Entrevista a Enrique Dacal
En una distendida y agradable conversación, que introdujo recuerdos de otras etapas del teatro argentino, el prestigioso director teatral Enrique Dacal contó a un periodista de Revista Cabal algunas de las distintas experiencias que vivió en su prolongada y provechosa trayectoria como hombre de escena y docente. También habló de sus trabajos actuales, uno de los cuales en estos días es el montaje de la obra Gato en tu balcón, del dramaturgo Luis Sáez, que se representa los días sábados en una de las salas del Centro Cultural de la Cooperación, y su proyecto de comenzar a ensayar un texto del autor español Juan Mayorga, llamado Reikiavik, que revive a través de dos personajes las peripecias de un match famoso en esa ciudad de dos colosos del ajedrez mundial: Fischer y Spassky, aunque en realidad habla de la soledad y el desamparo en la sociedad contemporánea.
Al costado izquierdo del comienzo de la confitería que funciona en la planta baja del Centro Cultural de la Cooperación, y más lejos de la librería, hay un espacio denominado Abraham Vigo en el que regularmente se hacen distintas exposiciones fotográficas. El día que nos encontramos a tomar un café y conversar con el director teatral Enrique Dacal, un hombre de larga trayectoria en la escena argentina y con trabajos muy valiosos en el desempeño de su métier, en esa galería se mostraban algunos documentos y testimonios gráficos pertenecientes al Teatro Popular Fray Mocho (1951-1962), una de esas míticas salas le dieron gloria al movimiento teatral independiente del país por la mitad del siglo pasado. Fundado por Oscar Ferrigno, el teatro recorrió con su elenco y sus obras varias provincias argentinas y países del extranjero. Y tuvo mucho peso en aquel movimiento. Para quienes tuvieron la fortuna de ver sus espectáculos, un registro así no pasa fácilmente por alto y es difícil que deje de suscitar algún comentario. Dacal comenzó el diálogo con quien escribe estas líneas comentando que vio a los siete u ocho años de edad algunas de las funciones de Los casos de Juan el Zorro, de Bernardo Canal Feijóo. El cronista, algunos años mayor que él, confesó que había visto varios de sus montajes, entre ellos un inolvidable Nekrasov de Jean Paul Sartre. Un tiempo extraordinario para el teatro argentino, que nutrió de una savia invencible a nuestra escena. Nada de lo que ocurre en la escena del país hoy se podría explicar, más allá de sus especificidades, sin aquella tradición formidable.
Enrique comenzó a dirigir teatro en 1969, cuando el teatro independiente de esa etapa había ya languidecido y quienes querían dedicarse a esa profesión buscaban nuevos caminos y formas de sustentación económica, distintas a las que habían practicado ese movimiento. Su primera dirección fue de una obra propia Los juegos, de la que prefiere no acordarse. “Un bodrio”, la define hoy sin reparos y riéndose. Hacía solo seis meses que era alumno del Chilo Pugliese, de Boris del Río y alguna otra gente y creía que ya estaba en condiciones a afrontar esa responsabilidad. Había pasado apenas los 20 años. La hizo con dos amigos y con la que es en la actualidad su mujer como asistente en el teatro La Fábula, Agüero 444, un ambiente por completo hospitalario y donde se formaba. La representaban los viernes a las 20 horas y luego de ellos iba Circunloquio, un éxito en ese momento dirigido por Julio Tahier y Chilo Pugliese. Y estaban también tres obras del absurdo, una de ellas de Tato Pavlovsky, Somos. A la segunda función de la pieza apareció el temido crítico de entonces Jaime Potenze y la destrozó en un artículo para La Prensa.
En contraste, el director recuerda también que unos años después, por 1974, dirigió Ubú rey, de Alfred Jarry en el teatro Angelus, que estaba detrás de una disquería cerca de Uruguay y Corrientes, y Antonio Rodríguez de Anca publicó una crítica larguísima y muy elogiosa, que les ayudó a llenar varias veces la sala, que de todos modos era pequeña: 60 butacas. Pero la felicidad no duró mucho. Eran tiempos complicados en la Argentina y pusieron una bomba en el lugar y tuvimos que salir volando de allí. “Me acuerdo –evoca Enrique- que en algunas funciones se formaban colas para sacar entradas que llegaban hasta la pizzería Guerrín. En esos tiempos estrenar una obra era un acontecimiento. Se notaba mucho. Ahora hay piezas teatrales que pasan su ciclo sin que nadie se entere y con escasa o nula repercusión en los diarios y revistas. Solo reciben a veces críticas en los medios digitales. Hoy se habla del boom del teatro, de 500 obras por fin de semana. Es de verdad una cantidad asombrosa. ¿Pero cuántas duran mucho tiempo o tienen una temporada larga? Por otra parte, muchísimas de ellas se representan una vez por semana y con eso se dan por satisfechas. Han cambiado mucho las cosas respecto a aquellos años.”
En estos días, la última de las obras dirigidas por nuestro entrevistado, Gato en tu balcón, del dramaturgo argentino Luis Sáez, se representa todos los sábados a las 22,30 horas en la sala Raúl González Tuñón. Es el quinto montaje que hace en esa entidad. Antes puso en escena La piel, de Alejandro Finzi; Somnium, de Enrique Papatino, Cartas de amor a Stalin; y Procedimientos para inhibir la voluntad de los individuos, de su propia autoría. Gato en el balcón es una obra de atmósfera surreal, que por momentos hace recordar el cine de Luis Buñuel. Es un texto de tres personajes, un psicoanalista (Soares), su paciente (Milton) y una vecina de éste (Fedra), que cargan con sus propias historias, pero que en algún momento, y por una extraña razón, entrecruzan sus caminos y parecen relacionarse, sin saberse nunca si eso es real o parte de un sueño. Milton es un personaje que vive atormentado por un recuerdo incestuoso con su madre, cuya recurrencia consulta una y otra vez con el psicoanalista. Sin embargo, lo obsesiona también la erótica presencia de una vecina que, desde un edificio próximo a su departamento se pasea desnuda, y la inexplicable aparición de varios gatos muertos en su balcón. Todas esas informaciones, que se exponen de manera risueña en el consultorio de Soares o su sala de espera, y que remedan las sesiones psicoanalíticas, llegan incluso a sufrir un viraje más dramático sobre el final que, no obstante, no se podrá averiguar si es producto de una fantasía lograda por asociación libre o lo que pasa en la realidad.
“Luis vino y me dijo que quería hacer una obra conmigo –cuenta Dacal refiriéndose al modo en que se conectó con la obra-. Él es un dramaturgo al que yo conocía hace tiempo, pero con el que no había tenido aun la posibilidad de hacer algún texto suyo. Me dio a leer varias obras y una de ellas era Gato en tu balcón, que fue la que más me gustó, aunque tenía otro título que después le cambiamos. La obra me pareció un estupendo trabajo sobre el absurdo que si lográbamos armar el elenco adecuado, todo podía salir muy bien. Creo lo más importante del trabajo del director es elegir un conjunto de actores aptos y con los que se pueda funcionar con onda. Y eso ocurrió. Nos pusimos a laburar y yo me entregué al juego de explotar imágenes que se mezclaban con las obsesiones del autor, los actores y las mías propias. Y debo decir que Luis fue muy generoso porque, de acuerdo con esa forma de trabajo, reescribió distintos finales de la obra. Me divirtió mucho montar este texto que, aunque Luis dice que él no escribe absurdo, yo creo que está en la línea de ese género. La gente sale del espectáculo y me habla de Lacan, del incesto, de una comedia de enredos y de muchas otras cosas. Y todas caben allí. A nosotros mismos, con los actores, nos intrigaba mucho de qué se trataba ese juego. ¿Es un sueño o no es un sueño lo que pasa? ¿Esa mujer que está con el psicoanalista es su hija o no? En la labor de exploración sobre el escenario nuestro desafío era buscar claves que pudieran iluminar los comportamientos o pensamientos de los personajes. Luis escribe muy bien, es muy loco escribiendo en el mejor sentido de la palabra. Suelta la mano y pareciera por momentos una escritura automática.”
Un poco más de historia de Enrique. Fue profesor, vicedirector, director en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Estuvo allí 32 años, desde que arrancó junto a Roberto Perinelli y David Di Nápoli en 1986. Se jubiló de esa actividad hace poco y no tiene ganas de seguir dando clases. También había dejado hace tres lustros su estudio de teatro particular, que tuvo muchos años, para dedicarse de lleno a la EMAD. En su larga carrera, estuvo asociado largo tiempo con el conocido director y docente teatral Víctor Mayol, con quien siguió trabajando en Neuquén cuando éste se radicó en esa provincia en 1984. La asociación con él fue en el Teatro Popular de la Ciudad. “Ahí hicimos 1519 originario (versión libre de Todos los gatos son pardos de Carlos Fuentes) y una versión de La Celestina, que dirigí yo –cuenta-. Y atravesé la dictadura en un estudio en Agüero y Charcas que teníamos con Mayol y por el que pasó mucha gente. Con él tuvimos también el taller de El Histrión, que funcionó primero en La Gran Aldea y luego en Almagro. Y en 1980 empecé a armar un grupo que fue el Teatro de la Libertad. Ya se vislumbraba el advenimiento de la democracia. Y me empecé a dividirme un poco en mi labor por la ida de Mayol a Neuquén. Y debido a eso yo viajaba cada tanto a dar clases con él. Y acá ya tenía el Teatro de la Libertad, el nuevo elenco con el que donde hicimos teatro callejero y nos cansamos de montar obras: Juan Moreira, El heroico Bairoletto, Libertazo. Recorrimos seis o siete provincias, toda la provincia de Buenos Aires, Chile, Brasil. Fue una experiencia sensacional. En ese tiempo creí que no volvería a hacer teatro en sala. Pero nunca se debe decir de esta agua no he de beber, porque volví, haciendo un teatro de cámara, más íntimo. Y próximo a la muerte de Mayol, que ocurrió por 2007, empecé a reunirme con Julio Ordano y ya hace casi 12 años que venimos trabajando juntos. Nunca fui alumno de él y no teníamos una relación personal. Y de pronto empezamos a colaborar y se desarrolló una sociedad artística y amistosa. Sede propia donde hacer teatro nunca tuvimos, sí tuvimos estudios.”
Le preguntamos en qué condición está en el teatro El Tadrón, donde se lo ve a menudo. “Estoy metido en el jurado de Teatro por la Justicia ya van para once años –explica-. A El Tadrón llegué de casualidad. Estaba haciendo una obra que se llamaba Lovely Revolution, de Enrique Papatino, sobre la Revolución de Mayo, que hacíamos en el Celcit. Y vino a una función Jorge Palant y me dijo que tenía una obra que le gustaría hacer conmigo. Y le dije que fenómeno. Un tipo excelente. Y ahí hice Judith. Un teatro también muy hospitalario El Tadrón. La obra fue muy bien e hice también Siempre estamos en mayo, también de Palant, y De sobornar al olvido, de Papatino, del que puse en escena también Argumento para una novela corta y Carta para mí. Por esos años hice además Los yugoslavos de Juan Mayorga, de quien antes había montado El chico de la última fila. En estos momentos estoy ensayando otra obra de este autor, que es maravillosa, y se llama Reikiavik. Es un autor muy generoso, lo conocí por mail para pedirle Carta de amor a Stalin y luego mantuvimos la relación por esa vía, aunque nos conocimos personalmente en Buenos Aires. A pesar de estrenar obras en todo el mundo, sigue dándome obras sin problemas. Yo quería hacer Reikiavik, pero me dijo que la iba a dirigir él en Madrid y los productores le confiaron que tenían ganas de dar con ella la vuelta al mundo. Y me ofreció, a cambio, poner en escena, Los yugoslavos y la hice. Y al tiempo recibo un mail diciéndome que una persona le había pedido los derechos para hacer Reikiavik en Buenos Aires y que si yo seguía con ganas de hacerla no quería tomar ninguna decisión sin saber mi opinión. No tenía la menor idea de cómo podía hacerla porque mis fuerzas son muy limitadas para ser productor, pero también me molestaba verla en Buenos Aires dirigida por otra persona. Le contesté que sí y trataré de estrenarla a fin de diciembre en el Celcit con reposición en febrero para hacer temporada. Se llama Reikiavik por la capital de Islandia, porque allí se celebró la famosa final de ajedrez entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky. Entonces, dos tipos, que podrían ser los de Esperando a Godot, se juntan en una plaza a jugar al ajedrez debajo de un árbol, repitiendo las partidas de Fischer y Spassky. Y lo hacen frente a un pibe que los mira y no entiende nada. La obra es un enorme pretexto para hablar de la guerra fría y de la historia de estos dos ajedrecistas. Bobby Fischer terminó siendo ciudadano islandés porque decía que la CIA lo quería matar y murió hace poco, y Spassky cuando volvió a su país fue tratado poco menos que como un traidor por haber perdido el certamen. La obra es maravillosa. Empiezo ensayar la con Julio Ordano, Javier Margulis y Diego Segura como actores. El último, que interpreta al pibe, ya trabajó conmigo en El chico de la última fila. Son los tres personajes. Los dos hombres que juegan al ajedrez son como dos personajes beckettianos, que están dispuestos a perder todo el tiempo que sea necesario moviendo fichas bajo un árbol. En realidad, están esperando la muerte. Es un tema de esta época de tanto desamparo y desolación.”
Alberto Catena
Fotos: Sub.coop