Entrevista a Gabriela Massuh

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En una cálida y sustanciosa plática, la escritora y ensayista Gabriela Massuh relató a Revista Cabal aspectos relacionados con su última novela, Desmonte, y el ensayo El robo de Buenos Aires, y reflexionó sobre otros tópicos que se refieren a modalidades actuales del mundo literario argentino.

Con la publicación en 2015 de su tercera novela, Desmonte, Gabriela Massuh vigorizó y a la vez  consolidó una clara sensación que entre sus lectores habían dejado sus dos primeros trabajos en ese género (La intemperie y La omisión): que la literatura argentina estaba frente a una nueva voz de fuerte y elaborada intensidad narrativa. Reconocida como una intelectual de larga trayectoria en la gestión cultural –estuvo cerca de 25 años al frente del Instituto Goethe- y traductora de fina sensibilidad, el mundo de la escritura no le era ajeno a Gabriela. No solo por el hecho de ser licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires, sino también por haber practicado y en un nivel muy destacado el ensayo, al que había dedicado, entre otros títulos, Formas no políticas del autoritarismo (con Simón Feldman), Benjamín en América Latina, Ex Argentina y La normalidad (Con Alice Creischer y Andrea Siekmann) y El trabajo por venir (con Norma Giarracca).

       Pero a comienzos de siglo decidió incursionar y con mucha fortuna en la narrativa con La intemperie, para muchos una verdadera novela de culto de los años de la crisis que comenzó por 2001 en el país. Gabriela la definió en una charla que mantuvo con Revista Cabal hace pocas semanas como “un intento de transferir la pérdida de un país en la pérdida de un amor que se produce por la misma época. Desde siempre me ha fascinado la lectura de Hannah Arendt y ella recordaba que entender significa entender lo que está puesto en juego, que es la pérdida. En parte, de eso trata también la última novela, Desmonte.” Luego vino el segundo título, La omisión, que disfrutó de un muy favorable respaldo de la crítica, y cuyo núcleo gira en torno al descubrimiento que una mujer hace de un secreto matrimonial. Ese develamiento le permite tomar conciencia de que desperdició una parte de su vida, pero también de que ahora se le abren otras puertas para tentar un destino que podría acercarla a la felicidad.

       El desmonte, su tercer opus novelístico, cuenta, con “virtuosismo y delicadeza de lenguaje”, como dice la escritora Claudia Piñeiro, dos historias que a la vez están unidas por vasos comunicantes. Una es la errática y conflictuada vida de una mujer, Catalina Uribe, que escribe en el suplemento literario de un diario, pero solo por la necesidad de sobrevivir, pues su interés está en otros temas que el director de la publicación no le acepta. Sobre esos temas ella escribe para sí misma en su departamento, como una forma de matar el tiempo y llenar los intersticios que le deja la ausencia de su hijo Antonio. La otra historia tiene como epicentro las localidades de Orán e Hipólito Yrigoyen donde unas comunidades indígenas originarias resisten en desalojo de sus tierras a que los somete un ingenio perteneciente a una compañía extranjera. A ese lugar ha llegado en tren de conocimiento y aventura Antonio. En algún momento, ambos relatos se relacionarán.

      En conversación mencionada más arriba, Revista Cabal dialogó sobre los motivos de su vuelco a la narrativa y otros aspectos de su trabajo literario en general. 
¿Qué es lo que te permite la narrativa que no encontrás en otros géneros?
En primer lugar, una libertad que no hay en el ensayo. Y además la necesidad de decir y publicar algo que alcance a un público mayor que el que abarca un ensayo. Mis novelas son entre políticas y autobiográficas, una mezcla. Pero trato de envolver en esas ficciones sucesos que le pasan a todo el mundo. Esa postura que yo transportaba al ensayo, que era una especie de mirada destemplada, herida y descorazonada por las grietas y el malestar de la cultura, la novela me permitió expresarla casi alterando sus propios cánones. Y no es que sean novelas explícitamente políticas o autobiográficas, pero tampoco son novelas en el sentido esquemático. Yo me peleo mucho hoy con el concepto de ficción, porque lo veo, por lo menos en la narrativa argentina –y el tema está presente de algún modo en Desmonte, mi última novela-, muy encapsulado en un circuito absolutamente literario. Es como si se escribiera para determinado público, para determinada elite y no para un público anónimo. A mí me gusta la tradición argentina del escritor que escribía para cincuenta mil personas. Como era el caso de Beatriz Guido, Silvina Bullrich, Martha Lynch, Adolfo Bioy Casares, todos ellos tenían un público más grande. La nueva literatura no, porque contribuyó a achicar ese público.

¿Hay alguien en particular que sea responsable de ese fenómeno?
En alguna medida creo que es responsabilidad de la mal llamada vanguardia. Y digo mal llamada porque no creo que haya vanguardia artística cuando no hay vanguardia política. Vivimos en una época de mucho conservadurismo, de capitalismo extremo y entonces es imposible pensar en formas de utopía. Por eso es difícil pensar en otra forma de novela. No hay otro futuro que un futuro igual a éste.

Y de ese modo, el creador comienza a girar en torno a su ombligo
Exacto. Está tan difícil la situación exterior, que se crean mundos interiores a lo César Aira, a lo Aira-Copi. No te diría Borges, porque esos son mundos lingüísticos que constituyen otra forma, otra categoría. Pero de todas maneras no estoy hablando mal de Aira, sino de las consecuencias o las influencias que su postura produce sobre la nueva literatura. Una suerte de voz reiterativa, infantil, narcisista, que no dice, porque está convencida de que ya no se puede decir. Se deja responsabilidad de entender al lector y éste no se hace cargo del enigma que arroja esa literatura. Porque es una literatura también muy hermética.

¿Y ese panorama no tiene fisuras, lugares abiertos?
Los hay. En los tres últimos años, por ejemplo, han aparecido unas voces femeninas –que no son parte de este fenómeno urbano, casi porteño, al que me venía describiendo- vinculadas a temas como la tierra, los sentidos, la sangre,  la metáfora. Y hay una búsqueda encarnada en autoras como Selva Almada, Mariana Docampo, Mercedes Araujo, María Cristoff, Mariana Dimópulos y otras que practican una escritura distinta. En el momento en que escribí el último libro no había descubierto esas nuevas voces. En algunas de ellas existe una especie de hermetismo pero justificado porque se trata de una búsqueda auténtica, sin narcisismo. Otra cosa que me molesta mucho es ese fenómeno micro que le impone el capitalismo a la creación. O se está en los grandes espectáculos o Video-Match o dedicarte a tener tu propia editorial soportando pérdidas.  O, como en el mundo escénico, donde la opción es someterse a un tipo de teatro condenado a exponer su obra en seis sábados del año a las 11 de la noche, con una pieza que en general es absolutamente encapsulada y encerrada en sí misma.

También hay, por suerte, artistas que están volviendo a pensar el teatro en una función más abierta. 
Sí, es verdad. Te voy a mencionar una grata sorpresa de búsqueda dramática y política y de esfuerzo por salir de ese encierro del que hablamos, que es el dramaturgo Mariano Tenconi Blanco. Me parece extraordinario lo que hace. Busca realmente, se equivoca también, como es lo normal. Es una bocanada de aire fresco, alguien inserto en un pensamiento que se cuestiona la realidad actual. No solo la política, también el arte, la educación, la pobreza, las relaciones.

¿A quiénes simboliza en Desmonte la alusión a Carlos Argentino Daneri, el personaje de El Aleph de Borges?
Simboliza un poco al escritor encerrado y petulante, pero también hay algo de ese Daneri que soy yo, en ese afán de describir el mundo, y que es lo que Borges de algún modo está cuestionando. Daneri cree que con su articulación puede describir el mundo y en realidad lo que hace es una enumeración. Allí señalo que en cierta forma estoy cometiendo la misma petulancia. Ese Daneri sobre el que escribe Catalina tiene como una doble faz: una soy yo, pero también son los chicos nuevos, los que se encierran.

¿Y la historia paralela de la novela, la que transcurre en el ingenio de Salta?
Tiene que ver mucho con mi experiencia en el 2001 y mi trabajo originalmente en el Instituto Goethe. Después de 2001, me dediqué a investigar y estuve al frente de un proyecto muy grande que se llamó Ex Argentina, que intentaba entender la crítica a partir de las artes plásticas. Fueron dos exposiciones, una realizada en Colonia, Alemania, y otra aquí, que se llamó La normalidad. Gracias a ese emprendimiento que duró varios años tuve la posibilidad de conectarme a movimientos artísticos colectivos y también movimientos sociales. En ese contexto conocí a Norma Giarracca, que fue una verdadera maestra y me cambió el mundo. Ella me convocó a la localidad de Mosconi y me hizo conocer a los desocupados, quienes participaron del proyecto. Me conectó con las comunidades indígenas, entre ellos los mapuches y autoridades del Consejo Asesor Indígena de Neuquén. También con ella estuve en Catamarca en las asambleas ciudadanas y en los movimientos antimineros de Famatina. Y más tarde en Tarija, Bolivia, y en México dos veces.

¿Y lo de Salta?
Bueno, en ese contexto viajé a Salta, porque me interesaba especialmente. Y, en un determinado momento, el Consejo Asesor Indígena organizó un taller de capacitación destinado a las comunidades guaraníes de Salta para reclamar sus derechos. Estábamos entre 2004  y 2005 y todavía había mucha esperanza de poder recuperar las tierras. Y ahí entré en contacto con las dos comunidades, que están representadas en el libro y con los protagonistas de esos movimientos, dos mujeres fantásticas. Todo lo que cuento allí tiene que ver con lo que padecieron, sobre todo la pérdida de La Loma, un lugar considerado como un paraíso perdido. Después, Antonio, el hijo, es un personaje es de ficción y Catalina también. Igual que el obispo, pero las comunidades tenían en ese tiempo el apoyo del que estaba allí. Todo eso yo lo vi. Toda esa gente que vivía en comunidades ahora vive en villas miseria. Es terrible y eso me llenó de una tristeza enorme.

Hay un libro que escribiste hace poco, un ensayo llamado El robo de Buenos Aires. ¿De qué se trata?
     Es un trabajo que se publicó en Editorial Sudamericana. Yo trabajé mucho para Plataforma 2012, en dos manifiestos: uno acerca de la vivienda y otro acerca de la especulación con el espacio público. Y me gustó entonces la posibilidad de escribir entonces sobre lo que estaba perdiendo  Buenos Aires. Una especie de retrospectiva desde la formación de la Corporación Puerto Madero, la medida más siniestra tomada por el menemismo, que pone a disposición del consumo privado 90 hectáreas de la ciudad. Y desde allí hago una descripción de la trama de corrupción, ineficiencia y negocios que le arrebató a la ciudad gran parte de su patrimonio arquitectónico y generó el brutal crecimiento de los barrios cerrados, que destruyeron el ecosistema del conurbano. Por negligencia y complicidad política, la especulación inmobiliaria se convirtió en el único motor de cambio y barrió con una tradición cultural integradora, agravando la inseguridad y el hacinamiento y generando tierras de nadie liberadas a su propia suerte. Y esto no parece que vaya a parar: el 3 de diciembre de 2015, la legislatura de Buenos Aires aprobó un paquete ómnibus con 150 leyes, entre las cuales está la que crea la Corporación Metropolitana, que es un organismo público-privado encargado de vender los bienes públicos de la ciudad sin consultar a la legislatura. Imaginemos lo que se puede hacer con una norma así.