Entrevista al analista teatral Carlos Pacheco

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En una charla reveladora de algunos aspectos del trabajo de un crítico, el periodista de La Nación reflexionó sobre algunas realidades actuales del oficio. Y de cuáles cree son los alcances reales, los efectos que producen en el público y la propia gente del espectáculo lo que se escribe en un diario.   

    Aunque sin tanta frecuencia como en otros tiempos -por lo menos en determinados diarios- y con una cantidad de comentarios mucho menor a la de años anteriores, la crítica teatral sigue teniendo, a pesar de todo, alguna presencia en los medios gráficos. Y, obviamente, también en Internet. Ni que hablar de la crítica cinematográfica que, por responder a una industria con intereses mucho más fuertes que la escénica, conserva un espacio más considerable para sus textos en los medios, sin que esa circunstancia habilite para decir que no ha sufrido variaciones respecto de otras épocas. Tal vez como fruto de aquel debilitamiento u otra razón, hay una sensación bastante generalizada en la actualidad de que la crítica teatral no provoca el mismo interés ni efecto sobre los lectores que en el pasado. ¿Es posible afirmar eso rotundamente? Y si pasa, ¿por qué es así? Para indagar en el tema, Cabal conversó con Carlos Pachecho, crítico teatral del diario La Nación y uno de los de más larga trayectoria en el país, además de analista muy respetado en el ambiente artístico.
 
     Pacheco comenzó a hacer crítica teatral en 1980 en un programa radial de la Universidad de La Plata, ciudad de la que es oriundo. Al año siguiente entró para escribir sobre el mismo tópico en el diario El Día, uno de los más tradicionales de la capital bonaerense. En 1986 se trasladó a la Capital Federal para seguir su carrera, primero en el diario La Gaceta de Hoy, más tarde en el Teatro Cervantes, y a partir de 1990, y durante un año, en Página 12. Esto, mientras entre 1986 y 1989, colaboraba en el programa radial Semanario del Aire, de Emilio Stevánovich, un crítico que trabajó desde los años cincuenta a los noventa y cuya opinión tenía mucho peso en el medio. En 1992, Pacheco pasó a la revista La Maga, donde fue al comienzo encargado de la página teatral y luego secretario de redacción. Al cerrar esa publicación fue convocado para el Instituto Nacional de Teatro, donde es el responsable de su área de prensa y editorial y dirige la revista Picadero. En forma simultánea a este trabajo, desde el 2000 hace crítica teatral para La Nación.

¿Qué efecto produce, en tu opinión, la crítica teatral de estos días en un lector?
El crítico sigue existiendo y tiene un poder similar al que tenía antes por más que los medios hayan tenido que achicar sus espacios, que no hay duda son menores a los de antes. Ese achicamiento obligó a los críticos a sintetizar su pensamiento adaptándolo a la nueva realidad de los medios. Ya no se escribe tan largo como antes, pero la gente sigue esperando la crítica de la misma manera que la esperaba antes y le otorga el mismo valor. Yo creo que es así, si bien es posible que el fenómeno no sea totalmente idéntico al de otras épocas.

Sí, pero en otras épocas se decía que una crítica de un periodista de nombre podía llegar a hacer fracasar un espectáculo. Eso hoy no ocurre.
Es verdad, pero sé que muchos grupos independientes esperan la crítica de La Nación y desean que sea buena, porque ese hecho moviliza a una cantidad de gente para ir a la función siguiente. Ese es un efecto que lo registran y te lo cuentan luego los mismos integrantes de las salas donde sucede. Ahora, qué hace el público en las funciones siguientes no lo sé. Es algo más o menos sabido que la crítica nunca movilizó cantidades masivas de público. Actúa más sobre grupos más pequeños, más vinculados al medio. Sobre esos grupos la crítica sigue teniendo influencia. Por eso me cuesta poner como calificación un regular a un espectáculo, porque sé que no ayuda en nada. Lo mismo me pasaba en Página 12. Sé de creadores que hoy prefieren que si el espectáculo anda bien no vayas a la quinta función por temor a que lo perjudiques con una crítica desfavorable que les pueda bajar la taquilla. Tengo como la sensación que siempre hubo un público que siguió la crítica y hubo otro público que siguió el “boca a boca” o que siguió a tal figura.

Tener mucha influencia sobre el público es como dar una herramienta excesiva al crítico, algo que sobrevalora su trabajo, lo transforma en una suerte de oráculo, cuando todos sabemos que la opinión de ese profesional es una más, tal vez más entrenada que la del espectador común. Pero no mucho más que eso.
Siempre me preocupó ese aspecto. Recuerdo que cuando iba al teatro con Emilio Stevánovich, en la época en que trabajaba con él, se notaba como un respeto muy marcado cuando aparecía. Era como si la gente dijera: allí va el crítico tal, que suele ser muy severo. Una situación parecida se veía con César Magrini y Jaime Potenze, dos críticos muy conocidos de los sesenta. Me parece, sin embargo, que ese temor se desvaneció a partir de los ochenta. La sobrevalorización correspondió más a una época. Me imagino cuál debería ser la tensión de un elenco que tenía a esos tres críticos juntos a una función.

Bueno, se pasó de una punta a la otra. Antes los sobrevaloraban, ahora casi los ignoran.
Es preferible. Porque, después de todo, el crítico lo que hace es dar una opinión y por eso la firma. No instala la verdad, al punto que es muy posible que el día que escribió su comentario haya otros que evalúen el espectáculo de una manera distinta. Un director me decía hace un tiempo que estaba contrariado porque le habían puesto en una crítica el calificativo “bueno” y no “muy bueno”, como creía merecerlo. Y yo le contesté: pero escúchame, tu espectáculo está hace un año en cartel y le va muy bien. ¿Y todavía te acordás de esa crítica te puso un “bueno” y no un “muy bueno”?

Eso prueba que, a veces, esa trascendencia, esa sobrevaloración se la da la propia gente del espectáculo y no el público, que siguió yendo a ver la obra. ¿Qué es lo que el crítico pretende en su comentario? ¿Estimular la curiosidad del espectador, informarlo?
Cuando se contaba con más espacio, el crítico podía dar buena información y luego poner su propia valoración. Ahora, hay que sintetizar al máximo entre una y otra cosa. Hay momentos en que uno dice: yo acá tengo que explicar, porque ciertos espectáculos no son fáciles y entonces obligan a que el crítico introduzca al lector en el tema. Sobre todo, si debe justificar por qué el espectáculo le gustó mucho. Y si eso no se puede hacer por falta de espacio, la crítica se vuelve menor rigurosa. La falta de un espacio adecuado es hoy un gran problema para el crítico que quiere hacer una crítica donde equilibre esos dos factores: buena información y valoración.

Hoy se escribe para una medida previamente fijada. ¿Cuánto es aproximadamente?
Son entre 3000 y 3500 caracteres, medida que rige también para las notas de adelanto. Antes en los diarios si había más publicidad se agregaban páginas. Ahora no las agregan y hay días en que casi todo es publicidad y muy escasas notas. Entonces, con medidas tan breves, el crítico deja de reflexionar sobre lo que escribe y se concentra más en cumplir con el corsé que le han impuesto. Reaparece aquella cosa terrible de los noventa donde le decían todo el tiempo a la gente que debía escribir noticias cortas, meter fotos grandes y sintetizar todo en la volanta, título y bajada. Se trata, de algún modo, de la misma norma. Y eso empobreció al periodismo. Y ahora con la web las cosas suelen estar mal escritas. Se titula mal, se repiten palabras, hay errores garrafales. Y uno se pregunta: ¿nadie está viendo que esto está mal escrito?

¿Podría desaparecer la crítica, en tu opinión?
No creo, sobre todo en una ciudad donde hay tanta producción la crítica seguirá cumpliendo una función, aunque sea adaptándose a modalidades que no siempre son las ideales. En el Taller Escuela Agencia (TEA), donde soy profesor, les digo a los alumnos que la crítica ha tenido siempre que ir amoldándose a las particularidades que cada década propone. Los críticos no pudieran dejar de captar el cambio de las escenografías de papel pintado a las que trabajaban el uso de diversos aspectos del espacio, o de las actuaciones que eran una macchietta a la interpretación que comienza con las enseñanzas de Heddy Crilla. Los críticos debieron registrar y asimilar esos cambios para ver el fenómeno escénico desde otro lugar. Lo que no hay que aceptar son las mutaciones que hacen mal al periodismo, como no preocuparse por el buen escribir, que siempre ha sido una regla de oro, cualquiera sea la especialidad a la que uno se dedique.

Hay quienes creen que, a veces, se habla de cambios en el teatro cuando en rigor son cosas del pasado que se remozan. Cambios, evidentemente, siempre hay, pero no todos lo son. Y el crítico debería saber cuándo representan algo realmente novedoso.
Cuando vine a Buenos Aires tipos como el director Osvaldo Calatayud, con el que estaba ligado en la época que trabajé en el Teatro Cervantes, me decía frecuentemente: pero esto ya lo hacíamos en el Instituto Di Tella. Y bueno sí, puede ser, pero hay que tener en cuenta que en este país hubo un corte que fue la dictadura. Con lo cual no sé hasta qué punto a veces se está viendo lo mismo o hay una continuidad estética lógica que, frente a la fractura, hace que aquello que existió antes ahora se recupere y se lo ponga en el contexto de otra época, lo cual es totalmente legítimo. El crítico debe estar atento a ver qué es lo que aparece o de qué me están hablando ciertos trabajos escénicos.  No digo desde el punto de vista del texto, sino de las puestas. Creo que lo interesante de Buenos Aires es que tiene varios circuitos y que dentro de ellos conviven distintos criterios estéticos o líneas de épocas que no son parecidas. Y es lógico, porque pertenecen a personas con formaciones diferentes. A veces comento que en un fin de semana un crítico puede ver el viernes una obra de Daniel Veronese, el sábado a Nito Artaza y el domingo concurre al San Martín. Y ante esos tres espectáculos distintos hay que acomodar el chip. Por eso, el crítico debe enriquecerse con el conocimiento de las mutaciones que ofrece su tiempo y tener la elasticidad de poder comprenderlas, del mismo modo que peleó por comprender las precedentes.