Malena y la alegría
Encantadora e inteligente, Malena Solda es uno de esos buenos ejemplos de una actriz joven que no se conformó con el mero éxito televisivo y apostó por más. Eso la llevó a interpretar en la actualidad y, con mucho carácter, grandes papeles teatrales. En esta nota nos cuenta por qué decidió arriesgarse y qué significó eso en su vida.
Malena Solda está feliz con su presente artístico. Se le nota en los ojos, en la alegría y certidumbre con que aborda las cosas. Es que no debe haber sido fácil cambiar el rumbo de una carrera en un momento en que las mieles del éxito y el halago la acompañaban. Se sabe que la fama suele adormecer la inteligencia y debilitar la capacidad de riesgo de las personas. Pero ella se animó. Tenía 28 años cuando resolvió echar a rodar de vuelta los dados sobre el tapiz y desafiar al destino con un nuevo reto. Y hoy que tiene 35 años –debutó en la actuación a los 16 en el programa Montaña rusa como Silvana- no solo no se arrepiente de lo que hizo, sino que lo reivindica como un gesto fundamental de su ya enjundiosa carrera. La talentosa intérprete, que en estas últimas semanas nos deslumbró con su visceral trabajo en Yerma, de Federico García Lorca, es uno de esos casos en que la voluntad de aventura y el deseo de superarse vencieron a los mediocres encasillamientos con que el medio, en especial el televisivo, intenta enrejar el impulso de vuelo de algunos artistas. Un comportamiento digno de destacar por lo inusual, pero también por lo que significa como compromiso ético de un actor de procurar dar lo mejor de sí mismo al público.
Entre los años 2003 y 2004, y luego de un largo período de labor en la televisión del país, Malena fue asaltada por la duda acerca de la calidad de su rendimiento en distintos papeles en los que habitualmente intervenía. Como ella nos dice –en una charla que mantuvo con Cabal Digital en el Teatro Cervantes donde contó su peripecia- le hubiera resultado más sencillo seguir con lo que estaba haciendo. Su imagen estaba consolidada en el medio y ganaba suficiente dinero como para vivir de manera confortable. Pero no, decidió correr el peligro de ausentarse un año del medio a partir de 2005 y viajar a Londres a realizar un curso en la London Academy of Music & Dramatic Arts (LAMDA). Y allí concretó una experiencia que la llenó de satisfacción y le dio nuevas armas para asumir sus compromisos actorales.
A su regreso, en 2006, y ya con 29 años, le comenzaron a proponer roles de mucha mayor responsabilidad, entre los cuales se pueden contabilizar los que tuvo que encarar para La Celestina, Marat Sade o Las tres hermanas, en el Complejo Teatral de Buenos Aires y varios otros en televisión y cine, que han culminado ahora en su reciente intervención en Yerma, en el papel protagónico. Con un encanto y una sencillez envidiables, que no ocultan la lucidez con que aborda los temas más serios, se refirió a su tarea en la obra del poeta español y también a lo que significó para su vida haber resuelto ese viaje iniciático a Londres.
¿Como definirías lo que te ocurrió haciendo Yerma?
Buenísimo, impresionante, lo más intenso y satisfactorio que me pasó en teatro.
¿Cuál crees que son los temas a los que alude la obra?
Con Daniel Suárez Marzal, el director de Yerma, hablamos siempre de que esta obra no se refiere solo al drama de una mujer que no puede tener hijos o que los busca pero algo se lo impide. Es una historia que tiene un costado épico, ligado con el contexto en el que fue escrita y luego estrenada. Es como si Yerma representara la guerra civil que está por estallar en España. Y anunciara cómo va a terminar todo. Probablemente esa metáfora estaba ya en el inconsciente de Lorca, porque las facciones que se enfrentaron en la guerra, y sus irreconciliables conflictos, ya existían. Por otra parte, a mi me sirvió pensar esa tragedia así, ponerle ese ribete, porque de ese modo trasciende el desgarramiento íntimo de un personaje y lo proyecta hacia una dimensión más social, más colectiva. En la interpretación que hace Suárez Marzal de la obra se habla también de la posibilidad de tener una vida sin hijos, que es lo que plantea Juan. Uno puede decidir si tenerlos o no. Esa es la postura de él.
Pero en un matrimonio es un acuerdo de dos.
Lo que ocurre en la obra es que no se pueden poner de acuerdo porque no se escuchan y cuando se pueden escuchar es demasiado tarde.
La falta de esa escucha, de la imposibilidad de acordar, es lo que remite otra vez a aquella metáfora del fracaso de la sociedad para evitar un enfrentamiento y llegar a la tragedia, como realmente ocurrió.
Sí, por eso a mi me sirvió mucho leer sobre la guerra civil, antes de empezar los ensayos y durante ellos. Empecé con Por quién doblan las campanas, de Hemingway, y después seguí con El corazón helado, Inés y la alegría y El lector de Julio Verne, de Almudena Grandes. También leí poesías de García Lorca. Me sirvió escuchar las voces de esos personajes, lo que les pasaba, poder conocer sobre la vida y el asesinato del poeta, sobre lo que le sucedió. Todo sumaba al imaginario del personaje. Por otra parte, tenía en mi memoria el recuerdo de algunos otros poetas españoles. Mi mamá me leía poemas de Rafael Alberti, Antonio Machado y Miguel Hernández, además de tener presente las canciones de Serrat que contribuyeron a recibirlos de manera más accesible cuando era chica. Esos autores me resultaban familiares. Pero, sobre la guerra civil, comencé a leer en los últimos tiempos.
¿Es lo primero que haces de García Lorca?
Sí, soñaba con hacer un personaje de él. Pero había leído más veces La casa de Bernarda Alba o Doña Rosita, la soltera. Cuando Daniel me propuso hacer Yerma me encantó y le dije que sí, pero la verdad es que antes de empezar a ensayar mucho no entendía qué le pasaba a esa mujer. Esa escena tan linda que Daniel montó con las lavanderas me resultó difícil de entender en la primera lectura, pero cuando él la puso en escena la ví clarísima. Así que desde el principio tuve la posibilidad de trabajar sin ningún preconcepto acerca de cómo debía ser o no ser el personaje. Y me dije: voy a partir de lo intuitivo y hacer mi propia versión. Y a partir de esa investigación y de los ensayos empezó a aparecer el personaje. Pero fue directamente desde el cuerpo, no desde la cabeza. Confío mucho en Daniel y me siento muy cómoda trabajando con él. De modo que me acomodé a lo que me iba pidiendo. La fluidez de esa comunicación y la confianza que existe entre los dos hace que yo esté dispuesta a aceptar siempre lo que él me propone. Luego vemos si va o no va, se ve si funciona o no funciona, si conviene o no conviene. Pero no hay barreras entre nosotros.
¿Te pesaba el hecho de que ese papel lo hubieran hecho grandes actrices como Aurora Bautista, María Casares o Nuria Espert en teatro?
No, si a uno lo paralizaran esas cosas no podría hacer nada. Aparte, los períodos históricos en que se hicieron las versiones de estas intérpretes eran distintos y la obra tenía otra resonancia. Lo único que me llamó la atención fue que cuando decía que haría Yerma me miraban con cara rara. ¿Qué pasa?, me pregunté. Ahí tomé conciencia de la proporción del mito, de la relevancia que se le otorgaba al papel por haberlo hecho actrices como María Casares o Nuria Espert. Y antes Margarita Xirgu, además de dirigir la versión con la Casares, o Aurora Bautista. Pero, de verdad, no me pesó esa circunstancia a la hora de abordar el personaje.
¿Es importante el proceso de lectura e investigación para la composición del personaje?
Sí, en algunos personajes más que en otros. Porque si hay que componer a una mujer del barrio de Boedo en el año 1997, es un hecho que no está lejano y sobre el cuál seguro que no hay mucha literatura para investigar. Pero, por esa misma razón, a lo mejor es más difícil de armar el personaje. En ese sentido, y para darle más proyección al personaje, a mi me sirve siempre ver cine, documentales, leer novelas y hablar con gente que haya tenido una experiencia con los acontecimientos que se cuentan. En el caso de la guerra civil española no tenía ningún familiar ni persona cercana que hubiera vivido o tenido referencias próximas. Así que me dediqué más que nada a leer.
Hace unos meses se estrenó en el Centro Cultural de la Cooperación una obra de la actriz y directora Susana Hornos que hablaba de las mujeres en las cárceles franquistas y de los desaparecidos en la guerra.
El tema de las desapariciones es terrible, igual que el de los niños apropiados. Las cifras son escalofriantes. En la BBC transmitieron hace un tiempo un documental muy conmovedor sobre una mujer que había tenido un hijo durante la guerra y le dijeron que estaba muerto. Y en realidad, se lo habían apropiado y entregado a otra familia. Y lo más tremendo de todo esto es que gran parte de la sociedad y el gobierno de España niegan esa situación.
¿En los estudios que hiciste en Inglaterra se hacía mucho hincapié en la investigación?
Un poco sí. Por ejemplo, en el momento en que nos dedicamos a estudiar las obras de Shakespeare tuvimos una clase de tres horas sobre historia de los reyes para entender un poco quiénes eran aquellos que aparecían mencionados en sus diversos títulos y los intereses o facciones a las que respondían. Y fue una clase maravillosa, no uno de esos bodoques que te tiran y te demuelen en ciertas clases de historia. Al contrario, en este relato todo tenía una gran vida y se percibía cómo las lógicas empleadas en esa época siguen siendo las mismas que las actuales. Respecto de la investigación sobre los personajes lo que a mi me quedó es que para su composición se basan mucho en cómo está construido el texto. Si el personaje respira muy seguido, por ejemplo, porque hay muchas comas o muchos puntos en el texto, eso indica que está acelerado y que algo le sucede emocionalmente. Y ese acelere lo puede llevar a cierta torpeza. Entonces, el actor puede inferir o descubrir que el personaje es torpe porque respira mucho, porque habla mucho y es reiterativo y eso lo conduce a meter la pata. Todo eso se deduce de la observación detenida de la escritura.
¿Y no van más allá de eso?
En mi experiencia concreta estudié eso, pero pude observar también, en otras aulas de la academia donde se daban programas más extensos, que los alumnos podían profundizar más, pasar ese límite. Recuerdo un caso en el que se montaba una obra sobre la época de la restauración de la monarquía. Y al entrar al salón donde se trabajaba en eso vi que todas las paredes estaban cubiertas con fotos de hombres y mujeres, o paisajes, de esa época en que transcurría la obra. Lo habían hecho los propios alumnos. Y entonces había un registro de lo que se estaba contando, de cómo se vestían o eran las posturas sociales de los personajes. Todo muy visual, pero de lo más ilustrativo. Por otro lado, se llevaba a grupos de alumnos a ver los castillos o edificios donde transcurrían las historias. Incluso yo misma, cuando comencé a cursar, hice una excursión a Stratford para ver cómo trabajaba la Royal Shakespeare Company. Y al mismo tiempo conocer el Hampton Court Palace donde moraba Enrique VIII e interiorizarme de los lugares del edificio donde se concretaban los entretenimientos para el monarca.
¿Y qué otras cosas te sirvieron de esa experiencia?
Lo que pude aplicar como nunca en Yerma fue la técnica que traje de allá. Tuve plena conciencia de la utilidad de su posesión, de que con esas herramientas a mano se libera la expresión. Si el actor tiene un buen aparato fonador, si puede sostener la columna de aire, si su voz funciona porque la tiene entrenada y no se cansa, si modula correctamente, todos los textos se escuchan y entienden, todas las imágenes se pueden ver y palpar. Esos recursos no suelen utilizarse habitualmente, porque se trabaja en salas más chicas o porque los textos no los necesitan tanto debido a que son más cotidianos o carecen de mucha importancia en la obra. Pero en circunstancias como éstas, dichos recursos vienen muy bien. Allí percibí el sentido de todo lo que me enseñaron, lo que me machacaron, lo que aprendí.
¿Qué te decidió a irte a Inglaterra a estudiar teatro?
Yo tenía una idea de lo que quería hacer como actriz desde muy chiquita. Y en los años previos al viaje sentí que estaba dedicándome muchísimo a la televisión, porque era el lugar donde me iba muy bien, y menos al teatro y al cine. Digamos que podría haber dicho: no voy a hacer tanta televisión y voy a esperar a que me traigan lindas propuestas de teatro o cine. Pero ese corte, cuando se trabaja doce o trece horas por día durante muchos años, es muy difícil de hacer y produce mucha angustia. Al mismo tiempo notaba que había perdido el sentido de la profesión, me preguntaba por qué hacía tantas horas de algo que no me gustaba mucho. En realidad, quería hacer otra cosa, grandes personajes y no los hacía. Por otra parte, tenía miedo de hacerlos porque sentía que me faltaban herramientas o que estaba enquistada en un lugar y no sabía como romper con eso. Y en medio de esa crisis me acordé que siempre había querido hacer un curso de teatro en Londres. Estaba entre el 2003 y 2004 y para el afuera era mi mejor momento. Tenía fama, dinero, buena ropa, me trataban bien en los restoranes. Pero eso para mí no era lo más importante. Entonces me conecté con ese gran actor inglés que es Alan Rickman, al que conocí en un viaje que hizo a Buenos Aires, y me aconsejó adónde ir. Busqué una beca, pero con la debacle cerca del 2001 nadie te daba un peso. Tenía un dinero que había ahorrado durante la buena época, pero en el banco me dijeron que si lo quería cobrar todo debía esperar un tiempo, de lo contrario podía cancelarse la deuda recibiendo la mitad. Acepté esa propuesta y me fui a Londres.
¿Y cómo funcionó la experiencia?
Pensé que sería un año sabático para descansar, tomar distancia y estar conmigo misma para reflexionar sobre lo que quería hacer. Pero a poco de llegar ya estaba haciendo un curso de 12 horas por día y cuando no entraba a las 10 y salía a las 22 horas, aprovechaba para ir a ver teatro. Fue un ejercicio permanente de tomar decisiones, de correr riesgos, de hacer el ridículo, de pasar por arriba de mis miedos y arranques de timidez. Fue como la colimba. Después de todo el año poniéndote a prueba a toda hora, de hablar en otro idioma, de actuar en una cultura en la que no se sabe cuál es el parámetro con el cual te miran o la expectativa que se despierta, se sale fortalecido, se le pierde el miedo a todo. Y al volver tuve algunos meses difíciles para reinsertarme pero finalmente empecé a recibir propuestas.
¿Y como combinas ahora el trabajo en televisión, cine y teatro?
Bueno, creo que durante un tiempo dejé un poco la televisión de lado por una necesidad de tener más tiempo para hacer otras cosas y ahora me gustaría estar más presente. Durante un período sentí que no tenía nada para aportar, pero ahora veo que sí, que tengo energía, sobre todo después de Yerma, pero antes también. Ahora estoy grabando una miniserie que va a salir por Canal 7, en horario central, llamada Las huellas del secretario. La escribió Matías Bertilotti junto con Joaquín Bonet. También hice Diálogos fundamentales con la historia argentina, que es una miniserie del INCAA dirigida por Lucía Cedrón, y Guita fácil, escrita por Marcelo Camaño, ambas sin estrenar. Y en cine haré una película con Manuel Callau y Ana María Picchio, Cuando yo te vuelva a ver, que se filmará en octubre.
¿Podés hoy vivir de la profesión?
Ahora vivo más al día, pero no me quejo porque es lo que elegí. Podía haberme quedado en un canal, tener un contrato anual y estar tranquila ganando mucho dinero. Pero eso significaba plancharme como actriz. Hoy vivo más austeramente, pero ya tengo la experiencia de Londres. Allí alquilaba un cuarto en una casa y no tenía a mano más que una valija con algo de ropa y unos libros. Y era tan feliz con tan poco, que cuando llegué a Buenos Aires y reabrí mi casa dije: “Tengo una heladera y muchos libros, qué bárbaro”. Como síntesis final diría que no me falta nada de lo esencial y cuando me angustio por algo que no tengo me digo siempre lo mismo: “Esto es lo que elegiste.”
Alberto Catena