Entrevista con el dramaturgo Ariel Barchilón

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En un diálogo con Revista Cabal, el autor de Cartas del ausente se refirió a distintos aspectos de su obra teatral y expuso también su opinión sobre la importancia que sigue revistiendo el texto en el fenómeno escénico. Además de un dramaturgo muy premiado, Barchilón es hoy un docente prestigioso, que forma a decenas de candidatos a dedicarse de lleno en el futuro a la escritura dramática. 

Ariel Barchilón, el excelente dramaturgo argentino y autor de la obra Cartas del ausente, que se representa en el Teatro Cervantes, dice que el amor “es el alimento más alto de la vida”, pero que “no todos pueden nutrirse de ese manjar escaso”. Y agrega: “El amor es rudo, áspero, debe lidiar en el mundo activamente con dificultades, límites, decepciones”. Y quienes son privados de él, frente a la dura soledad que le deparan los días, suelen refugiarse en la fantasía, en la ilusión del amor, un mundo donde los corazones se tocan a la distancia, sin padecer “la fugacidad de la carne ni los obstáculos de las diferencias”. Estos y otros conceptos fueron escritos por Barchilón en el programa de mano que se entrega a los espectadores antes de asistir al espectáculo y sintetizan, de algún modo, el espíritu de su pieza.


    El creador de Cartas del ausente cuenta la historia de un hombre encarcelado y una mujer cuyo vínculo se desarrolla a través de una correspondencia epistolar y que un día, al salir el individuo de la prisión, se conocen. ¿Qué pasa entre ellos? ¿Responden a la imagen que cada uno tenía del otro? ¿Son ellos los autores de esas cartas o son terceras personas? No importa develar estos interrogantes que constituyen en parte el núcleo de lo que se narra, pero lo cierto es que esas misivas han encendido en ambas criaturas una intensa ilusión, un sentimiento que brega entre curioso y anhelante por hacerse realidad. A través de esta anécdota, hábilmente armada en lo dramático, el autor nos introduce en el fantasmal y frágil universo de dos seres atrapados por la soledad, ese río seco que los sedientos de amor arañan una y otra vez en busca del elemento que calme su alma en llamas.


    Esa travesía poética y el retrato, a la vez candoroso y urgido de afecto que surge de las conductas de esos dos seres desamparados, son dos de los mayores logros del texto, porque construyen de inmediato nexos de mucha empatía y emotividad con el público. Es imposible que viendo esta obra el espectador de cierta edad no encuentre en algún rincón de su memoria el recuerdo de una antigua peripecia de amor atada a la letra de una carta o un mensaje inscripto en un papel. Y es difícil que, conmoviéndose como puede llegar a conmoverse con esta historia, alguien no se ponga a reflexionar sobre ese indeseable estado en la vida de los hombres y las mujeres que es la soledad, un fenómeno que la contemporaneidad, a pesar de los utópicos acercamientos que prometía el desarrollo tecnológico de la comunicación, parece haber acentuado.


    Por eso, aún hablándonos de una historia que transcurre en los años treinta entre dos seres que se escribían cartas –práctica poco menos que desaparecida-, Cartas del ausente nos habla también del hoy, de la reaparición continua de ese sentimiento existencial que ha acompañado al hombre desde los tiempos inmemoriales, aquí y en todo el planeta. Y que, seguramente, nos seguirá acompañando. El mejor remedio para la soledad es el amor, dirá cualquiera. Es verdad, pero ¿es fácil amar? ¿Dura mucho o poco el amor? ¿Qué pasa cuando la ilusión del amor se evapora? Estas y muchas otras preguntas acuden a la cabeza después de ver Cartas del ausente, que además, y para satisfacción de los espectadores, tiene una muy afinada dirección escénica de Mónica Viñao y dos muy buenas actuaciones de Daniel Fanego y Vando Villamil.


     Para ahondar un poco más en el territorio creativo de Ariel Barchilón, Revista Cabal dialogó días atrás con él en el quinto piso del Cervantes. Lo que sigue es parte de esa conversación.    
Usted dice que Cartas del ausente es más que una obra sobre el amor un breve tratado sobre la ilusión del amor. Esa ilusión, ¿no se parece bastante a la fantasía de un artista que inventa otro mundo distinto al real?


Claro, es como la creación de una realidad virtual. Los dos seres de esta obra sufren una soledad casi absoluta. Y en esa soledad aparece el deseo del otro, un deseo que es canalizado, construido, a través de la palabra. En el mundo de estos días esa palabra se ha tornado muy poderosa debido a la tecnología. Yo ambienté mi obra en los años 30, un período en el que escribía cartas en papel y manuscritas. Ahora, las personas se escriben a través del mail u otros dispositivos tecnológicos como el chat, la telefonía celular, etc.


¿Por qué la obra hace tanto énfasis en la ilusión del amor?
Porque la obra habla de que el amor es más una creación del deseo que una realidad. Los personajes, aunque crean conocerse, son en rigor dos absolutos desconocidos entre sí. Y se han enamorado de fantasmas, de ilusiones, y que, encima, han sido creadas mutuamente por otras personas. Y, en relación a la actualidad, me interesó mucho que el espectador pudiera reflexionar, viendo la obra, en esa sensación que hoy se vive en Internet: que las personas pueden convertirse en realidad sus ilusiones. Eso, a pesar de que las realidades materiales del nexo que se producen entre esas personas son con frecuencia ilusorias, espectrales, más allá de que sus emociones sean genuinas y verdaderas. Por eso, creo que la obra alude también a la relación entre la verdad y la mentira, la mentira no como falsedad moral, sino como entidad ficticia, como creación de la ficción.


Usted comentaba que la tecnología ha aniquilado aquello que la carta aseguraba: la espera. ¿Qué importancia tenía la espera? 

Lo mismo que en el embarazo, la espera es el tiempo de gestación del amor. Y ahora no hay tiempo de gestación, es todo instantáneo. El tiempo y la distancia han sido abolidos por la tecnología. Y como seres humanos nos encontramos confusos frente a toda esta realidad. No hay tiempo para que maduren los sentimientos, que son un tipo de pensamiento, de inteligencia que necesitan madurez, igual que la reflexión conceptual. Y el mundo de las cartas garantizaba eso. Como tardaban mucho en llegar, en escribirse, había un tiempo de trabajo artesanal, de dibujo sobre el papel, de intensidad, que eso es lo que está reflejado en la obra, pero con un contenido que hace alusión a lo contemporáneo.

El mundo contemporáneo tiene igual mucha soledad.

Es paradójico pero es así. Los internautas están comunicados con miles de personas, miles de amigos, pero esas relaciones no son más que fantasmas en la pantalla. Son ilusiones.


¿Cómo pensó el papel de Elvirita, el personaje que encarna Fanego?
Es un personaje solitario que escucha radionovela. Mi obra es como un folletín refinado, aunque su estructura no pertenece a ese género sino que es más contemporánea, arma como una suerte de cajas chinas donde una cosa está metida dentro de otra. Pero la estética es la del folletín y el personaje de doña Elvirita está trabajado como una heroína de radioteatro. Por eso tiene esa cuota de intensidad extra. Lo que no quisimos, al decidir que el personaje lo hiciera Fanego, es que pareciera un travesti. En el personaje está lo femenino pero encarnado en un cuerpo de hombre. La obra fue escrita para una actriz y luego, en los avatares de la puesta, apareció esta idea y nos pareció interesante. Y al público le gusta mucho, se conmueve y divierte al mismo tiempo.


Usted tiene una copiosa cantidad de textos escritos, muchos estrenados y otros no. ¿Por qué algunas piezas suyas no se han estrenado?
Estrenar una obra implica recorrer un camino complejo, más en el caso de los autores que, como yo, no dirigen sus obras. Hay que llegar a encontrar directores que tengan afinidad, consigan producción y un montón de cosas más. He hecho muchas obras en el teatro off y tengo dos piezas estrenadas en el teatro oficial, Paisaje después de la batalla, en el 2009 en el San Martín, y ahora, en 2014, Cartas del ausente en el Cervantes. Lo que ocurre es que soy autor de una producción vasta porque escribo en forma permanente. Escribo desde muy chico, pero primero me dediqué a la narrativa, en especial al cuento. En la juventud  estudié actuación. Y más tarde hice la carrera de Letras, durante la cual, como suele pasar, dejé la escritura. Y al terminar, abandoné la actuación y me largué a escribir teatro. Y ya no dejé nunca ese oficio, que hoy combino con la docencia. Doy clases de dramaturgia en el IUNA y en talleres particulares, uno de ellos el de Mauricio Kartun.


¿Y nunca se le ocurrió dirigir?
En realidad, me interesa la dirección. De hecho estudié dirección con Juan Carlos Gené, un maestro. Pero dirigir es un trabajo muy arduo, requiere mucho tiempo. El director en el teatro off, como dije, tiene que hacerse cargo de la producción y varias tareas más. Es una tarea ingrata y dura. Y eso me frena. En mi caso he tenido mucha suerte con los directores que han montado mis obras, como es el caso de Mónica Viñao. Ella estrenó tres de mis obras. La primera: Ya no está de moda tener ilusiones, en 2002, en el Camarín de las Musas. Y las otras dos: Paisaje después de la batalla y Cartas del ausente. Otros directores con lo que me asocié muy bien son Marcelo Mangone, Guillermo Ghío o Lorenzo Quinteros, quien estrenó mi texto Los impunes, en 1997.


¿Qué pasa si uno no dirige sus obras?
Creo que los autores que dirigen sus obras avanzan más rápido y los que no las dirigen van más lento. Les cuesta más tiempo lograr que se haga una obra suya. Mauricio Kartun me dice siempre que tengo que dirigir. Él está muy contento con la experiencia de dirigir sus obras. Cambió mucho su ritmo de producción y de estreno, porque ahora lo maneja él. Estaba harto de que sus textos los hicieran de cualquier manera, que no lo consultaran. Es una lástima, porque cuando hay un buen diálogo con el director, la obra se potencia. Para mi eso es lo ideal. La tendencia es ahora escribir un monólogo, actuarlo y dirigirlo, pero, bueno, ¿nos vamos a volver todos autistas? Puede haber diálogo entre las partes, entre el director y el autor, y eso es más fecundo.


¿Qué importancia le asigna usted al texto en un espectáculo?
Primero partamos de esta base: autor siempre hay. Si no es un autor profesional, como es el caso de un dramaturgo, será un director, que es en general un autor chambón, o serán los mismos actores quienes cumplan el papel de autores. Pero el texto está siempre, incluido en las obras sin texto, sin diálogo. Por eso, negar al autor es negar la realidad, es una estupidez. En el siglo XX hubo un movimiento muy importante de negación del texto como autoridad tiránica. Los actores y los directores se negaban a ser ilustradores del libro teatral y eso, me parece, generó un efecto muy fecundo, productivo y creativo. Ahora, cuando se pasan al otro extremo y los directores o actores usan los textos de los autores como pretexto para hacer lo que quieren, lo que se les ocurre, allí hay una falta de respeto total. Porque los autores son artistas, no son personas que amontonan palabras, sino artistas, que han invertido mucho tiempo, trabajo y sudor para elaborar una obra.


¿Usted ha tenido alguna experiencia al respecto?
Sí, tengo una experiencia reciente. Resulta que fui uno de los dieciocho autores premiados para hacer el homenaje que se hizo este año a Teatro Abierto. Mi obra se llama Espejos hacia atrás. La hizo un grupo, que me invitó por mail dos días antes del estreno, sin intentar antes acercarse de una manera concreta a mí. Yo hablé con el director y le dije que quería conocerlo a él y a los actores, pero no me dieron ni pelota.  Y cortó mi texto, de una media hora, sin consultarme para nada. Fui, desde luego, a ver la pieza, pero no saludé a nadie, porque estaba excluido. Eso se llama expropiar el texto. Lo que un director genuino tiene que hacer es apropiarse de un texto, no expropiarlo, que es un robo. Y me sentí muy desdichado. En vez de estar alegre, sentí el premio como un castigo. Suele ocurrir a menudo: al autor se lo ningunea y eso sucede porque el autor está ausente, está en un papel escrito. Hay una ideología de ese ninguneo que se expresa hasta en el lenguaje de trabajo: al texto se lo llama material. Y no es un material, es una obra de arte, eso es lo que pienso. Si es un material se lo puede tratar como a un cacho de madera. Entonces lo agarro, lo corto, lo clavo, hago con él lo que quiero. Creo que hay en todo esto una disputa y una forma de la creatividad muy mal interpretada y entendida, basada en la idea de que se puede hacer lo que se quiere con un texto. Yo digo: está bien hacer lo que uno quiere, pero hay que hacerlo con el propio texto, no con el de otro. El que no le gusta un texto debe escribir otro. Esa es mi postura. Me parece arrogancia y cortedad de miras, una ambición artística pequeña, mezquina.


De todas maneras, hubo un tiempo en que el texto comenzó a perder prestigio entre distintos sectores del teatro Hoy me parece que se está volviendo de ese fenómeno, ¿no cree?
Bueno, el síntoma es la cantidad de actores y directores que estudian dramaturgia. Montones. Porque se dan cuenta que cuando hacen obras de teatro solo en base a las improvisaciones suelen salir espectáculos muy pobres. Sin poesía, sin estructura dramática. Entonces se han dado cuenta que hay que aprender dramaturgia, que no es lo mismo que la dirección ni la actuación. Son artes distintas aunque complementarias. Y creo que sí, que hay una mayor conciencia sobre eso. Hay mucho interés. Lo mismo pasa respecto del cine que ha generado muy grande respecto a una industria que en relación a eso es muy pequeña aún. Es gigantesco. Y la cantidad de chicos y chicas que están interesados en aprender a escribir guiones y teatro es inmensa.

                                                                                                                 Alberto Catena