como director volaba más. Porque cuando me encontraba con un texto dramático ya escrito me ganaba el profesor de actores y me dedicaba antes que nada a la actuación. Y a los demás problemas les prestaba menos atención. Esa adaptación de La revolución es un sueño eterno, que duró varios años, fue el primer paso en esa experiencia.
Antes ya habías hecho como trabajo histórico Ceremonia al pie del obelisco, por comienzos de los setenta.
Sí, pero no como dramaturgo. Ese rol lo cumplió Walter Operto, yo solo dirigí la obra. Después me enamoré de Juan Bautista Alberdi y me metí mucho en su época, incluyendo la guerra con el Paraguay, a la que él se opuso. Con ese personaje como eje escribí El habitante solitario de la provincia flotante, título que procede de una frase suya. En ocasión de una visita que le hizo un embajador argentino en su exilio, Alberdi le dice: “Lo saluda el habitante solitario de la provincia flotante”. El embajador, que creía que estaba loco, le pregunta: “¿Qué provincia es esa?”. Y Alberdi le responde: “La del exilio, doctor”. En esta obra aparecen también Mitre y Sarmiento. Mario Moscoso, que en Un hombre civilizado y bárbaro hace de Sarmiento, en aquella pieza también encarnaba al mismo personaje. De ahí viene el vínculo. Y él me insistió varias veces en que escribiera la obra que ahora se estrenó. Y me pregunté: ¿por qué no me meto en la vida de Sarmiento? Y escribí las primeras cinco carillas. Y empezamos a investigar y a jugar. Y así, mientras íbamos ensayando este primer texto y ampliándolo, lo fui terminando, tomándonos el tiempo que creíamos necesario. Sin fijar fecha de estreno hasta llegar a la conclusión de que el trabajo estaba ya maduro para mostrarlo. En muchas ocasiones he rechazado propuestas de tipo comercial, porque no me gusta someterme a los tiempos que marca el mercado, el star system.
¿Qué fue lo que pasó con Sarmiento al final de su vida?
Sarmiento, viejo y achacado, se retiró a Yungai, en Paraguay, donde había un gobierno amigo de la república argentina. Y ahí lo sorprendió la muerte. Era un lugar donde él plantaba. Hay dos versiones sobre su muerte. Una es que varios los tipos lo recogieron ya muerto en las cercanías de la casa y como no sabían quién era lo enterraron. Y que a los dos o tres días aparecieron otras personas que sabían que había sido presidente de la Argentina y lo sacaron de donde estaba enterrado y lo sentaron en un sillón. Es una versión en la que no creo. La otra es que murió en una cama y al llamar a un fotógrafo para que le tomara algunas imágenes, las fotos se quemaban una detrás de otra porque las sábanas eran blancas. Y para evitar eso lo sentaron en un sillón. Entonces, junté eso con la leyenda de que en el último minuto de la existencia se recuerdan gran parte de ella, para inventar un final donde él evoca situaciones claves de su pasado y sus relaciones, sin saber si está vivo o muerto, porque ha perdido la noción del tiempo.
Hay varios personajes femeninos en la obra.
Hay tres personajes mujeres que aparecen. Las dos más importantes son la Benita y Dalmacia Vélez Sarsfield. La primera era la esposa de un rico empresario de Chile a la que Sarmiento conoció durante su exilio en ese país. Y se comenta que Dominguito, a quien se le atribuía la paternidad del chileno, en realidad lo era de él. Cuando se murió su esposo, siendo ella mucho más joven, la mujer se vino a vivir a la Argentina con su ex amante argentino, que en ese entonces era gobernador de San Juan. Un tiempo después, Sarmiento le metería los cuernos con Dalmacia Vélez Sarsfield, a la que denominaba “Chinita” o también “la culona”, quien vivía a tres casas del domicilio de él junto con su padre, el famoso creador del Código Civil de la Argentina de 1869, Dalmacio Vélez Sarsfield. La estructura conscientemente en que me metí fue la de tomar primero su vida personal y luego me fui introduciendo en aspectos más políticos. En uno de los últimos instantes de la obra aparece también la figura de la madre, que tuvo un gran influjo en su vida. Y hay también un personaje masculino llamado La Posteridad que también se introduce en el texto y con el que se redondeó la obra. Con la que no me metí fue con la norteamericana que también se vino a la Argentina detrás de Sarmiento y que era la esposa de un profesor universitario que conoció durante su viaje a Estados Unidos.
Qué figura interesante la de Sarmiento, a pesar de sus contradicciones
Creo que el revisionismo nacionalista ha hecho centro injustamente en Sarmiento. Y no es que quiera salvarlo de las atrocidades eurocéntricas que cometió, pero negar lo que hizo es de una ceguera absoluta. Nosotros hasta el año cincuenta fuimos el país con menos analfabetos de América y la clase media argentina es producto de la universidad gratuita impulsada por él. Lo que quise, precisamente, fue bajarlo del bronce y mostrarlo en sus contradicciones.
Sarmiento es además el autor de Facundo, novela fundacional en la literatura argentina.
Te digo que volví a leerla y tiene páginas extraordinarias, increíbles. Lo que cuenta de Facundo y otros personajes no puede ser. Ahí él se desdice, porque cuando empieza a hablar del rastreador, el baqueano, lo hace con tal admiración por el gaucho, lo pone tan arriba, que va en contra la creencia suya de que había que matarlo. Tenía contradicciones, sin duda. Y por eso es teatral, era peleador, tenía frases rimbombantes y filosas. ¿Por qué tenemos que creer que todo es blanco o negro?
¿Crees que el teatro es también literatura?
Creo, para decírtelo brutalmente, que el teatro en el siglo XlX y XX deja de ser literatura para convertirse en un arte independiente. No porque no pueda contener literatura. Pero ocurre que lo que sucede sobre el escenario empieza a ser lo importante y el texto uno de sus componentes. En cambio, hasta fines del siglo XlX el texto era lo importante y vos tenías que poner de pie ese material y lo que guiaba la puesta era el libro literario. Entonces había un decorado con luces frontales y la declamación era la técnica. Ahora ya no. Lo que pasa en escena es lo esencial del teatro contemporáneo. Shakespeare y Moliere eran dos directores de escena y escribían desde el escenario para el escenario. No eran Corneille y Racine, a quienes hoy ni se los representa, porque son literatos que escribieron dramas. En cambio, Moliere y Shakespeare eran dramaturgos, en cuyas obras además de literatura hay situaciones no verbales. Para mí ese es un hecho histórico, es el ascenso a un nuevo lenguaje. Que tampoco es tan nuevo, porque antes de eso existió la Commedia dell’Arte. Dicho esto, hay que agregar que también, montándose en eso, surge a menudo mucha improvisación y una tendencia a la desideologización por la falta de la palabra. Pero no siempre es así.
Hay muchos ejemplos que demuestran lo contrario.
Hasta la década del treinta del siglo pasado, la técnica de la actuación era la declamación. A partir de la difusión de Stanislavski y otros teóricos empieza otro tipo de actuación. Y otra clase de dirección escénica empieza cuando Meyerhold dice: “Ah, ¿así que lo que importa no es el texto sino lo que le ocurre a los actores? Entonces déjenme a mí.” Él es el que inventa primero, por lo menos en la época moderna, esto de: “Yo soy el autor”.
Aún los escritores que trabajan desde sus mesas de trabajo, sin ser directores, también han debido adaptarse un poco a esta nueva dinámica del teatro, que exige aceptar las exigencias que impone la realidad de la escena.
Creo que hubo una escuela literaria que obligó a tener en cuenta lo que pasaba sobre el escenario: el naturalismo. Porque hasta ese momento las réplicas románticas era ampulosas, exageradas. Ahí ponías todo. Pero en el naturalismo es: “¡Qué mal tiempo hace!” o ¿Qué vamos a hacer en el invierno?”. Si vos te fijas, lo que escribe Chejov no es trascendente, se vuelve trascendente connotado por lo que no se dice. Fijate el fracaso que tuvo La gaviota en su estreno en el Teatro San Petersburgo. Le encargan esa obra a una compañía dramática tradicional y dura una semana. Dos años más tarde, la agarra Stanislavski, pone el acento en otro lado y se convierte en el comienzo del nuevo teatro. Hay muchos indicios que marcan que el hecho de que el dramaturgo escriba y dirija es un fenómeno que va más allá de las modas.
Con ese teatro aparece la necesidad de un espectador más activo.
En una clase pasada les decía a mis alumnos: no es que el espectador se para y entiende lo que le está pasando. Lo que le pasa, cuando que experimenta cuando ve buen teatro y se identifica es una fruición, un consumo activo casi corporal de lo que está pasando. Por eso el teatro no muere y tiene hoy tanta fuerza. En una sociedad cada vez más despersonalizada, más individualizada, este contacto se vuelve cada día más precioso y raro. Y ese mito de tocar a los actores, de verlos a la salida, está expresando la necesidad de ese contacto. Además en la Argentina esto viene de lejos. Cuando se empezó a escribir teatro nacional y los actores eran todos gallegos e italianos, un gaucho hablaba con acento español. Y ante eso, nació como respuesta la pantomima muda del circo. Después vino la época del sainete, que no fue como en el género chico español. En este nuevo género los personajes eran los inmigrantes. Más tarde el sainete creció y se hizo hombre grande con el grotesco criollo. Lo siguiente que apareció fue el teatro independiente con Leónidas Barletta, que contaminó a toda América Latina. Cuando empezó a declinar, estalló Teatro Abierto en medio de la dictadura. Y, cuando recuperamos la democracia, esa presión hizo que se aprobaran las leyes de sostén del teatro en las ciudades, y hoy día tenemos a Buenos Aires como una capital mundial del teatro. Esto que pasa no es obra de un loquito o dos. En la Argentina de hace muchos años vos ibas a cualquier pueblito del país y junto con el equipo de fútbol encontrabas un grupo filodramático. Y ensayaban todo el año para hacer dos funciones al año.
Fue tu caso, en Tucumán.
Cuando me fui de Tucumán en 1957, ya teníamos una Federación Tucumana de Teatro Independiente con 16 grupos. Yo debo mi existencia teatral a dos grandes personajes. Uno es Orestes Caviglia, quien me vio haciendo Otra vez el diablo y me dijo: “Usted tiene que hacer teatro.” Él tenía una hija en Tucumán que era casada y llegaba de incógnito a la provincia a visitarla. Y leyó en La Gaceta que se hacía esa obra y fue sin avisar a nadie. Y al terminar la obra vino al camarín y me dijo eso. El otro personaje es Oscar Ferrigno, que vino al frente de la maravillosa gira que hizo el Teatro Fray Mocho, grupo que me mostró un teatro que no era hacer chistes groseros, y el uso del cuerpo expresivo. Con ese grupo vi Cervantes, a Lope de Vega. Ferrigno fue durante un tiempo mi ideal de director y después fui dirigido por él cuando viajamos con Cipe Lincovsky y Carlos Gandolfo, en 1957, a un Festival Mundial de la Juventud en Moscú, y la Federación Argentina de Teatro Independiente armó un elenco en el que yo participé como representante del interior. En Moscú hicimos cuatro obras cortas, entre ellas El velorio del angelito, Las bodas de Chívico y Pancha, Los disfrazados y Los de la mesa diez. Y actuamos en el Teatro de Stanislavski. Y Gandolfo y yo nos cambiábamos como actores en el camarín nada menos que de Stanislavski.
Ahí Gandolfo y vos se enfermaron.
Sí, contrajimos una gripe muy fuerte. Y nos llevaron a un hospital y al salir se habían ido todos. Entonces nos invitaron a Rumania y en el camino una argentina nos preguntó por qué no pedíamos una beca. Y me la dieron a mí y a Gandolfo, pero él no quiso aceptar porque debía volver y mantener a su madre. Y yo me quedé allá. Hice en cuatro años la carrera de teatro en el Instituto Ion Luca Caragiale, de Bucarest, y me quedé a dirigir allí durante seis años más, hasta que en 1967 regresé a la Argentina. Y empecé mi trabajo como docente y director. Ha pasado desde entonces muchos años, toda una vida.
Alberto Catena
Foto: Sub.coop