El regreso de Robert Sturua
Después de muchos años sin venir por la Argentina, el conocido y entrañable director georgiano, Robert Sturua ha regresado a Buenos Aires para dirigir A Electra le sienta el luto, de Eugene O´Neill, en el Teatro San Martín. Con su habitual bonhomía, humor y buena disposición se hizo un lugarcito en medio del intenso trajín de los ensayos de esa obra para charlar con Revista Cabal. Así nos contó no solo el tratamiento que dará al clásico de ese autor norteamericano, sino también algunos aspectos de sus recientes trabajos y de los proyectos que tiene para el año próximo, incluido uno que prevé un nuevo viaje a nuestra ciudad.
El desembarco inicial del director teatral georgiano, Robert Sturua, en Buenos Aires fue en 1987, en ocasión de una gira que realizó el Teatro Rustaveli para ofrecer en el San Martín varias funciones de dos grandes obras: una versión de Ricardo III de Shakespeare y El círculo de tiza caucasiano de Bertolt Brecht. Nadie que haya asistido a esas presentaciones ha podido olvidar desde entonces esa increíble fiesta teatral que significó ver a ese conjunto haciendo sobre el escenario del coliseo municipal aquellos dos títulos. Desde aquella fecha hasta hora, Sturua regresó varias veces a la Argentina, invitado ya no con su elenco del Rustaveli, que ha dirigido históricamente, sino para dirigir distintos proyectos que se generaron en el ámbito local.
Así estuvo en 1989 para montar Madre Coraje en el Teatro Cervantes en una versión que contó con la actuación protagónica de Cipe Lincovsky; en 1996 para poner en escena Las visiones de Simone Machard, de Brecht, y en 1999 Shylock, una versión de El mercader de Venecia, de Shakespeare. Y en todas estas oportunidades, a pesar de no contar con su grupo actoral, en el que se mueve como pez en el agua, Sturua ratificó lo que se sabía de él: que es uno de los mejores realizadores teatrales de esta época, un creador original y con criterios de una electrizante teatralidad. Entre el director y los actores que han tenido alguna ocasión de trabajar con él en la Argentina se ha creado un vínculo intenso, que se renueva cada vez que vuelve y transforma su nuevo proyecto en un inevitable acontecimiento cultural.
En esta oportunidad, Sturua fue contratado por el Complejo Teatral de Buenos Aires para montar en el San Martín A Electra le sienta bien el luto, una trilogía del dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill que él ha fundido en una sola obra y que tenía fecha de estreno prevista el 16 de abril. En la obra de O’Neill los títulos de las obras que forman la trilogía son: El regreso al hogar, Los acosados y Los poseídos, que son la recreación en una casa señorial de Nueva Inglaterra en 1865, la de la familia Mannon, de las vicisitudes que constituyen la sustancia trágica del famoso tríptico de la La Orestíada, de Sófocles, integrado por Agamenón, Las coéforas y Las euménides. En una charla distendida y cálida con esta revista, Sturua se explayó sobre los rasgos dominantes de su adaptación del texto de O’Neill.
¿Es necesario hacer siempre una adaptación de los clásicos?
Sí, los clásicos tienen que ser adaptados y todos los directores de escena prácticamente lo hacen. Y se convierten en los coautores de esas obras clásicas.
¿Había hecho antes a O’Neill?
Nunca.
¿Qué características tiene la versión y en qué época transcurre?
Todos los datos concretos que precisan año, época o lugar en la obra de O’Neill se borran. Pero según el vestuario se podría decir que la historia transcurre en un período que está más cerca de los finales del siglo XX. O sea, más próxima a nosotros que al tiempo en que O’Neill escribió la obra (1931). Y muy lejana al período en que el autor estadounidense ubica la acción, que es durante la Guerra de Secesión (1865). La idea es que esa peripecia sea atemporal a fin de permitir que cada público que la ve, haga una asociación particular con su propia historia. Por eso, el texto no menciona ni año ni lugar. Y no hay nombres tampoco. Para el programa si existen, pero la reescritura del texto ha sido construida de tal forma que no es necesario decir los nombres. Aparecen, eso sí, los vínculos parentales o sociales: hija, hijo, capitán, hermano, mamá, amigo.
Robert, ¿usted hizo una puesta de la Electra original de Sófocles en el Teatro Epidauro en Grecia, allá por 1992 aproximadamente, verdad?
Sí, así es, pero no he querido aproximar demasiado el texto de O´Neill a la obra canónica griega. No ha sido mi intención convertirlo en algo clásico. Lo único que empleé fue la participación de una suerte de coro, que era común en el teatro griego que aquí está representado por los vecinos que intervienen en el transcurso de la obra. E inventé un personaje que es miembro de ese coro y que en la pieza es el jardinero. Es como un relator y director del coro. Él participa en toda la obra. Es un personaje que une el relato, un narrador que hilvana los hechos.
¿Y cómo definiría el género? ¿Cómo una tragedia?
No, como una tragifarsa. Porque ya han cambiado muchas cosas desde el tiempo de la tragedia griega y dentro de nuestra propia época. Las matanzas y la crueldad en el mundo es un hecho que satura las noticias de los medios de comunicación. Y tratar de decir en forma “seria” lo que ocurre no causa ningún efecto. La realidad es más fuerte que lo que podemos decir en teatro y hay que encontrar otra forma de contar la historia para provocar la reflexión del público.
Usted ha manejado siempre en sus puestas el concepto de farsa. Ya lo demostró en Ricardo III. Frente a tanta saturación del horror, ¿su propuesta sería entrar por el lado de la farsa, a fin de provocar más efecto.
Sí, así es. Estoy absolutamente seguro que ese es el camino desde lo teatral para abordar este tipo de espectáculos.
En el teatro contemporáneo es notable la tendencia al humor cáustico, como si eso permitiera ingresar mejor en los temas contemporáneos.
Hace ya mucho que los buenos dramaturgos y directores de escena intentan hacer eso. No es por banalidad, sino para lograr en el escenario una visión teatral que realmente provoque atención en el espectador. Esto ya lo hacía Brecht y muy bien.
¿Si hubiera alguna idea especial en Electra respecto al mundo actual, cuál diría que es?
Voy a intentar explicar en una forma un poco primitiva que si nosotros nos dejamos atrapar, dominar por nuestras pasiones entonces perderemos todo: la conciencia, la moralidad. Eso es un problema eterno de la humanidad. ¿Cómo dominar las pasiones, los deseos? Y como convivir con otra gente, respetar al otro. Seguir por el camino de las pasiones lleva a la pérdida de sí mismo y al abismo a todos.
¿Por qué trabaja tanto los textos clásicos? ¿Porque nos hablan de los temas eternos o porque le dan más libertad?
Por las dos cosas. Efectivamente, trabajar con los autores muertos me permite una gran libertad, no tengo control (se ríe).
¿Se puede considerar a O’Neill un clásico?
Cuando empecé a trabajar con este texto no esperaba que él fuera tan profundo, tan claro y tan natural. No hay nada inventado en los personajes. Para mi fue inesperado que fuera tan abierto. Muy probablemente me ayudó que O’Neill vivió acá, en Buenos Aires, durante su juventud. Esa imagen me acercó mucho a su persona. Tuve muy presente esa idea.
¿La Electra de O’Neill símbolo de qué podría ser?
Es el símbolo de la imposibilidad de vengar. En la tragedia griega todo está mucho más evidente, la venganza, el crimen, cómo se matan entre familiares. Acá, en la versión de O’Neill, ella no puede actuar tan abiertamente. Logra vengarse pero adoptando otros caminos, a través de manipulaciones. Y al final resulta que esa venganza recae sobre ella, la deja vacía, sin alma y sin corazón.
En la tragedia griega, Clitemnestra, la madre, tiene el pretexto de matar a Agamenón porque éste ha sacrificado a una de sus hijas, Ifigenia. Acá no.
En la tragedia griega el padre está obligado por otros dioses a sacrificar a su hija, eso no ocurre acá. Este hecho previo, el sacrificio de Ifigenia, sirve a Clitemnestra en Sófocles para justificar su conciencia. En la versión griega Electra venga a su padre. Y acá también, pero a la vez se enamora del amante de su madre, cosa que no pasaba en la trilogía clásica. Eso es lo que innovó O’Neill en la historia. Se ajustó más que nada a la estructura de la tragedia griega, pero no copió todos los hechos.
Se dice a menudo que la política como actividad pública ayuda a negociar y a evitar la tragedia, a que la sangre no llegue al río. A pesar de eso el mundo muestra que ese esfuerzo fracasa una y otra vez.
Nunca funcionó. La cantidad de muertes y víctimas parecería que no tiene ya ninguna importancia. Cuando se lee en un periódico que, por ejemplo, se quemó un hotel en las islas Guayanas y hubo tres víctimas parece poco, tan saturados estamos de los crímenes masivos. Pero, claro, la perspectiva cambia si entre estos tres muertos está el hijo de uno. Ahí el nivel de la tragedia crece. En esta obra matan a dos personajes. Pero tenemos la sensación de que existen un montón de posibilidades de matar más y más, porque la conciencia calla y si ya se ha matado una vez se podría matar muchas veces más.
¿Qué difícil para el teatro predicar moralidad contra todo esto?
Cuando Ricardo III manda a matar a un hermano y después mata a dos personas más, los príncipes, la sensación es que la gente está odiando a este personaje. Pero la platea está ocupada por un alto porcentaje de individuos parecidos a Ricardo. No quisiera decir que son criminales directos como él. No, sin embargo, cada uno de ellos puede, a su manera, llegar a matar o a cometer hechos terribles. Pero estando en la platea se horrorizan al ver lo que pasa. De regreso a casa, y pasado el efecto que les produjo lo que vieron, se levantan a la mañana para ir a la oficina y siguen haciendo lo que hacían. El teatro tiene como función recordar la moralidad, la conciencia, mostrar que la maldad es la maldad y que la bondad es la bondad. Y que los Ricardos, estén donde estén, siempre deben ser castigados. Esa es la tarea del teatro, lo que puede hacer. Pero no cambiar el mundo.
¿Cuáles han sido sus últimos trabajos?
Hice una puesta escénica basada en la música de Gia Kanchelli, una suerte de réquiem que se llama Estigia. Sin texto, pero con actores dramáticos, que hace pequeños movimientos, pero no de ballet ni de pantomima. Gia compuso esa obra en honor de sus parientes, amigos y padres que sufrieron los acontecimientos y dolores de la Georgia de los últimos diez años. Y como en cada réquiem hay algo vocal, ese coro va nombrando a todos los difuntos. También trabajé en Moscú en La comedia de las equivocaciones, muy adaptada. Una versión libre de la obra de Shakespeare y también con música de Kanchelli.
Entre 2011 y 2012 usted no estuvo al frente del Teatro Rustaveli. ¿Qué pasó?
Me echaron del teatro porque estaba contra la política del presidente de Georgia de ese entonces. Y abandoné mi país. Pero, por fortuna, me invitaron de distintos lugares. Uno de esos lugares fue Moscú, donde trabajé en el Teatro Etceterá. Ahora estoy de vuelta en Georgia y encabezo una vez más el Rustaveli. Mientras no estuve en Tbilisi, un millonario georgiano, que era primer ministro de Georgia, reconstruyó con su propio dinero una fábrica textil en el centro de la capital. Y de ahí salió un pequeño teatro, Fábrica se llama, que también ahora dirijo. En este lugar estrené el 31 de julio pasado Master Classe, la obra que muestra a María Callas en los años finales de su vida, pero adaptada. La obra, típicamente americana, no me gustaba demasiado y la adapté. Mi versión acentuaba el tema del genio y cómo se comportan con ese fenómeno el pueblo y los poderes.
¿Y al regreso que hará?
En el Rustaveli haré dos obras y luego trabajaré en Moscú. Para Fábrica haré Julio César, de Shakespeare. Y tengo una propuesta de Londres, que haré más adelante. Como estuve casi dos años sin trabajar en el Rustaveli ahora estoy obligado a quedarme más tiempo, por lo menos un año completo.
¿Y en Argentina?
Bueno, si las gestiones prosperan podríamos traer la versión de La Tempestad, de Shakespeare, que hice en Moscú en 2012. Sería en marzo del año 2015 y la sola posibilidad de pensar en eso me produce una gran felicidad.
Alberto Catena