Entrevista a Eduardo Rinesi

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Invitado habitual en las páginas virtuales de esta revista, el sociólogo y politólogo Eduardo Rinesi evoca con particular lucidez y profundidad en esta charla el legado que dejó para el país la Reforma Universitaria de 1918 y lo confronta con el duro momento de acoso presupuestario que están pasando hoy las casas de altos estudios, luego de tres oleadas de fuerte y progresiva expansión en todo el territorio a lo largo de los últimos sesenta años. A mediados de año, y entre las variadas actividades que celebraron el centenario de aquel histórico acontecimiento, este pensador dedicó dieciocho columnas radiales del programa Te digo y te repito (propalado por la FM 91,7 de la Universidad Nacional de General Sarmiento) a analizar aspectos salientes de esa movida estudiantil con raíz en la Córdoba de principios del siglo XX, entre ellos el que esa Reforma anticipó y preparó algunos de los enfoques con que hoy se piensa el problema del derecho de todos los ciudadanos a estudiar en la universidad. Esas columnas fueron luego volcadas en un libro que publicó Ediciones UNGS y que tiene por título: Dieciocho. Huellas de la Reforma Universitaria. En la entrevista que sigue, Rinesi vuelve a evocar algunos de los temas tratados en su ensayo y también aborda los factores y escollo que, según opina, ponen en estos días en grave peligro el normal desarrollo de la vida en las universidades del país.

¿Cuál era la idea de democratización de la educación que tenía la Reforma de 1918?
Para responder eso habría que reparar primero en qué cosa era y cómo funcionaba la universidad argentina, y diría la de  todo el mundo, a comienzos del siglo XX. La universidad es una institución muy antigua, que en la cultura de los países de lo que llamamos Occidente tiene, en números redondos, unos mil años de historia. Y en ese milenio de historia siempre fue una institución jerárquica y una máquina de fabricar elites, fueran clericales, jurídicas, burocráticas o profesionales, y nunca se pensó a sí misma de otro modo. Nunca se concibió como una institución encargada de garantizar nada que pudiera ser pensado como un derecho universal. Eso fue así a principios del siglo XX, pero diría que también hasta varios años después de la mitad de esa centuria. Los grandes movimientos estudiantiles de París y de diversas capitales europeas, y, paralelamente a ellos, el movimiento de Tlatelolco, en el mismo año, 1968, no fueron movidas que se hayan propuesto una revisión radical de esta idea de la universidad como una institución para pocos. Y por supuesto que la muchachada de 1918, en la que este año del centenario de la Reforma hemos tenido muchas ocasiones de pensar, nunca revisó la idea de que la universidad era un lugar al que solo podía concurrir un reducido grupo de personas. En un país en el que hay que recordar, además, que la educación secundaria no era todavía, por supuesto, obligatoria. Lo sería varias décadas, muchas décadas, más adelante. Cuando la educación secundaria en un país no es obligatoria, la universidad solo puede pensarse como un lujo que pueden darse apenas aquellos que, previamente, se habían podido dar el lujo previo de terminar un nivel educativo que nadie les exigía terminar.

Solo la primaria era obligatoria para ese entonces.
Claro. La educación secundaria, que se llamaba media porque estaba en el medio del recorrido hacia los estudios superiores, solo podían permitírsela aquellos que tenían más recursos económicos. Y la muchachada del 18 no impulsaba para la universidad una revisión de esa idea muy elitista, jerárquica y minoritaria. Tenían una idea democratizadora, claro, pero no en el sentido en que podríamos tenerla hoy. Diría que su idea no era la de una democracia social y educativa amplia, que hoy nos permite pensar en la necesidad de que el pueblo en su conjunto pueda acceder a la universidad o aprovechar su existencia y su trabajo, sino más bien la de una democratización interna de la vida universitaria. Eso es lo que reclamaban en los documentos de la Reforma. Ahí podríamos decir que existe un principio de democratización en la vida interna de la universidad y también un más que atisbo de preocupación por lo que hoy llamaríamos la responsabilidad social de esa universidad. Que era muy minoritaria y elitista, pero empezaba a mirar hacia afuera de sus muros y a decir: allí hay un pueblo al que nos debemos. Esa preocupación en parte está reflejada en el concepto de extensión, que es muy fuerte en la Reforma de 1918.

¿Esa idea fue creada por dicho movimiento?
No, esa idea venía de antes, no la inventó la Reforma de 1918. Circulaba con anterioridad a ella. Ya en el último año del siglo XIX, se encuentran testimonios de esa idea. Investigando un poco el tema, encontré que en la Biblioteca Mayor de la Universidad de Córdoba se había desarrollado en 1890 un ciclo de conferencias “para todo público”, que se presentaba como una “actividad de extensión”. Ya desde el siglo XIX está la idea de que corresponde que la universidad se extienda hacia el pueblo que se encuentra allá, afuera.

En tu nuevo libro hacés una mención a un discurso sobre la educación del Che en Las Villas, cuando lo galardonaron con el título Honoris Causa en la Facultad de Pedagogía de la Universidad de ese lugar. 
Lo que me parece extraordinario de ese discurso es que en él el pueblo aparece como sujeto de derecho, no como objeto de una actitud dadivosa. Es una posición absolutamente radical la del Che, que dice que la universidad no puede pensarse más como un privilegio de los ricos, sino como un derecho de todo el pueblo cubano. Hoy esa frase no nos resulta tan sorprendente: esa idea forma parte del espíritu de las declaraciones finales de las dos últimas Conferencias Regionales de Educación Superior (la de 2008 de Cartagena de Indias y la 2018 de Córdoba) y está contenida con palabras incluso parecidas en una ley de la nación argentina, la Ley de Educación Superior, que después de la reforma del 2015 dice que la educación superior es un derecho universal. Pero que el Che lo haya dicho en 1959, en un país con los problemas educativos y sociales que tenía Cuba en esos años, es sorprendente. Muy avanzado.

¿Cómo ha sido el crecimiento del sistema universitario argentino en las últimas décadas?
Grande, y organizado como en tres grandes oleadas: una a fines de los sesenta y comienzos de los setenta, el llamado Plan Taquini; otra durante la primera mitad de los años noventa, en el menemismo, y una tercera durante los años del kirchnerismo. Las tres son importantes, y, consideradas en conjunto, independientemente de las muchas diferencias ideológicas y políticas de los tres gobiernos que las promovieron, constituyeron un proceso de expansión muy relevante del sistema universitario y de las posibilidades de los pibes de acceder a las aulas terciarias, que en el plazo de poco más de medio siglo sextuplica la cantidad de instituciones de ese tipo. En efecto, pasada la mitad del siglo XX había en este país nueve universidades públicas, en otros tantos grandes centros urbanos (como Córdoba, Buenos Aires, La Plata, Tucumán). Desde entonces ese número se multiplicó por seis.

Es un avance fuerte en la democratización educativa, sin duda.
Desde luego. Hoy se puede decir, sin exagerar mucho, que no hay ningún joven argentino, en un país donde además ahora la escuela secundaria es obligatoria, que no tenga una universidad pública, gratuita y buena a un rato razonable de viaje de la casa. Y eso tiene una consecuencia real, concreta. Porque, por más que la Constitución Nacional o que las leyes establecieran que la universidad es un derecho, hasta hace poco tiempo si vos nacías en un lugar remoto o alejado de las ciudades más pobladas te resultaba muy difícil llegar hasta las universidades. Y en la práctica, durante muchas décadas el derecho efectivo a la educación superior lo tenían los pibes que vivían en los grandes centros urbanos o que tenían un papá que podía pagarles un departamento o una pensión en las ciudades donde había universidades. La expansión geográfica del sistema ha permitido una real democratización del acceso a la universidad en el país.

Sí, la Argentina, y exceptuando el caso de Cuba, ha sido en el tema universitario el país que más a la vanguardia en América Latina ha estado. Brasil, durante el período de Lula, también avanzó mucho.
Es uno de los temas (un tema central) del extraordinario discurso que da antes de entregarse a la justicia, hace ahora ya unos meses, en el sindicato metalúrgico de San Bernardo del Campo. Es un discurso de marcada entonación reformista, que tiene la cuestión universitaria en el centro. Es impresionante. Dice: “A pesar de no tener otro diploma que el que me acredita como presidente de mi país, tengo el orgullo de haber creado más universidades que todos los presidentes letrados que gobernaron esta nación”. Vuelve así sobre un tema que trató Juan Carlos Portantiero en su clásico libro Estudiantes y políticas en América Latina, publicado en México en 1978, a partir de una versión anterior, italiana, del 71. Es un trabajo de inspiración decididamente gramsciana, que gira alrededor del problema de la relación entre las elites universitarias y la vida popular. Desde los libros mayores de Héctor Agosti, como el Echeverría o Cultura y Nación, esa era una fuerte inquietud de los sectores más gramscianos del comunismo argentino. En Portantiero esa preocupación atraviesa toda su obra. Lo interesante es que en la versión italiana, su libro se llamaba Estudiantes y Revolución, y no Estudiantes y Política… Y tiene un subtítulo: De la reforma del 18 a Fidel Castro, y un penúltimo capítulo muy interesante, que es un flor de reto que Portantiero le da al movimiento reformista argentino por su gorilismo, por su antiperonismo en los años 40 y 50. Comenta que la reforma tenía como dos matrices: una más nacional y popular, y otra más liberal y elitista, y les reprocha a sus herederos que a la hora de los bifes, cuando tuvieron que elegir, hubieran elegido tan mal. Tan mal que eligieron quedarse –lo cito de memoria, pero creo que bien– del lado de los fusiladores y no del lado del pueblo. En la versión de 1978, Portantiero saca este capítulo. Me acordé de ese libro (que ahora reeditó la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) por lo que conversábamos sobre el discurso de Lula, porque éste vuelve sobre el tema, pero, por así decir, al revés: no habla de cómo las elites universitarias se ligan al pueblo, sino de él, que saliendo del pueblo, es el presidente que más universidades ha creado en el Brasil. Como si dijera: le estaban pidiendo a los intelectuales que se ocuparan de una alianza entre vida intelectual y pueblo que al final fui yo, que venía del pueblo, el que se ocupó de hacerlo posible.

¿Crees que el sistema que se ha construido durante tantos años corre un peligro serio en nuestro país?
Sí, creo que la a universidad pública corre un grave peligro, porque a este gobierno la educación en general, y la educación universitaria en particular, le importan nada. Pero no solo no le importan. Hay algo que es muy importante y muy peligroso, de un orden, yo diría, conceptual. El presidente de la nación, su ministro de Educación, la gobernadora de la provincia más grande del país y una cantidad de otros funcionarios que cada tanto nos sorprenden con sus declaraciones revelan no entender nada de nada de lo que dice una ley de la nación que ellos gobiernan: que la educación superior es un derecho universal. A la derecha autoritaria que gobierna este país la palabra “derecho”, en efecto, no le hace ningún sentido. Y tal vez consista exactamente en eso ser de derecha: en que la palabra derecho no te haga ningún sentido. ¿Por qué va a ser un derecho la educación universitaria si, como dijo la gobernadora Eugenia Vidal, mientras sus contertulios apuraban su almendrado en una cena en el Rotary Club, “todos sabemos” que los pobres no llegan a la universidad? “Todos sabemos”: la derecha tiene un pensamiento constatativo. Todos los que estamos acá sabemos cómo son las cosas. Hace mil años que las universidades producen elites. ¿Qué locura es esta de pretender que las cosas sean diferentes a lo que simplemente son? Como lo dijo Macri en plena campaña: ¿Qué locura es ésta de construir universidades por todas partes? Lo que nosotros consideramos medidas de política pública adecuadas para hacer cumplir una ley de la nación que consagra a  la educación, en todos sus niveles, como un derecho, esta gente lo considera un disparate, porque la universidad siempre ha sido para pocos. Me parece que hoy enfrentamos no solo una política de desfinanciamiento brutal de la educación, la ciencia y la técnica, y esto solo para hablar de los campos de los que acá estamos conversando, sino que enfrentamos también una representación de las cosas a la que es radicalmente extranjera la idea de derecho. Estos tipos no piensan que haya derechos, no piensan que los nenes tienen derecho a no morirse de meningitis, a no morir de enfermedades ligadas a la desnutrición o el hambre. Y eso sucede en un país donde la idea de derecho fue decisiva en el último siglo de la historia argentina, en el que hubo un largo proceso de democratización, y que tuvo una presencia retórica y política fundamental en los quince últimos años de nuestra vida política, presidida por un discurso público habitado con generosidad por esa idea del derecho, de los derechos. Y de repente, la palabra “derecho” ha desaparecido de la retórica oficial, y estos tipos creen (y dicen: no tienen problemas en decir) que poner plata para que los niños no se mueran o para que los adolescentes se eduquen es tirar margaritas a los chanchos. Por eso enfrentamos algo más que un conjunto de decisiones políticas y económicas: enfrentamos una representación de las cosas, del mundo, que es necesario combatir, porque es profundamente antidemocrática.
                                                                                                                                     Alberto Catena